JUAN BARRETO CAPÍTULOS DEL 11 AL 20

LA EXTRAORDINARIA HISTORIA DE JUAN BARRETO
NOVELA ESCRITA POR CARLOS RONCERO
(Ilustraciones de Carlos Fortes)


“El porvenir está en el maestro de escuela”   Víctor Hugo




11

Los sacaron encadenados de manos y pies. La luz gaditana les cegaba y tuvieron que pasar unos minutos para que Juan Barreto pudiera acostumbrarse a ella. Justo cuando empezaba a asombrarse del trasiego del puerto, llegaron a las mazmorras de San Fernando. El olor nauseabundo estuvo a punto de hacerle desmayar. Prefería sin pensarlo la bodega del barco, incluso con los excrementos del pirata, aunque mejor opción era naturalmente la libertad. A cambio de ese derecho natural, le obsequiaron con no separarle de don Diego. Según el almirante, como no estaba claro a cuál de los dos pertenecían los excrementos, lo justo era que compartieran celda y excrementos. Debemos añadir, siendo ecuánimes, que el consuelo del maestro radicaba en la esperanza que había depositado en el plan de fuga del pirata, del que solo conocía los dos pequeños diamantes salidos de sus entrañas. Con eso le bastaba. Era tal la pasmosa indiferencia de don Diego ante las adversidades, que el maestro no podía menos que admirarle, y a eso se agarraba.


 No obstante, un nuevo contratiempo les salió al encuentro. Nunca supieron cómo se llamaba, aunque jamás se preocuparon por preguntárselo y él, probablemente, ni recordaría su propio nombre. Estaba consumido, con la piel pegada a los huesos. La clavícula le sobresalía como dos espigones provocando que estuviera siempre inclinado hacia delante. Sucio, como no podía ser de otra manera en aquel agujero, con los cabellos largos e infestados de toda clase de microorganismos, caminaba con torpeza debido al tamaño de las uñas de sus pies, del mismo modo que su rostro aparecía marcado por los arañazos que se hacía con las uñas de su mano izquierda, porque en la mano derecha mostraba muñones por dedos. Era su compañero de celda.


Llevaba encerrado mucho más tiempo del que el afectado pudiera recordar y desde el primer momento en que le vieron comprendieron que no estaba en sus cabales. Es fácil perder la cordura en un encierro prolongado e incomunicado, aunque en este caso todo parecía indicar que la pérdida del raciocinio era lo que había aconsejado el encierro, hecho que inquietó sumamente a Juan Barreto y que dejó indiferente al pirata.

- ¿No veis que este alma en pena no puede perjudicar al plan de fuga?- le decía abiertamente el pirata al maestro. Los habían unido encadenándolos de las manos, quedando la izquierda libre para el maestro y la derecha para el bucanero. Juan Barreto se impacientaba por conocer los detalles del plan, pero la visión del preso trastornado le tenía tan absorto que olvidaba preguntarlos.


 A pesar de la cadena que llevaba en los pies, el preso no paraba de dar pequeños pasos de un lado a otro, con las manos recogidas sobre sí mismas y mirando compulsivamente a izquierda y derecha, como si temiera que le descubrieran.

            - Yo he visto resucitar a los muertos, ¿y vosotros? Yo lo he visto. Y me mordieron, oh sí, vaya si me mordieron. Me arrancaron los dedos. Mirad, mirad mi mano sin dedos. Cuidaros de los muertos resucitados, pues tienen mucha hambre, un hambre insaciable. Yo los he visto. Cuidaros de la vieja noctámbula, cuidaros de ella, es la peor de todas. Yo la quería, yo era su preferido, pero me echó a los muertos y ellos me mordieron.
            - Oh, cierra esa boca de una vez, así te la cosan en el infierno con agujas ardiendo.

            El grito de don Diego causó efecto, pues el hombrecillo se acurrucó en un rincón repitiendo el mismo discurso una y otra vez, pero en un tono casi imperceptible. Juan Barreto y el pirata compartieron una mirada de alivio.
            - ¿Conocéis esa historia? No, vos parecéis recién salido del nido.
            - ¿Qué historia?- la curiosidad le hizo ignorar el comentario de don Diego.
            - La de la vieja noctámbula. Una gitana que se esconde en Sierra Morena; dicen que resucita a los muertos y quien la ha visto no ha vivido para contarlo. Leyendas, cuentos para asustar a los niños. Ahora no os vayáis a asustar- y sonrió- A ese desgraciado se lo habrán contado tantas veces como para volverle loco. He pasado unas mil veces por Despeñaperros y los únicos muertos que he visto son los que dejan los bandoleros en el camino. Os aseguro que esos pobres estaban bien muertos.
            - Suerte habéis tenido entonces.
            El pirata le devolvió la mirada como si se hubiera ofendido.
            - ¿Pero es que no me habéis oído? Que es un cuento de niños. ¿Cómo va nadie a resucitar a los muertos?


            La noche tardó en llegar para Juan Barreto, no así para don Diego, que había continuado con sus ejercicios de quietud y meditación. El estómago del maestro rugía hasta el dolor mientras que el preso loco proseguía con su mantra inacabable. Así, un minuto tras otro. El lento paso del tiempo caía como una condena injusta sobre el ánimo de Juan Barreto. La luna lamía ya los barrotes de la celda cuando una pequeña compuerta a ras de suelo se abrió para que algún guardia, desde el exterior, empujara un miserable cuenco de madera con pan y gachas. El preso loco, entretenido en su soliloquio, ignoró la presencia de la comida, por lo que Juan Barreto se lanzó hacia ella. El pirata abrió los ojos escandalizado.

            - Esperad, ¿es que acaso sois un perro?- le reprochó el pirata cogiéndole por el hombro.
            - No, pero me muero de hambre.
            El maestro agarró el cuenco como si le fuera la vida en ello.
            -¿No coméis?
            - Aún no ha llegado el día en que Diego Quintana y Salazar se rebaje a comer desperdicios, creedme.
            Juan Barreto prefirió pasar por alto el sabor asqueroso de su alimento y las palabras de orgullo de su compañero, para vaciar el cuenco en cuestión de segundos. Si hubiera podido, hubiera reclamado una ración más.
            - Me decepcionáis, maestro- comentó el pirata viéndole comer-. Ahora escuchad, he de contaros mi plan.
            Juan Barreto le miró expectante. Por fin había llegado el momento esperado.
            -¿No os preocupa el otro preso?
            - Volvéis a decepcionarme. Ese de ahí ya no es hombre, y solo los hombres pueden tratar de detenerme, ¿comprendéis?
            Juan Barreto asintió.
            -¿Cómo saldremos de aquí?- preguntó acomodándose lo mejor posible, pues de todos es sabido que la comodidad es necesaria para el buen entendimiento.
            -¿Saldremos?- preguntó extrañado el pirata.
            - Los dos- titubeó el maestro desconcertado con las palabras del bucanero.
            - Vos no vais a ninguna parte, al menos no conmigo. Esperad, no pongáis esa cara de rata asustada. Vos debéis quedaros aquí; si venís conmigo os convertiréis definitivamente en un proscrito, y vos no sois un proscrito, salta a la vista. ¿Qué habéis hecho?, ¿reíros de la peluca del almirante? Os dejarán marchar en unos días.
            - Y cagar en su suelo- protestó a modo de defensa-, que esa me la han echado por vuestra culpa.
            - Concedido. Sumadle unos pocos días más.
            -¿Pero  y si no es así y acabo como ese?
            - Eso no va a pasar. Ahora escuchad. ¿Sabéis qué ventaja tiene una barba como la mía, larga, sucia y descuidada?- sonrió como si le fuera a descubrir un truco de magia a un niño-, pues que a nadie se le ocurriría registrarla.
            -¿Y por qué nadie iba a querer…

            Juan Barreto quedó mudo al ver cómo el sonriente pirata rebuscaba en el interior de su espesa y desaliñada barba hasta extraer de ella una especie de aguja en forma de cuchillo. Don Diego sonrió con vanidad ante la originalidad de sus propios recursos.
            - Esta pequeña maravilla me sacará de aquí. La forjaron para mí en Nueva España. Es irrompible. Ni el mar me la ha arrebatado.
            -¿Pero entonces el diamante…?
            - Eso es para sobornar a los guardias- contestó mientras hurgaba con la aguja en la cerradura de sus grilletes-. Ha de parecer que me he escapado y que no me hayan visto. Es fácil, abro mis grilletes- dijo logrando vencer la resistencia de la cerradura- y soborno a los guardias para que finjan no saber nada de mi huída. Los meten en el calabozo unos días, y luego venden el diamante y se hacen ricos. O quizás ni se dejen sancionar y deserten en cuanto yo desaparezca. Nada de violencia innecesaria. Todo limpio, ¿entendéis? Fijaos si me sonríe la fortuna que soy diestro- y mostró la mano para reforzar el hecho de que no se la hubieran dejado inservible encadenándosela.
             Juan Barreto empezó a temblar ante la idea, más que real ahora, de separarse del pirata, algo que este detectó de inmediato.
            - No os preocupéis, maestro- dijo tanteando la cerradura de los grilletes-, os irá bien. Con la piedra que os he dado podréis apañaros sin mí y llegar a vuestro pueblo en la seca Almería. Y recordad: para un buen yantar en Cádiz, id sin dudarlo a “La Gata golosa”.
            -¿Y qué haréis vos?- le preguntó con la esperanza de retrasar la partida del pirata.
            - Ir en busca de mis puñales, por supuesto- rugió-. No sabe ese almirante engreído el peligro que le ha caído en las manos. Además, son un regalo de un sabio egipcio, ¿sabéis?- dijo quitándose la cadena.
            -¿No eran de La India?
            Don Diego se detuvo un instante atrapado en su propia mentira.
            - De donde sean, maestro, de donde sean. Lo importante es el valor que tienen para mí, ¿entendéis?- Besó su aguja en señal de agradecimiento y la volvió a esconder en su barba-. Un valor muy sentimental. Ahora, os voy a tener que rogar vuestro perdón.
            - No entiendo- preguntó el maestro confuso-. Ya me habéis explicado por qué me dejáis aquí abandonado.
            - No, no es eso- refunfuñó-,  dejaros que me explique y no me interrumpáis. Pero antes, alcanzadme mi sombrero si sois tan amable- el pirata se colocó el sombrero con la solemnidad de un torero-. Veréis, ya os dije que esto debe de parecer una fuga en la que no se os pueda incriminar- Juan Barreto asintió-. Por eso os pido disculpas.
            - Pues sigo sin entender.
            Justo en ese instante, el pirata le asestó a Juan Barreto un puñetazo fuerte y seco en la cara que le hizo perder el sentido de inmediato.
            -¿Lo entendéis ahora?- preguntó molesto el pirata-. La verdad que para ser maestro sois un poco lento de entendederas- dicho lo cual, dio un último vistazo al lugar por si olvidaba algo y llamó al guardia presto a sobornarlo.


12

            Los ojos de Juan Barreto se abrían confusos. No había sido más que un sueño, una pesadilla en la que don Diego se escapaba dejándole a su suerte en aquella prisión inmunda. Sin embargo, por más que buscaba convencerse de su hallazgo, no podía entender el dolor punzante de su nariz ni la humedad caliente de su labio superior. Al palpárselo con la lengua notó la sangre. Fue entonces cuando lo recordó todo. No lo había soñado. Lo había abandonado a su suerte. Pero si era así, ¿por qué seguía su brazo izquierdo encadenado a alguien?, porque lo que empezaba a distinguir su vista borrosa era sin duda un brazo. Desvió la mirada hacia el techo deseando con todas sus fuerzas que el terrible presentimiento que le había apresado el corazón se quedara en simplemente eso, un mal augurio lejano de la realidad. Giró con miedo los ojos a su izquierda y vio lo que parecía un rostro chupado que le sonreía. En ese instante, sus ojos terminaron de enfocar correctamente la celda mostrándole la enorme sonrisa poblada de agujeros negros del preso loco. Quedó petrificado.

            - He visto resucitar a los muertos- anunció feliz el loco.

            Solo cuando el preso dijo su recurrente frase pudo reaccionar el maestro. Como si esas palabras fueran la prueba irrefutable de que la pesadilla había consistido en despertarse, el maestro se incorporó olvidando el dolor de su nariz para gritar horrorizado ante su nueva situación. El loco le imitó animado, provocando que su compañero se desgañitara aún más, sin consecuencias prácticas, por supuesto. Sucedía además que como lo habían encadenado al preso loco, por mucho que se separara de él como de un apestado, este le seguía a todas partes. Tardó un buen tiempo Juan Barreto en aceptar esta nueva realidad, de modo que los gritos y los movimientos se prolongaron hasta el agotamiento, pero del maestro, porque el loco, al encontrar divertida la novedad, continuó gritando por espacio de horas interminables.


            Sentado y con la cabeza hundida entre las manos, Juan Barreto solo podía imaginar el más terrible de los finales: pasar el resto de sus días encadenado a un demente. Con un castigo  de una crueldad intolerable como aquel, el planteamiento natural que surge desde el fondo de nuestra humildad, una vez hemos descartado todas nuestras faltas, es qué hemos hecho para merecerlo; y eso mismo pensaba el maestro, solo que la pregunta se había convertido en un mantra como el del preso loco. Incluso había añadido un pequeño arrullo con las rodillas para acompañarlo. De pronto, ocurrió algo que lo distrajo; algo que, al principio se negó a creer, pero que al despegar la cabeza de sus manos debía de reconocerlo como una realidad inapelable: el preso trastornado había dejado de gritar. ¿Qué le había impulsado a ello?, imposible saberlo pues su cerebro actuaba como un grifo estropeado. Qué dulce sonido el del silencio, pensó el maestro. Miró a su desahuciado compañero con los ojos de quien acaba de presenciar un milagro. El loco, atendiendo a aquella mirada, sonrió.

- Están enojados, están enojados- anunció al maestro.
            -¿Quién?- pregunto temeroso de que regresara a sus gritos.
            - Los muertos, los muertos, están enojados, mucho. Han venido aquí y se han enojado al ver solo uno y no dos.
            Empezó a comprender Juan Barreto que aquel pobre desgraciado había caído en la  locura irrevocable, probablemente inducida por la soledad de su encierro, de creer que todos estaban muertos.
            - Sí-continuó el preso-están enojados, pero no con vos, sino con el otro, con el arrogante barbudo; a los muertos no les gustan los arrogantes y a la vieja noctámbula tampoco. Yo era su preferido. He visto resucitar a los muertos, he visto resucitar a los muertos…


            Juan Barreto apoyó la espalda en los ladrillos húmedos de su celda con el discurso del perturbado como música de fondo. Abatido por la desesperanza, empezó a convencerse de que el plan del pirata no tenía por dónde sostenerse y que la única razón que había tenido para llevarlo a cabo había sido la de desembarazarse de él. Había empezado a cogerle afecto al bucanero, pero a medida que pasaban las horas y los cuencos de gachas se iban sucediendo, un sentimiento de ofensa anidó en su interior provocándole auténticas pesadillas en aquellos escasos momentos en los que el trastornado le permitía conciliar el sueño. Evitaba cuanto podía cuestionarse el sentido de haber sido transportado a un siglo tan hostil, aunque pronto recapacitaba al saberse muerto en su propio tiempo. No hubiera podido ascender por la sima hasta la superficie, de eso estaba bien seguro, de modo que a esas horas quizás hubiera ya fallecido de inanición. En esa celda fría y oscura al menos tenía garantizado su cuenco de gachas y el rítmico mantra de su compañero.


            Llega un momento en que de la esperanza se pasa a su ausencia para entrar en una fase en la que aceptamos una culpa que no tenemos. Al término del segundo día, Juan Barreto dominaba esa fase a la perfección, considerándose justo merecedor de su situación. Una vez acostumbrado a su autoinculpación, no le supuso un gran esfuerzo pasar a la siguiente fase, esto es, la resignación. Eso fue al tercer día de compartir cadena con un preso atormentado y los excrementos de ambos. Cuando nos resignamos creemos que somos fuertes, pues hemos aceptado la dureza de una terrible situación; incluso sentimos algo similar a la felicidad pues pensamos que ya no nos hace daño, pero nos engañamos pues con la resignación cesa la lucha, todo termina, solo queda esperar a la muerte.


Iniciaba Juan Barreto su resignación en la tercera jornada de su particular calvario cuando dos soldados con rostros de ornitorrincos le anunciaron su puesta en libertad. Además, lo comunicaron con rabia, como si, por algún sádico motivo, les molestara perderle de vista. Por completo entumecido, salió cojeando de la celda.

            - Y al tercer día resucitó, al tercer día resucitó- le oyó repetir al loco con júbilo a modo de despedida.

Luego de mofarse de su nombre y anotarlo en el registro, los guardias le dejaron marchar. La resignación había alcanzado un nivel en el maestro que no le permitía digerir la dicha de ser libre, al punto de temer salir de su encierro. Tanto quedó clavado en el umbral de la prisión que los soldados le tuvieron que animar a saborear su libertad con dos sonoras patadas en el trasero. Una vez incorporado, el maestro volvió a clavar la figura frente a la ciudad de Cádiz. No es preciso añadir más: tenía miedo; miedo al exterior, miedo a una época que sabía agresiva, belicosa y a la que se presentaba sin recursos, con la única virtud de saber enseñar. Se supo muerto, pues ¿cómo iba a poder sobrevivir de maestro en aquel siglo? No sabía hacer nada más que enseñar; había nacido para ello, y ahora esa cualidad se le volvía en su contra.


Se miró de arriba abajo y, aparte de ver a un hombre sucio, descompuesto, maloliente y con unas ropas ajenas a la generalidad, pudo reconocerse como una víctima perfecta. No duraría un asalto, porque ¿qué le esperaba en las calles de Cádiz? ¿Le rajarían con un cuchillo en un callejón en cuanto se extraviara?, ¿cogería alguna enfermedad?, ¿le devorarían las ratas? La historia que había estudiado en los libros relataba esas condiciones como propias de la España del siglo XVIII. ¿De qué viviría?, ¿dónde se alojaría?


           La luz andaluza le resultó inclemente. Ni siquiera la visión del puerto, con su trasiego marinero, pudo animarle. Ah, qué mala compañera se muestra siempre la resignación; artera como ella sola sabe serlo, pero hábil también porque quien la padece no la abandona, ni quiere abandonarla, a no ser que un estímulo de entidad gigantesca la abata sin piedad. Con resignación, pues, abandonó el puerto Juan Barreto para adentrarse en las calles principales de la ciudad.


Descubrir una ciudad sin itinerario y sin prisas es uno de los mayores placeres de los que podemos gozar. El maestro no tenía ni una cosa ni la otra, pero no sentía placer alguno en recorrerla. El hambre se interponía entre esa bella ciudad y la ecuanimidad de su mirada. Sí, veía sus calles ordenadas, sus casas de singular altura, sus iglesias, sus alamedas, pero no las apreciaba. Era su estómago quien dirigía y no su cerebro. Le pasaron desapercibidos sus numerosísimos cafés, sus teatros, su mezcla de idiomas y países; tampoco distinguió la variedad de rostros y expresiones con las que se cruzaba.  Él solo quería comer y, por ello, donde único se detenía a mirar era en los mesones y tiendas. Desgracia la suya cuando se percató de estar en medio del mercado. Tanto alimento rodeándole le hizo desfallecer hasta hacerle apoyar en una pared.


Su desgracia era doble pues tenía una piedra preciosa probablemente más valiosa que la totalidad del mercado pero inservible en su circunstancia, pues ¿cómo pagar con ella? ¿Quién o dónde podría cambiarla por dinero? Se le ocurrió que en aquella época debía de haber bancos o casas de préstamo; lógico era, pues, buscarlos. Con el ánimo recobrado emprendió la búsqueda sin un rumbo fijo, eligiendo las calles más espaciosas y transitadas, pensando que, de seguro, en ellas los encontraría. No tardó en perderse. ¿Dónde habían quedado las calles espaciosas y transitadas? Ahora solo deambulaba como un sonámbulo por calles angostas y solitarias ¿Puede haber algo más desconcertante en una urbe que transitar sus calles desiertas a plena luz del día? Como no podía ser de otra manera, temió por su vida, imaginando su acuchillamiento en cada esquina que doblaba. Tanta tensión era insostenible.


Tuvo, ¿quién sabe por qué?, un momento de lucidez aunque no intencionado sino provocado por la visión que su figura dibujaba en un charco de la calle. Sonrió avergonzado. ¿Quién podría robar a un mendigo como él? Porque a un menesteroso se asemejaba, con la salvedad de sus ropas, centro de atención allá por donde pasaba, pues, aunque nos cueste creerlo, Juan Barreto conservaba aún su chaqueta de maestro y sus mocasines negros. No, nadie le robaría en esas calles; nadie cometería la infamia de despojar a un desamparado. Sugestionado por su descubrimiento, sonrió a su reflejo y continuó camino. Sin embargo, se detuvo de inmediato y regresó al charco. Algo le había llamado la atención. Sobre el agua embarrada podía entrever una imagen peculiar, una especie de animal. Tras unos segundos de contemplación decidió que era hora de mirar a la realidad que proyectaba ese reflejo y levantó la vista.


Sucede muchas veces que cuando nos perdemos en una ciudad que recorremos sin itinerarios ni prisas acabamos tropezándonos con los lugares más llamativos que atesora. Es más, el efecto sorpresa, nos acentúa su hermosura o interés, sea una plaza, un templo, una estatua…En el caso de Juan Barreto fue una casa con un cartel sobre su puerta. Era el reflejo del cartel lo que le había despertado la curiosidad. Ocupando casi dos tercios del mismo, había representado una gata con el rabo y la cabeza alzados. Mostraba sin tapujos el felino su trasero en primer término, quedando su rostro en segundo plano; un rostro que decía mucho de su desinhibición sexual. Bajo sus cuatro patas podía leerse un nombre que aclaraba cualquier duda al respecto: La Gata Golosa.


Recordó el nombre de inmediato. “Para un buen yantar acudid a La Gata Golosa”. Esas habían sido las palabras del pirata. Desde el exterior, la taberna no inspiraba mucha confianza. Así y todo, su fachada desvencijada no pudo apagar la esperanza que en él había nacido. Allí debían conocer sin duda al pirata; podría hablarles de él, decirles que le salvó la vida. Quizás conseguiría así que le fiaran para poder comer. Era eso, mendigar  o robar; prefería morir a robar, de modo que solo le quedaba la opción de suplicar limosna si su propósito en la taberna fracasaba.

            


13

Un fuerte olor a cerrado mezclado con vino barato, humo de tabaco y pescado frito salió a su encuentro al abrir la puerta. El impacto fue tal que dudó sobre la idoneidad de entrar. Qué desagrado cuando entramos en un lugar desconocido y todos los presentes nos miran como si fuéramos los profetas del apocalipsis. Es solo un instante, pero escuece; queremos huir raudos pero no lo hacemos porque sabemos que es solo un lapsus temporal que se desvanece en cuanto se percatan decepcionados de que no hay fin del mundo; es decir, a los dos segundos. Con Juan Barreto la expectación fue más duradera pues debemos considerar sus ropas fuera de contexto.  En cuanto se sintió observado y vio aquellos toscos rostros con sus pupilas vivarachas clavándose en su figura, tuvo la certeza de que, efectivamente, no había sido buena idea visitar ese lugar. Lo único que deseaba era que aquellos hombres volvieran a sus conversaciones anodinas y se olvidaran de su presencia. Las mujeres que allí se hallaban parecían formar parte de la taberna, a tenor de cómo se dejaban manosear mientras rondaban por las barricas que hacían de mesa. El humo de pipas y cigarros luchaba por ascender sin éxito, pues el techo lo convertía en una densa niebla. Varios gatos completaban con su indiferencia el decorado, unos lamiendo metódicamente su lomo, otros hipnotizados por el zarandeo de sus propios rabos y los que más con la vista fija en el pescado frito que comían los clientes a la caza de algún despiste.


            Juan Barreto suspiró para darse valor y caminó hacia la barra. En el otro lado, un hombre grande como un orangután y de rostro simiesco con unas enormes patillas que le alcanzaban el cuello le esperaba con la mirada. Sus pupilas estaban tan fijas en él que el maestro llegó a pensar si no se trataría de una estatua traída de alguna región remota de África.

            - Buenos días- saludó tímidamente Juan Barreto, tan tímidamente que se aclaró avergonzado la garganta para intentarlo de nuevo. Tampoco surtió efecto. Aquel tótem humano fosilizado no reaccionaba-. ¿Podría darme algo de comer?

            Uno de los gatos que descansaba en la barra se acercó para empezar a restregar su lomo contra la barbilla del maestro mientras que con su ronroneo daba buena cuenta del estado de felicidad  que le proporcionaba el frotamiento. Por fin los ojos del tabernero reaccionaron, aunque solo fuera para mirar con desconfianza las ropas del maestro.
            -¿Tienes con qué pagar?- su voz dejó una espesa reverberación en el local.

            Pensó  Juan Barreto en su diamante. Se llevó con disimulo la mano derecha a la ingle para cerciorarse de la presencia de su única esperanza para sobrevivir. Sin embargo, la angustia de no saber cómo pagar una comida con una piedra preciosa le hizo dudar. 
            -¿Tiene alguna habitación donde pueda quedarme unos días?- preguntó con la esperanza de ganar tiempo hospedándose hasta encontrar un cambista de fiar.
            -¿Tienes con qué pagar?
            - Sí- contestó sin demasiada convicción.
            - Déjame verlo.
            -¿Cómo decís?- preguntó con miedo. El gato incrementaba con sus frotamientos el nerviosismo del maestro.
            - Quiero ver tu dinero.

            El miedo nos produce muchos efectos, como la parálisis de los miembros, sequedad en la garganta, manos sudorosas; a Juan Barreto le picaba todo el cuerpo. Miró atrás temeroso de que algún curioso le estuviera observando, pero aquellos clientes, distribuidos en la taberna como si fueran las piezas de un tablero de ajedrez abandonado, solo hablaban de toros y mujeres. El maestro quiso sacar su diamante de la ropa interior, pero como no podía mirar, su mano no hacía sino moverse por la ingle sin éxito alguno.

            -¿Tienes ladillas?- le preguntó el tabernero impertérrito.
            -¿Qué?, no, claro que no- Por fin pudo sacar la piedra. Volvió a mirar a los clientes-. ¿Os vale esto?- le preguntó en voz baja poniendo su puño cerrado sobre la barra y apartando al minino con el brazo.
            -¿Un puño?
            - No, claro que no. Esto- y abrió la mano lentamente. Las pupilas secas y agriadas del tabernero se encendieron al ver el diamante.
            - Sí, me vale. ¿Me permites? Tengo que comprobar su procedencia- le aclaró con el gesto de cogerlo.

            Juan Barreto dudó un instante. No porque el orangután pudiera arrebatárselo, pues en eso estaba en manos de la providencia, sino por cómo el tabernero de un lugar de, al menos, dudosa reputación e infestado de gatos arrabaleros tuviera la capacidad de valorar diamantes.
            - Sí, claro- le dijo ofreciéndoselo con la mano temblorosa.
            Lo primero que hizo el tabernero en cuanto tuvo el diamante consigo fue llevárselo a la nariz y aspirar.
            - Huele a mierda- dijo echando su rostro ligeramente hacia atrás. Juan Barreto sonrió incómodo buscando alguna excusa que pudiera explicar el origen del olor-. Solo hay una persona en toda Andalucía cuyos diamantes huelen a mierda- calló para buscar alguna respuesta en los ojos del maestro, como si esperara de su parte algún tipo de contraseña.
- Don Diego Quintana y Salazar- dijo creyendo ser Alí Babá ante la cueva de los cuarenta ladrones.
            - El más temible pirata de las costas españolas- continuó el tabernero a modo de respuesta. Acto seguido, se inclinó sobre la barra como si quisiera confesarle un secreto. La enclenque figura del  maestro quedó aún más reducida ante aquella mole que se le aproximaba.
            - Dime tu nombre.
            - Juan Barreto- le contestó con miedo.
            El tabernero soltó una pequeña carcajada que pronto contuvo con la mano.
            - Sí, sois vos. Os esperaba- le anunció dejando de tutearle a partir de entonces.
            - ¿Me esperabais?
            - Don Diego dijo que vendríais, y no se equivocó. Él nunca se equivoca.
            Juan Barreto suspiró tan aliviado como si hubieran suspendido su fusilamiento en el último momento. Después de todo, el pirata había pensado en él.
            -¿Ha estado por aquí?
           -¿Que si ha estado por aquí? Esta es su segunda casa- dijo con orgullo-, o la primera si no incluimos a su navío. Ya me ha contado que esas ratas se lo robaron- y se quedó un rato en silencio con cara de maldecirlos a todos-. Os tengo preparado una habitación- dijo al fin.
            -¿Ah sí?- preguntó con sorpresa.
            - Claro, ya os dije que os esperaba. Don Diego me dijo que os debe la vida y eso es para mí  más que suficiente, aunque si no os importa, yo custodiaré vuestro modo de pago- dijo enseñándole con discreción el diamante.
            - Oh, sí, claro- confirmó disimulando la pizca de desconfianza que aún guardaba. De todos modos, aunque hubiera querido custodiar él su diamante, no podía negarse. No hubiera sido cortés, teniendo en cuenta que había pasado de estar a un paso de mendigar en la calle a tener una estancia donde poder darse un respiro y alimentarse.

14

            La habitación era modesta pero confortable. Destacaba la cama, enorme para un espacio tan reducido. Diríase que en el principio de los tiempos estaba la cama y luego habían crecido las paredes a su alrededor. Un espejo con un vetusto marco de madera, una mesita apolillada,  dos sillas desequilibradas y un balde de latón eran sus únicos complementos. Al maestro tanta sencillez le supo a lujo. Lo cierto es que al entrar la emoción le ahogó; hubiera llorado pero la presencia del tabernero se lo impidió.

            - Ahora mismo os prepararán el baño y os servirán un buen almuerzo- le dijo tratándole como a un huésped de honor-. Luego descansaréis. Yo vendré a veros a la noche.

            El tabernero cerró la puerta de la estancia dejando a Juan Barreto con aquella nueva sensación de paz. Por primera vez desde que le secuestraran los falangistas en la escuela podía sonreír. Había una especie de vacío en su cerebro que identificó como paz. Nadie repetía mil veces que había visto resucitar a los muertos. Se sentó sobre la cama y quedó maravillado con su comodidad. Plumón, nada menos; aquella debía de ser la suite nupcial, pensó dando pequeños brincos con el trasero y sin abandonar su sonrisa. Sobre las sábanas habían dejado preparadas unas ropas que, a primera vista, podían hacerle pasar por alguna persona distinguida y junto a ellas vio algo que le hizo reír: una pequeña peluca blanca. Aquel recordatorio debía de ser obra del pirata. Cogía la peluca para palparla cuando una tempestad tropical entró sin llamar. Se llamaba Rocío y llevaba en cada mano un cubo de agua caliente que vació en el balde situado justo en medio de la habitación.


            - Ala, ya os podéis ir quitando todos esos trapos tan raros. ¿Es que acaso es carnaval?- protestó dejando los cubos junto al balde.


            El joven maestro no discernía cuál era el motivo por el que había quedado paralizado, si por la orden dada o por la propietaria de aquella voz enérgica y serena a la vez, si es que semejante combinación pudiera ser posible. Era joven y su piel morena brillaba a la luz del día. El cabello azabache, largo y ondulado, le caía en cortina sobre sus ojos negros, provocando que cada cierto tiempo tuviera que resoplar hacia arriba para apartárselo de los ojos, acción que la convertía en diosa de la sensualidad y emisaria de la guerra por partes iguales. Con aquel soplo sobre su cabello, esa mujer podía derrumbar imperios. Con los brazos puestos en jarra, y la cadera en posición praxiteliana, esperaba aquella lozana andaluza a que el huésped obedeciera.

            -Vamos, vamos, ¿no habéis oído? Esas ropas, fuera, que no tengo todo el día.
            Juan Barreto permanecía sentado en la cama. Apretaba nervioso la peluca ante la posibilidad, más que real, de tener que desnudarse. ¿Cómo negarse a una mujer con una voz tan autoritaria y que además se soplaba el flequillo?
            -¿Por qué?- pudo balbucear.
            -¿Por qué va a ser, hombre de dios? Para bañaros, y rapidito, que no tengo toda la mañana.
            El joven maestro no recordaba una situación más incómoda en su vida. ¡Desnudarse ante un ser del sexo opuesto! ¿Por qué nadie le había advertido que esa situación podría darse alguna vez en su vida? Nunca se había sentido tan indefenso; prefería verse de nuevo en el camión apuntado por Santiaguito que tener que cumplir el dictado de esa mujer.
            - No se ofenda, pero ya me baño yo solo- dijo estrangulando nervioso la peluca.
            - Ah, ah, ah, de eso nada- dijo moviendo su índice de un lado a otro-, a mí el Sabino me ha dicho que os saque la roña y si el Sabino me dice que os saque la roña, yo no me voy de aquí hasta que no quedéis como los chorros del oro, ¿estamos?- y resopló sobre su flequillo ingobernable.
            Juan Barreto creyó seriamente que la joven sería capaz de golpearle si se resistía a obedecerla, de modo que empezó a desabrocharse la camisa.
            - Pero venid aquí, hombre de dios, que no voy a morderos.
            El maestro se acercó dando pasos cortos, queriendo dilatar su llegada al patíbulo el mayor tiempo posible.
            - Ah, ya os desnudo yo, que así no acabamos nunca- Con gran energía, la joven terminó de desabrocharle-. Vaya camisa rara que lleváis.
            - Es la nueva moda en Madrid- se le ocurrió como excusa. Teniendo tan próxima una belleza que en vez de sudor transpiraba erotismo, el maestro empezó a temblar, estando el punto crítico para sus ojos en los pechos que se le desbordaban por el escote. No quería mirar, pero tampoco sabía cómo evitarlo. ¿Dónde estaba su preso loco? Ah, cuánto le echaba de menos. Lo que hubiera dado por estar ahora con él en prisión.
            - Ay, Virgencita, si tenéis aquí unos arañazos de échate a correr- anunció con horror.
- Me atacó un oso-señaló tratando de insuflarse algo de hombría, pues, como todos sabemos, sobrevivir al ataque de un oso solo es patrimonio exclusivo de los muy  machos.
- Afortunadamente, pudisteis escapar- le dijo sonriendo-. ¿Pero es que tembláis?, si no hace frío- se fijó entonces la moza en la mirada de cordero degollado del huésped y sonrió comprendiendo al fin la situación-. No sois el primero hombre al que baño, ¿sabéis?, pero algo me dice que es la primera vez que os baña una mujer- apuntilló endulzando la voz.

Qué vergüenza más espantosa. La constatación irrefutable de su virginidad descubierta simplemente con una mirada.
            - Mi madre me bañaba- reivindicó el maestro sin muchas esperanzas de tener éxito.
            Rocío sonrió y Juan Barreto creyó ver a la diosa de la dulzura representada en su rostro moreno. ¿Cuántas diosas acumulaba ya esa mujer?
            - Eso no cuenta- protestó con una mueca.

            Juan Barreto quiso responderle que sí contaba, pero estaba tan concentrado en evitar tener una erección mientras ella le bajaba los pantalones que no pudo.
            -¿Y qué calzones son estos? ¿También están de moda en Madrid?
            - Sí- dijo tenso y con voz débil.
            - Ala, meteos ya en el balde.


            Juan Barreto obedeció con presteza, pues sumergirse en el agua le proporcionaba el alivio de tener sus genitales a cubierto. En cuanto las manos de la joven empezaron a frotarle cerró los ojos para olvidarse del mundo. Nunca antes las manos de una mujer le habían tocado, exceptuando a su madre; concedido. No quiso abrir los ojos, ¿para qué? Ya veía a la joven sin necesidad de mirarla. Sonreía el maestro sumergido como estaba en aquella sensación propia del jardín de las Hespérides. Cuántos bellos recuerdos podemos evocar en cuanto se nos posan las caricias. Quiso llorar, recordemos que era un alma muy sensible, pero en vez de eso, se quedó dormido. No se lo reprochemos.




15

Sabino, por Carlos Fortes
            Después de haber comido hasta pecar de gula, Juan Barreto se dejó caer pesadamente, lo cual significa sin preocupaciones, en la mullida cama. Ah, qué distinto se ve todo con el estómago lleno; hasta el color es distinto, más intenso, vivo. Las desgracias mudan a leves contratiempos. Nunca antes se había acostado en una cama de plumón. Descartó la nupcialidad de la habitación para adjudicarle, sin temor a errar, el título de estancia de don Diego. No había empezado más que a pensar en el pirata cuando llamaron a la puerta.

            - Juan Barreto, soy Sabino.
            El maestro se incorporó asustado.
            - ¿Quién?
            - Sabino, el tabernero, os dije que vendría a la noche.
            El huésped se levantó como un resorte y se puso los pantalones que había al pie de la cama.
            - Sí, sí, pasad.


            Sabino hubo de entrar de lado pues las puertas no se habían calculado para orangutanes. Cerró la puerta con la delicadeza que podía esperarse de sus manos y sonrió nervioso. ¿De verdad era la misma persona? ¿Dónde estaba el tótem fosilizado? Si hasta parecía tímido.

            - Os dije que vendría a la noche pero me he adelantado un poco- se disculpó moviendo las manos como dos columpios - ¿Habéis comido bien?- su tono solícito confundía al maestro.
            - Sí, muy bien- contestó cohibido por la inmensidad del tabernero.
            -Pues esperad a que durmáis en esa cama. Creeréis que estáis en el cielo- acto seguido bajó el tono y se llevó una mano a la boca para cerciorarse de que sus palabras fueran en la dirección correcta - ¿Se ha portado bien la Rocío?
            -¿Quién?
            - La joven que os ha bañado, ¿se ha portado bien?, ya me entendéis- y sonrió buscando la complicidad de su huésped.
            - Me ha... me ha bañado muy bien-le contestó ruborizándose hasta el dolor-,  gracias.
            - Lo celebro, lo celebro, esa morena vale su peso en oro. Voy a sentarme, si no os importa.
            - Por favor, estáis en vuestra casa.
            La silla crujió al recibir el peso de Sabino, quien contempló las sobras del plato del maestro por si podía rebañar algo.
            - He de hablar con vos de asunto serio, pero sentaos conmigo- y le señaló la otra silla.
            - Vos diréis- dijo temiendo que Rocío hubiera contado algo sobre su comportamiento tras el baño. No soportaría un ridículo como ese, viéndose entonces en la obligación de convertirse en hormiga y esconderse en el agujero más recóndito de la habitación.
            - Pues veréis, resulta que don Diego me ha pedido que os encargara un pequeño favor.
            - ¿Ah, sí?, ¿y qué puede ser?- preguntó con cierto alivio, pues quedaba descartado que el tema versara sobre su empleada.
            - Don Diego os ruega que le llevéis algo a Madrid.
            - ¿A Madrid?- se apresuró a decir- ¿Yo?- la idea le aterró-. Pero si no sé ni qué camino coger.
- No os preocupéis por eso ahora.
            - ¿Y qué es lo que debo llevar?, ¿es muy pesado?
            Sabino se llevo la mano al cuello pensativo.
            - Bueno, tampoco os debéis preocupar de eso ahora, pero os aseguro que don Diego siempre recompensa a quien le ayuda- recalcó con entusiasmo y mostrando la misma sonrisa que usara al preguntarle por Rocío.
            - Mi buen Sabino, si desconozco lo que debo llevar, no sé si seré capaz de cumplir el encargo.
            - Oh, sí, ya veréis que sí- siguió él animado.
            Juan Barreto suspiró rendido ante el mutismo de su huésped.
            -¿Y a quién debo entregar ese encargo?- preguntó con una mezcla de preocupación y molestia.
            - A un viejo llamado Crispín. Por lo visto regenta un teatro. Mañana os daré la dirección. Es a él a quien debéis hacer la entrega. Pero tenéis que empeñar vuestra vida en proteger la mercancía para que llegue a su destino, ¿entendéis?

            Juan Barreto quería negarse, pero no se atrevió pues la novedad que le había planteado Sabino le había despertado una curiosidad tal que podríamos considerarla en él como la prima lejana del espíritu aventurero. Ya era algo. Hasta el propio maestro se estremeció al sentirse así.

            - ¿Y sabéis, por casualidad, qué ha sido de don Diego?
            Sabino se inclinó hacia delante mientras sus facciones se preparaban para acompañar el secreto que estaba a punto de pronunciar.
            - Ha ido en busca de sus puñales. Ya sabéis que ese almirante se los robó. Es muy importante para él recuperarlos; tienen un valor…sentimental, no sé si me entendéis- ahí estaba de nuevo esa sonrisa.
            El maestro no le entendía, pero prefirió no hacérselo saber. A cambio, suspiró con falsa resignación, pues en realidad el encargo le resultaba de lo más sugerente.
            - Está bien, si don Diego me lo ha pedido, lo haré. ¿Cuándo me voy?
            - Cuanto antes, señor, cuanto antes, el envío es urgente, según me dijo don Diego. Mañana mismo.
            - Pues mañana será- sentenció-¿Podré llevar estas ropas?
            - Pues claro, don Diego las encargó para vos y veo que acertó con la talla. Queda pues: mañana temprano partís para la capital del reino- y dio una palmada en la mesa con júbilo para rubricar el acuerdo.


            Ni que decir tiene que el joven maestro apenas pudo dormir. Con la mirada perdida en el techo de la habitación, daba rienda suelta a su desbocada fantasía. Por supuesto, la intriga mayor era por el paquete que debía llevar. Conociendo al pirata, se trataría de algo robado, o quizás de algún documento comprometido, un mapa del tesoro o algo similar. Su sonrisa de niño en víspera de Reyes desertó de su rostro: don Diego nunca le confiaría un secreto de tal magnitud.


Volvía una y otra vez sobre el mismo argumento sin concretar ninguno. De lo que sí estaba seguro era del entusiasmo que se le había instalado en el cuerpo. Era como  si sintiera físicamente la propia existencia, como si percibiera, al fin, que era un ser vivo, que se movía, que tenía un estímulo en esta vida, aunque fuera en un siglo distinto. Lamentó no haber experimentado tal conmoción en su siglo, pero ¿qué podía hacer él si las circunstancias le habían obligado siempre a andar cabizbajo?


            No obstante, su semblante se enturbió al recordar el siglo en el que había aparecido. Su siglo preferido como maestro y, sin embargo, se sentía plenamente perdido en él. Buscó la serenidad suficiente como para ordenar los hechos históricos y los reyes borbones que los habían protagonizado, deseando conocer de una vez por todas el año en el que había caído. Debía enterarse de la fecha sin levantar sospechas, pues ¿qué podría pensarse de alguien que no supiese el año en el que vive? Cruzó los dedos para que al menos fuera durante el reinado de Carlos III, periodo de reformas y mejoras en el país  que abarcaron todos los ámbitos, como muy bien conocía, desde la enseñanza a la seguridad en los caminos.


Tuvo entonces un pálpito amargo pues con la seguridad de los caminos recordó al loco de la prisión. Había mencionado a una tal vieja noctámbula que resucitaba a los muertos. Esto, no cabía duda, era absurdo, pero quizás esa vieja fuera el líder de algún clan sanguinario que asaltaba a los viajeros. Quizás sus torturas fueran tales que el pueblo, con su arraigada costumbre de exagerarlo todo, habría concluido con que la vieja resucitaba a los muertos; o quizás el loco de la prisión fuera un superviviente de esos tormentos, aplicándole con saña el más repugnante de todos y por ello repitiera hasta la saciedad que era el preferido de la vieja. Un estremecimiento recorrió el cuerpo del maestro que, con un acto reflejo,  se cubrió con las sábanas hasta el cuello pensando que así estaría más seguro de sus propios pensamientos.


Sierra Morena había oído decir al pirata que era su presunta morada. El estremecimiento dio paso al escalofrío: era preciso atravesar Sierra Morena para llegar a Castilla, de eso estaba seguro. Despeñaperros aparecía en los libros de historia y no precisamente para hablar de hadas madrinas. ¿Cómo iba a poder defenderse si no se había peleado con nadie en toda su vida, si la espada más larga que había empuñado era su pluma de maestro? ¿Es que no había pensado en ese detalle don Diego?


            La mente de Juan Barreto funcionaba con la precisión de una montaña rusa, pues tan pronto se animaba como se espantaba. Correspondía ahora recular al horror ante una nueva reflexión. Era lógica pura: si el pirata le había pedido ese encargo era porque lo veía capacitado para realizarlo, por muchas veces que lo acusara de mujercita, lo cual no podía significar otra cosa que un camino sin peligros. Sonrió por el feliz hallazgo. Pudo entonces desviar su atención hacia el destinatario del paquete. ¿Qué relación podría haber entre un pirata y un director de teatro?, y además en Madrid. Qué misterio delicioso, pensó arqueando sugestivamente las cejas. Madrid. Le vino la ciudad como un destello. Siempre había albergado un recuerdo feliz de sus años de estudiante. Algo podría reconocer de ella al llegar, aunque se asustó ante la posibilidad de perderse y caer en un barrio poco aconsejable. De nuevo la montaña rusa precipitándose al vacío.


            Se preguntó entonces si no sería un cobarde y no supo contestarse, aunque le otorgó a la respuesta afirmativa un noventa por ciento de posibilidades; para ser completamente sincero, un noventa y nueve por ciento. Cansado de tanto acenso y caída emocional, cerró los ojos con fuerza para obligarse a dormir, pero Rocío se lo impidió. No es que la andaluza hubiera entrado furtivamente hasta su cuarto y se hubiera metido en la cama sin pedir permiso; simplemente apareció en su cabeza, en el primer vagón de la montaña rusa, sonriendo con sus pechos desbordados y una pastilla de jabón en la mano. De forma impulsiva, el maestro estiró horrorizado la sábana hasta taparse la cabeza entera.
           
16

La mañana llegó y con ella la partida a Madrid del joven maestro. Nacemos con el amanecer y morimos con la caída del sol; en eso consiste nuestra empatía con la naturaleza. Juan Barreto despertó con el ánimo que nos regala el alba. Atesoraba el maestro una pizca de vanidad que solo gastaba en ocasiones especiales. Hasta el más humilde de los santos debió de sentir algo de vanidad al verse señalado como tal, se excusó el maestro mientras se contemplaba al espejo con su nueva indumentaria. Alternaba ambos perfiles convenciéndose de que podía pasar perfectamente por un caballero de la época. Una rica tonalidad de azules componía el conjunto, con la única excepción de los calzoncillos y de la camisa, que eran blancas. El pantalón le generó unas dudas espantosas pues solo le llegaba a las rodillas, preguntándose si no se habría errado el pirata con la talla o si sería una más de sus burlas. No fue hasta que se colocó las medias cuando comprendió que estas eran inseparables de los calzones, uniéndose ambas prendas en las rodillas. Supuso que la camisola iría sobre la camisa, riendo ante la chorrera que la decoraba. Dedicó un tiempo cercano al escándalo en descubrir si a los botones superiores de la chaqueta les correspondería ir abrochados o, por el contrario, abiertos. La incomodidad de hacer lo primero le llevó a decantarse por lo segundo. Con la casaca el rostro le cambió. Nunca había sido amigo de mirarse al espejo, pero con aquella prenda se sintió por primera vez orgulloso de su imagen. Los zapatos cerrados y de piel oscura le resultaron un tanto ridículos, pero debía de reconocer que eran cómodos con tacón y todo. Eso sí, se negó con brío a ponerse la ridícula peluca. El sombrero tricornio le gustó, realzaba su cabeza, especialmente cuando sonreía, o al menos eso creía él.


            - Ah, bajáis por fin- dijo Sabino a modo de saludo cuando le vio aparecer en la taberna.
            - Lamento el retraso, pero es que me resultan un tanto incómodas estas ropas.
            - ¿Muy humildes para vos, tal vez?- preguntó con inquietud.
            - No, todo lo contrario. No sé que pretende don Diego vistiéndome así.
            -¿Pues acaso no sois un caballero?- y su voz mostró tanta alarma como extrañeza.
            - No, claro que no. Soy un maestro de escuela.
            Sabino se frotó la barbilla.
            - Pues ahora que lo decís, sí que me resultan extrañas esas ropas, pero no es que os encajen mal, es como si fuerais vos quien no encaja en ellas. Es muy raro, ¿no creéis?
            Juan Barreto no quiso darle la razón en algo tan obvio para él, de modo que cambió de tema con mucha educación.
            -¿Estoy a tiempo de desayunar?
            - Imposible. La collera espera fuera.
            -¿La qué?
            - La collera, el transporte. En vista de lo que tardabais la he hecho venir. Os he preparado unas viandas. Comeréis durante el viaje. Tiempo tendréis, es un camino largo- y sonrió-. Esperad, voy a por el encargo de don Diego.


            Juan Barreto se tensó al oírlo. Por fin saldría de tanta incertidumbre. Trató de no aparentar nerviosismo y buscó una pose de indiferencia apoyándose en la barra. Tras varios intentos, optó por quedar con el brazo derecho apoyado en la barra y el izquierdo en jarra con su cintura, mas no terminó de quedar satisfecho. Sabía que faltaba algún detalle a su pose para ser perfecta. Justo en el último momento, cuando ya oía los pasos del tabernero, añadió cruzar el pie derecho para apoyar su punta en el suelo; postura, esta, en efecto, característica de quien quiere aparentar justo lo contrario de lo que siente.  No tardó Sabino en aparecer con el encargo. Juan Barreto quedó solidificado al verlo.

            - Os acordáis de la Rocío, ¿verdad?- y enseñó la sonrisa que acompañaba siempre a esa pregunta-. Ya lo creo que sí.

            Sabino la había traído tirándole del brazo. Rocío respiraba algo agitada, resto probablemente de algún enojo anterior. Su rostro serio dejaba muy claro que debían mantenerse las distancias con ella. Había desterrado sus ropas de moza del mesón para aparecer con un ajustado vestido color pastel, de casaca en “V” y una falda con armazón de caña que le realzaba, aún más si cabe, su figura. Los pechos suplicaban por un poco más de espacio y el pelo le caía rebelde sobre los ojos.  Llevaba un pequeño saco de piel a modo de equipaje.

            -¿Esto es el encargo?- preguntó nervioso Juan Barreto.
            La joven abrió los ojos escandalizada.
            - Esto se llama Rocío- reivindicó con fuerte acento andaluz apartando la vista para reforzar su enfado, a lo que añadió un soplo severo sobre su flequillo.
            -Por supuesto, os ruego me disculpéis, no quise ofenderos- balbuceó avergonzado de su torpeza.
            - Bueno, bueno, bueno- interrumpió Sabino con tosquedad y tirando del brazo de Rocío-, afuera todos, que nos coge el toro.

            Juan Barreto no pudo evitar la embestida del tabernero, saliendo irremediablemente a la calle, donde un pequeño coche tirado por cuatro mulas les esperaba. Detrás del carro había un adolescente moreno y flaco que daba pequeños saltitos, como si estuviera esperando la orden para echarse a correr. Como conductores, dos hombres de vestiduras rancias y semblantes agrios  aguardaban pegándose como si fueran niños. Pararon su divertimento al ver a los pasajeros.

            - ¿Tengo que entregar a Rocío al director del teatro?- le preguntó a Sabino aprovechando que Rocío pasaba revista al coche.
            El orangután inclinó su enorme envergadura hasta alcanzar el oído del maestro.
            - Sí, eso dejó ordenado. Pero no os relajéis, que no es encargo cómodo.
            - ¿Ah, no?- preguntó  con su facilidad para impresionarse.
            - No, Rocío no es quien aparenta ser. Don Diego dejó bien claro que no había que quitarle el ojo de encima.
            - ¿Y quién  es entonces?
            - Ah, no lo sé. Eso nunca lo ha dicho don Diego. Lo que sí os puedo asegurar es que ya quisiera veinte como ellas trabajando en la gata golosa; me haría rico hasta hartarme. No negaréis que no es buena.
Ahí estaba esa sonrisa que ya había empezado a odiar el maestro.
           - Cochero- gritó Sabino. Los dos hombres se giraron para mostrar sin reparo toda su fealdad-. Ve con cuidado. Si les pasara algo a estos señores yo mismo me encargaré de cortarte el gaznate y dar tu sangre para que la beban los cerdos.

            Los cocheros sonrieron gustosos para mostrar los escasos y ennegrecidos dientes que aún conservaban. Juan Barreto miró con cierto temor a Sabino.

            - No os preocupéis- le tranquilizó el tabernero-, son feos como el demonio pero buena gente. Doy fe. De todos modos, tened esta daga. Guardadla donde no sea visible- y usó su cuerpo como muro para ocultar el traspaso-. ¿Protegeréis con vuestra vida a Rocío?- le preguntó como se pregunta a los valientes en su hora final. No había terminado de balbucear el maestro un retraído sí cuando Sabino estalló con una efusiva exclamación, no fuera que el maestro se echara atrás-. ¡Ah!, ya sabía yo que podíamos contar con vos. Tened- y le ofreció una pequeña bolsa de cuero-. Os he cambiado el diamante por reales. Por supuesto, he descontado mi parte por los gastos de vuestra estancia y ropas, y os guardo en mi humilde taberna el resto a la espera de vuestro regreso triunfal- y sonrió mostrando sin complejos su maltratada dentadura. En aquel instante un grito de esos que anuncian catástrofe por un pequeño contratiempo interrumpió la conversación.
            - Ay, virgencita, aquí dentro hay alguien- protestó Rocío al asomarse al coche- .No pienso subir. Sabino, me dijiste que iríamos solos- le recordó con el tono de un sargento mayor ante su recluta más insignificante.

            Sabino, asustado,  asomó su redonda y enorme cabeza por la puerta. A su derecha, sentado justo en el centro del asiento, un hombre de mediana edad, aspecto honorable y nariz puntiaguda miraba circunspecto al frente ignorando por completo, o aparentando ignorar, la testa intrusa. Sobre sus muslos reposaba una bonita cartera de cuero.

            - Rodolfo de Sotomayor, escribano del rey- anunció sin dignarse a mirarle-. ¿Y vos sois?
            Sabino no contestó. Se limitó a sacar la cabeza del coche.
            - Es inofensivo- sentenció a punto de reírse-, no haría daño ni a una mosca-. Así que endulza tu genio y sube al coche, jovencita- Rocío sopló su flequillo y obedeció con la cabeza bien alta. El tabernero aprovechó el momento para volver a bajar la voz y hablar con Juan Barreto-. ¿Habéis guardado la daga como os dije?- el maestro asintió-. Bien. Don Diego no se equivocó al hablarme de vos. Sois un valiente- y le estrechó conmovido la mano.
            Juan Barreto y Rocío se acomodaron frente al escribano, quien de inmediato clavó sus ojos en el escote de la joven.
            -¿Y ese de ahí detrás?- preguntó seca Rocío refiriéndose al adolescente que daba saltitos tras el carro.
            - Es mi criado- contestó el escribano con una voz tan aguda como su nariz.
            - ¿Y no le hace subir?
            - ¡A mi criado!- exclamó ofendido aunque sin levantar la voz-, ¿adónde vamos a parar?
            - ¿Y entonces qué va a hacer?, ¿seguirnos corriendo?
            - En efecto, señora. Pero presentémonos. Rodolfo de Sotomayor, escribano mayor del reino, para serviros- e hizo un gesto con la mano que podría pasar como una reverencia.
            Juan Barreto había quedado algo aturdido por el aspecto refinado del pasajero. De hecho, un extraño complejo de inferioridad le había asaltado ante su presencia.
            - Juan Barreto, maestro mayor del reino- dijo tratando de quedar a la par.
            -Y yo soy la Rocío, puta mayor del reino- gritó con autoridad y hastío la lozana andaluza- ¿Podemos irnos de una santísima vez?



17

Viajar con extraños es una experiencia que rara vez olvidamos. Puede resultar una caja de sorpresas o, por el contrario, de Pandora. La última es común que se dé cuando, por razones por completo aleatorias, escasea la asertividad entre los viajeros. Digamos que, desde la primera toma de contacto, desde el primer metro avanzado, la conectividad está condenada al fracaso. En tales casos, conversaciones tan iniciáticas como la del tiempo atmosférico sirven lo mismo que un palo a un herrero. Este era el caso de la collera donde emprendía su aventura Juan Barreto. Él contribuía con su timidez, el escribano con su aire prepotente y Rocío con su intolerancia a la petulancia. Como consecuencia de todo ello, el silencio se impuso desde que salieron de Cádiz, contribuyendo a que las leguas se sucedieran pesadamente.


El paisaje, inquietante al principio para Juan Barreto,  por la novedad, empezó a resultarle anodino a medida que los olivares colmaron el horizonte. No solo para matar el hambre sino también algunos minutos, decidió comer de las viandas que portaba, básicamente pan y chorizo. Así, además, podía justificar su mutismo, pues de todos es sabido que con la boca llena no se habla. Mientras, Rodolfo de Sotomayor miraba los pechos desbordados de la andaluza, aunque, eso sí, de soslayo, que es como se ha de mirar siempre un escote. En el exterior, su criado seguía a buen trote a la collera. El calor empezaba a apretar.

            -¿Es que ese de ahí fuera nos va a seguir todo el rato?- preguntó Rocío a modo de protesta solidaria.
            - No os preocupéis, bella dama, os aseguro que mi criado está más que habituado. Viajo con frecuencia a Madrid.
            -¿Pero es que no es usted cristiano?- continuó la joven con la ofensa a flor de piel.
            - No es una cuestión de religión, sino de posiciones- contestó con indiferencia- En efecto, en este mundo, cada uno de nosotros debe estar en su sitio; su sitio está ahí fuera, el mío aquí dentro.
            - ¿Y mis ojos, sabe dónde están?- el escribano la miró algo turbado- Aquí arriba- contestó ella señalando sus dos hermosos ojos azabaches-, no aquí abajo; aquí están mis pechos- protestó-,  viejo verde- y apartó la vista para fijarla en la ventanilla.
            - Os ruego que me disculpéis- dijo llevándose a la boca el pañuelo blanco con el que se abanicaba con amaneramiento-, pero soy de la opinión de que la belleza no se debe dejar de admirar bajo ninguna circunstancia.
            Rocío viró su rostro hacia Juan Barreto. La sensualidad habíase mudado en ira contenida, pero su belleza continuaba intacta.
            - Ay, virgencita, dios me libre- le dijo en voz baja-, pero yo a este lo mato antes de llegar a Madrid- y sopló hacia arriba para quitarse el pelo de los ojos-. Con ese cuchillo que os ha dado el Sabino y que habéis escondido en vuestra casaca, que lo he visto.
            Juan Barreto quedó atrapado en las pupilas furiosas de la joven.
            - ¿Qué?-preguntó ésta impaciente.
            El maestro apartó el rostro haciendo aún más patente su cohibimiento.
            - Nada.
            - No, decid, vamos, estabais pensando en algo.

            El maestro la miró como quien mira al león en la sabana: expectante, inmóvil, aterrorizado por el ataque feroz que el felino acabará perpetrando.

            - Pensaba en vuestro destino.
            - Nadie conoce nuestro destino, solo el altísimo.
            La voz no había salido de la andaluza sino de Rodolfo de Sotomayor, ansioso por entrar en la conversación.
            - Vos a callar, que nadie os ha dado vela en este entierro- le ladró Rocío. De inmediato, suspiró haciendo acto de contrición, y miró al maestro para contestarle.
            - ¿Con mi destino os referís a Madrid, al teatro?
            - Sí.
            La ilusión anidó en el rostro de Rocío confiriéndole una naturalidad que aún no había tenido ocasión de mostrar, como si mencionar el teatro le hubiera vuelto más humana.
            - Don Diego me ha apalabrado una prueba en el teatro de Crispín. Dice que yo valgo mucho.
            - De eso no me cabe duda- intervino el escribano siempre adulador.
            Rocío no medió palabra. Directamente buscó hurgar en la casaca del maestro para arrebatarle con habilidad el cuchillo.
            - Yo a este desgraciado le rebano el cuello aquí mismo- dijo mientras trataba de acuchillarle, y de no ser por el esfuerzo que Juan Barreto hizo para impedírselo, el reino hubiera tenido que lamentar la pérdida de uno de sus más destacados funcionarios.        Una vez calmada la furia, el escribano despegó su cabeza del respaldar del coche y sonrió con aires de prepotencia, pues solo los cobardes sonríen así cuando pasa el peligro.
            - Mi bella dama, soy un hombre del rey; si me tocáis, estáis perdida.
            - Pues entonces callaros de una vez, por dios- le pidió el maestro sorprendido él mismo con el mando que había conseguido dotar a su voz-.Tengamos el viaje en paz.
            - Estoy de acuerdo- dijo el escribano con naturalidad-. Bella dama, os ruego humildemente que me disculpéis.
            Rocío cruzó los brazos y miró a un lado como lo hacen los niños al enfadarse.
            - ¿Me darás el cuchillo ahora?- le preguntó Juan Barreto.
            - No- rugió ella, para inmediatamente bajar el tono-, todavía no; cuando se me pase la rabia que llevo dentro- y se sopló el flequillo.

            Se hizo el silencio el tiempo suficiente para la reflexión. Juan Barreto estaba en extremo intrigado con la joven gaditana. ¿Qué escondía bajo esa fuerte personalidad? ¿Quién era realmente?  Basta que alguien deje en el aire un enigma sobre una persona para que este evolucione a misterio y se esconda dentro de un laberinto. ¿Qué podía haber visto en ella, además de su belleza, don Diego para protegerla? ¿La historia del teatro no sería más que una tapadera para ocultar una misión de signo bien distinto? La imaginación del maestro se disparó colocando a la joven como espía mortífera de algún noble involucrado con el pirata en una conspiración propia de las altas esferas. Arrugó el rostro como si hubiera chupado un limón reprochándose su fantasía desbocada. Miró de soslayo a Rocío, pero al rostro no al escote, para reconocer que, a pesar de su furor espontáneo, no era más de lo que aparentaba: una jovenzuela salida del arroyo y hecha a sí misma. La supervivencia había sido su único objetivo en la vida, habiéndole ayudado, y mucho, la sensual belleza de su rostro y el modelado de su figura. Se alegraba ahora Juan Barreto de no haberle permitido seducirle durante el baño, por mucho que ella se hubiera ofendido y hubiera salido de la habitación con un portazo reivindicativo de sus más que famosos encantos.


La posta se hizo de rogar y el paisaje tornó en una llanura interminable salpicada de olivos que llameaban bajo el sol. El criado sudaba a mares, pero, al menos en apariencia,  todavía era capaz de seguir el ritmo del coche. De vez en cuando, pequeñas agrupaciones de encinas aparecían para distraerles de la monotonía. Fue allí donde empezaron a ver un gran número de familias a ambos lados del camino.  Quedó impactado Juan Barreto no tanto por la podredumbre que les acompañaba, sino porque ninguno de ellos les pidiera nada, ni siquiera asomando la palma de las manos. Únicamente miraron expectantes el paso del carruaje, como si de él esperaran salir un milagro. Entre los pasajeros de la collera se hizo el más absoluto silencio hasta que uno de ellos lo rompió.

            - Muertos de hambre- dijo con desprecio aristocrático el escribano al tiempo que alzaba la cabeza como si quisiera liberar a su nuez de la opresión de la camisa.
            Rocío y Juan Barreto le miraron con incredulidad.
            - ¿Me das de nuevo el cuchillo, por favor?- le pidió Rocío al maestro.
            El escribano sonrió captando el mensaje.
            - Vamos, no me digan que no han pensado lo mismo.
            - Pues no- contestó Rocío airada y adelantándose a su compañero.
            - Pues os ruego que me perdonéis pero no os creo. El país está lleno de vagos como estos, es como una epidemia, contagiosa. Yo mismo he tenido que escriturar pueblos enteros de vagos, que no hacen nada por medrar y mendigan a la espera de que la divina providencia les convierta en nobles.
            - ¿De verdad pensáis así?- intervino por fin el maestro. Para él, esa imagen había equivalido a la de muchos jornaleros de su pueblo en los meses en los que ni se sembraba ni se cosechaba, sin nada, solo con los ojos grandes, expectantes ante algún milagro que tuviera a bien obrar el cacique. Para que los hijos de los jornaleros pudieran asistir a la escuela el maestro les ofrecía el desayuno, llegando por este motivo Juan Barreto a fin de mes sin apenas una peseta en el bolsillo. Oír el discurso inmisericorde del escribano le había repugnado hasta el vómito.
            - No es un pensamiento, es una realidad. Me extraña que usted, como maestro, no lo sepa. En este país el que no trabaja es porque no quiere.
            - Pero si las tierras no son de ellos- argumentó manteniendo la calma pero desafiante con la mirada.
            - ¿Así que vos sois también de esa corriente…cómo se hacen llamar? Fisiócratas- y sonrió condescendiente-. Alguno de ellos ha logrado entrar en el gobierno. Está claro que nuestro rey está muy mal asesorado. Qué cerca estuvimos de echarlo cuando lo del italiano. Perdimos nuestra oportunidad y, claro, luego se cebó con los jesuitas, como si hubieran tenido la culpa de algo. Fue a por sus tierras y sus inmuebles, movido sin duda por los fisiócratas. ¿Y sabéis lo que quiere hacer con las tierras? Dárselas a esos vagos que acabamos de ver. Así hizo con las tierras de la corona, y así les va.
            -¿Entonces por qué trabajáis para él?- preguntó Rocío más asqueada que ofendida.
            - Mi bella dama, yo soy un funcionario, como aquí vuestro…lo que sea, que es maestro. Yo no trabajo para el rey, yo trabajo para el Estado, que es diferente, es inmortal; al Estado soy fiel y siempre lo seré- de pronto enseñó la sonrisa que provocan las buenas noticias-. Ah, paramos, loado sea el señor, hemos llegado a la posta. Estoy hambriento.
            El criado se detuvo al tiempo que lo hizo el carruaje. Continuó moviendo los pies un instante, como si quisiera continuar corriendo sobre ese punto y luego se desmayó.
            - Lorencito- le llamó el escribano mientras entraba en la posta-, estás perdiendo la forma. Antes resistías mucho más- se colocó la cartera bajo el brazo y entró.
            - Traed agua- le dijo Rocío a Juan Barreto-, yo le cuidaré. Vos entrad a comer, si queréis, yo no tengo hambre. Imposible tenerla viajando con semejante imbécil- dijo señalando con la barbilla a la puerta de la posta.


 18

            Juan Barreto tampoco tenía mucho apetito, pero aún así comió, aunque procuró hacerlo lejos del escribano. Su compañero de viaje le resultaba repugnante y, sin embargo, debía agradecerle dos hechos incontestables. Uno, que sus ropas eran muy similares a las suyas, pudiendo comprobar que se había vestido correctamente; y dos, que al fin tenía un dato preciso sobre el reinado en el que se hallaba pues había mencionado la revuelta del italiano, refiriéndose, sin duda, al motín que sufriera el monarca Carlos III a causa de las reformas de su ministro, Esquilache. Saberlo le reconfortó por los motivos expuestos más arriba.


            Habiendo llegado a mediodía, encontraron la posta alegremente concurrida. Pudo, no obstante, el maestro hallar un pequeño rincón junto a la ventana para almorzar. La visión del notario salivando ante las chuletas de cordero que había encargado, le hizo apartar la vista. Cayeron sus ojos en el exterior de la posta extrañándose al ver a los dos cocheros discutir vivamente. Algo tenían sus semblantes que le generaban una profunda  desconfianza. Hubiera dado su mano derecha por poder escucharlos. No había terminado de formular tal deseo, cuando sonrió ante su propia torpeza; solo tenía que abrir la ventana lo suficiente para que sus voces entraran mansamente. Miró a todos lados y abrió con sumo cuidado deseando que el pomo no chirriara.

            - Te digo que esta noche no- dijo el más feo, aunque concretar quién poseía el mayor grado de fealdad fuese casi imposible.
            - Y yo te digo que sí- y escupió. De alguna manera, el más bajo, mejor calificarlos por altura,  siempre escupía cada vez que terminaba de hablar.
            - Pero no hemos avisado.
            - Avisar, ¿para qué?, ¿pero es que no has visto a esa hembra?
            - Sí, es hermosa.
            - ¿Hermosa?, la vieja se volverá loca de alegría cuando se la llevemos- y escupió.
            - ¿Y los otros tres?
            - ¿Es que no te has fijado? No valen ni para levantar una mesa. Es más peligrosa la hembra que los tres juntos. Además, para eso están los nietos de la vieja. Hazme caso, la vieja nos dijo que estuviéramos atentos a la mercancía que viniera por este camino; ese enclenque coincide bastante con los rasgos que nos dio; lo llevamos ante ella y si es, pues bien hallado y si no es, pues seguro que nos alcanzan unos buenos dineros igualmente, que siempre anda necesitada de desgraciados para alimentar a su marido, ¿o es que no la conoces?


            Juan Barreto quedó aterrado. Los dos cocheros habían estrechado sus manos, luego de que el más bajo hubiera escupido, abandonando así la parte trasera de la casa. La mano del joven maestro había quedado en rigor mortis, incapaz de soltar el pomo de la ventana. Las piernas le temblaban y el corazón se le había acelerado. El más crudo de los terrores le impedía moverse. Sin embargo, era preciso hacerlo, pensar algo y rápido. Los dos hombres no les habían nombrado expresamente pero estaba seguro de que se habían referido a ellos. Les habían vendido y esperarían el momento oportuno para asestar el golpe en lo que prometía ser una larga noche tenebrosa.


            El miedo es legítimo, sin duda, pero no debemos apelar demasiado a ese derecho, pues acabaría por justificar nuestra perdición. El miedo nos pierde, es el principal recurso del que se vale el enemigo. Nos embota, nos nubla, paraliza nuestro raciocinio haciéndonos perder un tiempo precioso y, sin embargo, es legítimo. Desde luego, Juan Barreto no albergaba duda alguna sobre su legitimidad. Su cabeza había quedado en blanco. Deseó en aquel momento haber sido otra clase de persona. Alguien más resolutivo y decidido frente a las adversidades, pero siempre había sido un hombre pacífico, apéndice de un montón de libros que le habían enseñado una gran variedad de utilidades menos las dos más importantes, sobrevivir y defenderse. Recordó entonces su gesto heroico al arrojarse al mar, salvando así la vida del pirata y la suya propia. ¿Por qué no podía volver a tener un acceso de coraje como aquel? Quizás porque ahora se requería también un plan, con su principio, su desarrollo y su desenlace, éste último a ser posible feliz, y previo uso de una fuerza que no tenía.


            Él era un cobarde, el escribano un incapaz y el criado un adolescente exhausto y casi inánime. Con semejante plantel le iba a resultar difícil plantear una alternativa al plan de los cocheros. Miró a su alrededor pero no distinguió nadie en la posta digno de confianza. Quiso reflexionar sobre el concepto relativo de confianza pero, consciente de la estupidez de ese acto en aquel momento, salió de la casa resuelto a revelar a Rocío la traición de los cocheros. Un obstáculo inesperado se lo impidió.

            - ¿Habéis comido ya?

            La pregunta la había hecho el más alto de los cocheros. Los dos compartían la misma mirada siniestra y sonrisa bravucona. Apoyados a ambos lados de la puerta, apagaron de inmediato el conato de espíritu resolutivo que había podido reunir el maestro.
            - Algo- balbuceó.
            - Nosotros entraremos a beber unos vinos- dijo el más bajo, para de inmediato escupir detrás de sí. Ambos hicieron por entrar al mismo tiempo, dejando claro que querían imponerse al maestro; este no tuvo otro remedio que bajar la cabeza y retroceder para que pudieran entrar.
            - Al fin aparecéis- protestó Rocío al ver llegar a Juan Barreto. Continuaba abanicando con su pañuelo al adolescente, mientras este, en su regazo y ya consciente, clavaba su mirada en los pechos de su enfermera-. Este no levanta cabeza- Decir eso y darse cuenta de la mirada del jovenzuelo fue todo uno-. ¡Pero será posible!- y se levantó dejando que la cabeza del criado golpeara el suelo- ¿Qué tiene todo el mundo con mis pechos?

            Juan Barreto dedujo hábilmente la intención retórica de la pregunta y optó por mantener la boca cerrada, aunque no pudo evitar que sus ojos se posaran en el objeto de la protesta.

            -¡Aahh!- gritó ella hastiada-. ¡Vos también!- y se alejó rumbo al coche.
            - Esperad, esperad- dijo él corriendo tras ella.
            - Dejadme en paz. No quiero hablar con ningún hombre en lo que nos queda de viaje- y se metió en el coche.

            Juan Barreto definió la situación como angustiante. No podía permitir que continuaran el trayecto sabiendo la intención de los cocheros, pero al mismo tiempo, era lo suficientemente débil como para intentar ir al coche y contárselo. En aquel instante, el escribano salió de la posta con la expresión propia del saciado impresa en su rostro.

            - Ah, estáis aquí- exclamó alegrándose de ver al maestro- fantástico, podremos reanudar la marcha. Lorencito, vamos, en pie, que nos vamos.
            Juan Barreto caminó tras el escribano.
            - Esperad, Rodolfo, he de deciros algo- comentó en un susurro en cuanto le alcanzó.
            - ¿Y bajáis la voz para decírmelo? Interesante.
            - Veréis, es que…
            - ¿Desean continuar viaje los señores?- preguntó el más alto de los cocheros apareciendo de improviso junto a su inseparable compañero.
            - Por supuesto- señaló el escribano-, no hay tiempo para una demora innecesaria, ¿no creéis vos, Juan Barreto?
            El maestro miraba intimidado a los cocheros, quienes no apartaban sus ojos desafiantes de su figura.
            - No, claro que no, sigamos- dijo con timidez y al pasar junto a los cocheros bajó la vista acobardado.
            - Decidme, ¿qué era eso que queríais contarme?- le preguntó el escribano a punto de subirse a la collera.
            Juan Barreto miró de nuevo a los cocheros y suspiró resignado.
            - Si os había gustado la comida- simuló subiendo tras el escribano.
            - Oh, he comido mejores corderos, pero no vale la pena lamentarse por ello. Es una simple posta. No podemos pedirle peras al olmo, ¿no pensáis lo mismo?
            - Vuestro criado no ha probado bocado- se quejó Rocío echándole fuego por los ojos al verle entrar.
            - Oh-exclamó Rodolfo insensible-, pues tiempo ha tenido.
            El adolescente empezó a calentar dando pequeños saltitos antes de que el cochero alto fustigara a las mulas para partir, y este no lo hizo hasta asegurarse de que su compañero había escupido.
            Lo primero que hizo el maestro al notarse en movimiento fue comprobar que conservaba el cuchillo en el bolsillo interior de su casaca. Suspiró algo aliviado al palparlo.
            - Por dios, Juan Barreto- empezó el escribano- qué cara lleváis. Si no es porque no creo en espectros ni fantasías de esa índole, diría que habéis visto un fantasma.
            - Si hasta estáis sudando- añadió Rocío más a modo de queja que de curiosidad.
            Juan Barreto cogió aire y miró a sus acompañantes.
            - Nos van a traicionar- dijo al fin.
            - ¿Quiénes?- preguntó la andaluza inquieta ante tamaña confesión.
            El maestro le indicó con el índice que no gritara y luego dirigió su dedo al techo.
            - ¿Los cocheros?- bajó la voz el escribano. Juan Barreto asintió-. Entiendo- añadió sin inmutarse.
            - Los he oído mientras estábamos en la posta.
            - Ay, virgencita, ¿y qué hacemos?- preguntó nerviosa Rocío- el cuchillo, dadme el cuchillo, que les saco la sangre ahora mismo.
            Su supuesto protector hubo de forcejear con ella para impedir que le quitara el cuchillo.
            - ¿Estáis seguro de lo que decís?- preguntó el escribano.
            - Sí, bueno, supongo…
            - ¿Lo estáis o no lo estáis?- gritó Rocío.
            - Sí que lo estoy- gritó en un susurro.
            - ¿Les habéis oído hablar de nosotros?- continuó el escribano.
            - Bueno, de nosotros no exactamente, no. Quiero decir que no nos llamaron por nuestros nombres, pero hablaban de una mujer y tres hombres; y de entregarnos a una vieja y a su marido para comernos- en este punto, bajó el tono de su voz, indeciso al ver los rostros incrédulos de sus acompañantes-. Bueno, o quizás hablaran de…
            -¿De..?- prolongó el escribano con una sonrisa expectante- ¿Veis, mi buen maestro?, ahora dudáis. Es probable que el objeto de su discusión fuera algún tipo de ganado, ovejas, por ejemplo. No, despreocupaos y procurad disfrutar del viaje, que aún nos quedan leguas para llegar a Madrid. Los cocheros conocen bien mi posición en la corte; no creo que se arriesguen a tocarme. Ahora, con vuestro permiso, echaré un pequeña cabezadita. Os ruego, mi joven dama, que no hagáis ruido.
            Rocío apretó retadora los ojos pero no tuvo tiempo para la réplica, pues el escribano cerró los ojos y apoyó la cabeza en su respaldo.
            - Menuda cruz es este- refunfuñó la gaditana
            -Os he oído- protestó Rodolfo con tono cansado cruzándose de brazos para acomodar mejor su cuerpo a la siesta.
            - Pues no me oigáis. A dormir, eah.


            El calor de las primeras horas de la tarde no tardó en provocar los efectos acostumbrados en este tipo de marcha. El vaivén del carro contribuía a relajar aún más los sentidos de Juan Barreto, quien luchaba por no quedarse dormido. Único despierto ya en el vehículo, procuraba distraerse con cualquier detalle, incluido el escote de la temperamental andaluza. Desconfiaba aún de los cocheros y de su historia sobre las supuestas ovejas. Hubiera preferido tener la certeza de que cometerían un crimen; así, al menos, podría pensar en  una alternativa, incluso buscarla entre los tres, pero esa incertidumbre, la maldita duda que lanzara al aire el escribano, lo atormentaba. Luchaba contra la pesadez de sus párpados, contra los derrumbes constantes de su cabeza, contra las mil imágenes que se le agolpaban en la cabeza recordándole la masacre de su pueblo natal…Malaventurado aquel que piensa que su vida pende del sueño que debe evitar a toda costa. Dios cruel se muestra entonces Morfeo. Tortura insufrible, lucha descompensada, batalla perdida. La muerte es sueño.
           

19

            El cese de movimiento actúa del mismo modo que la desaparición repentina del ruido, esto es, nos despierta. La parada de las mulas provocó la interrupción irremediable del sueño en los viajeros, ligero en Juan Barreto, profundo en Rocío y el escribano.  La quietud del lugar hizo que los tres compartieran una mirada de intenso recelo. 
            - Es extraño- empezó el notario-, no esperaba otra posta tan pronto. Cochero, ¿dónde estamos?
            El silencio del conductor terminó por confirmarles el mal presentimiento con el que habían despertado, en especial a Juan Barreto.
            - Ay, virgencita- suspiró asustada Rocío-, que yo solo quiero ser actriz.
            - Calma, calma- continuó Rodolfo-, seguro que hay una explicación lógica para todo esto- dijo para a continuación guardar su cartera bajo el asiento.
            Por supuesto que había una explicación, pero por lógica que fuera no tenía que ser de su agrado. En cuanto asomaron con timidez sus cabezas por las ventanas quedó todo aclarado.
            - Conque ovejas- se quejó ya sin remedio Rocío al escribano.
            Cinco hombres, aparte de los cocheros, rodeaban la collera armados con pistolas y trabucos. Sin miedo a enseñar sus rostros marcados por el delito, sonreían ante el precioso botín.  Los dos conductores salivaban ante su recompensa.
            - Primero de todo- dijo el más viejo de los cinco al ver cómo el cochero alto y desdentado le extendía la palma de la mano para cobrar- tiene que verlos mi abuela, y luego ya veremos lo que te pagamos. Además, has dicho que falta el criado, ¿no?
            -Pero aun con todo, la caza ha sido buena- protestó él desconfiando de la explicación.
           - Te repito que eso lo decidirá la vieja. Y vosotros tres, bajad de una vez- les gritó  a los atemorizados viajeros.
            En cuanto los bandidos vieron pisar tierra a Rocío comenzaron a aullarle todo tipo de imprecaciones sexuales. La joven no tardó en apoyarse en el brazo de Juan Barreto, quien no podía dejar de pensar en esa vieja de la que hablaban. ¿Sería la misma que le había advertido el trastornado de la prisión de Cádiz? Cuánto deseaba el maestro que don Diego Quintana y Salazar se presentara salvador con su sable en aquel instante. ¿Quién sino él podía sacarle de aquel apuro en el que le iba la vida? porque muerto se sentía mientras forzados andaban hacia lo incierto. Ni siquiera pudo agarrarse a la esperanza de su cuchillo oculto, perdido sin remedio tras el preceptivo registro por parte de los bandoleros.
            - Mi criado ha escapado y, sin duda, ha ido a buscar ayuda- gritó Rodolfo.
            - ¿Pero cómo va a ir en busca de ayuda si lo tratáis como a un perro?- le espetó en voz baja Rocío.
            - El perro regresa siempre al amo- argumentó él con lógica aplastante-. Os advierto que soy escribano mayor del reino- gritó Rodolfo con marcada dignidad al grupo-, en cuanto su majestad perciba mi ausencia ordenará mi búsqueda y estaréis perdidos.
            - Poco nos interesan vuestros títulos- señaló con indiferencia el líder de la manada-. En cuanto a su majestad, nada podrá hacer por ti cuando perciba tu ausencia - concluyó provocando una carcajada general entre sus compinches.
            - Detesto las bromas privadas- les susurró el escribano a sus compañeros de viaje-, realmente las detesto.
            No estaba Juan Barreto para detestar bromas privadas sino para temer por su vida y por la de la mujer que, se suponía, debía proteger. Caminaban sin remedio por un sendero cubierto de pinos desnudos y torcidos. Todo en aquel paisaje presagiaba lo peor. Ni un simple pájaro animando al bosque con su canto despreocupado, ni una ardilla peleada con una nuez, ni un rayo de sol que penetrara entre las ramas enroscadas por el viento. El final del camino cambió el panorama, pero para empeorarlo. A pesar de los empujones y de los insultos, no pudieron evitar detenerse ante las imponentes ruinas que con cierta pincelada romántico-germana se mostraba a quien se tropezara con ellas. Su aspecto no incitaba precisamente a una visita de cortesía, ni siquiera bajo el amparo protector del sol. Lo que debió ser un castillo espléndido, azote de sus enemigos, no era ahora más que un paraje desolado por los escombros. En aquel punto les separaron a golpes, siendo evidente que el destino que aguardaba a Rocío debía ser diferente al de sus compañeros.
            - Cuidado con ella- les advirtió el cabecilla-. No se toca hasta que la vieja le eche el ojo, ¿estamos?
            - Soltadla, malditos, soltadla-, protestó con una energía inusitada Juan Barreto, aunque, ni que decir tiene, sin ningún efecto práctico. Poco podía imaginar el maestro que  entonces empezaba para él la peor pesadilla que un ser humano pudiera imaginar vivir.
            Una vez se adentraron en las ruinas, las paredes se estrecharon hasta convertirse en un angosto y lóbrego pasillo en cuya penumbra los bandoleros se manejaban con soltura. El lamento de una pesada puerta les anunció el siguiente paso. Tanto el maestro como el escribano fueron empujados sin contemplaciones hacia el interior de la celda. Los encadenaron y se marcharon riendo. Juan Barreto no sabía qué era lo que más le aterrorizaba, si aquellas risas siniestras, típicas de quien sabe lo que está por venir y disfruta con ello, o el silencio en el que quedaron sumidos tras el portazo de sus raptores. La celda era húmeda y fría, congestionada además por un olor nauseabundo. Con las manos sobre la cabeza y los grilletes lacerando sus muñecas, los presos aguardaban expectantes cualquier novedad, por pequeña que fuera.
            - ¿Qué harán con nosotros?- balbuceó al fin el maestro.
            - Pedir un rescate, por supuesto- le contestó el escribano con los ánimos y la dignidad aún intacta-, aunque por vos me aventuro a pensar que no conseguirán mucho y tal vez opten por mataros. En cuanto a mí, puedo estar tranquilo. Por supuesto que pasaré ciertas privaciones aquí encerrado, pero todo se resolverá a favor de mis intereses. Además, no olvidéis a mi joven criado. A él no le han capturado. A estas alturas debe de haber llegado ya a la posta.
            En toda situación crítica que vivimos acompañados, siempre hay quien mantiene la entereza por nosotros. Da gusto ver cómo nos anima y contagia sus esperanzas. Desconocemos la pasta de la que está hecho, el caso es que si bien al principio lo admiramos, no pasa demasiado tiempo sin que empecemos a envidiarle y, si la situación se prolonga en exceso, seguro es que acabemos odiándole. En aquella triste pareja, esa persona animosa era Rodolfo de Sotomayor.
Poco le animaron las palabras del escribano al temeroso maestro, de modo que decidió permanecer en silencio, que es como mejor se ordenan las ideas. Poco a poco, sus ojos fueron haciéndose a las penumbras. Una pequeña claraboya en el techo dejaba filtrar un tenue halo de luz que podía orientarle sobre el tamaño de su celda, al menos en la mitad donde se hallaba. Era más grande de lo que podía parecer en un principio. De hecho, ambos prisioneros estaban separados por al menos dos metros de distancia. Allá donde terminaba la acción de la débil luz, el maestro podía intuir que la celda continuaba, pero le era del todo imposible atinar hasta dónde. Por supuesto que movió sus manos con toda la energía que le quedaba, pero las cadenas, plantadas en corto sobre sus cabezas, pocas señales de ceder daban a pesar de los años que atestiguaban aquellas ruinas en cada uno de sus rincones.    En cuanto el último suspiro de las cadenas se desvaneció en el vacío, el maestro quedó paralizado.
            - ¿Habéis oído eso?- le preguntó al impasible escribano.
            - ¿El qué?
            - Un ruido, como un murmullo.
            Rodolfo aguzó el oído pero sin éxito.
            - No, nada oigo, aunque para seros sincero, debo añadir que…
            -Callad, callad, escuchad.
            Era cierto. Estaba allí. Un sonido. Antes no se había manifestado, o ellos no lo habían percibido, pero era real, como un murmullo que se aproximaba. Quizás no estuvieran solos, quizás otro preso agonizara de hambre entre aquellos muros sumergido en la oscuridad. Pronto el murmullo se intensificó. Ya no cabía duda: compartían celda con otra persona.
            - ¿Hola?, ¿hay alguien ahí?- preguntó el escribano, ahora sí, intrigado.
            No hubo respuesta, pero el murmullo empezó a ser acompañado por un raspeo continuo, como si se arrastraran los pies. Al cabo de unos segundos interminables, la figura de un hombre comenzó a distinguirse en la penumbra.
            - Oh, dios mío, ¿os encontráis bien?- le preguntó el maestro.
            Tampoco hubo contestación. El hombre continuó arrastrando los pies hasta llegar al mismo centro de luz que se derramaba desde la claraboya. Su aspecto era del todo repugnante.
            - Vaya, debe de llevar siglos aquí dentro- comentó el escribano.
            El hombre, ya en la vejez, había clavado ahí sus pies. Ansiaba continuar andando pero la cadena que la anillaba el cuello se lo impedía. Alargaba sus brazos mostrando así su angustia por seguir avanzando, pero no hablaba, solo emitía aquel murmullo gutural que salía de lo más profundo de su garganta. Pronto advirtieron que su boca la cubría una enorme mancha de sangre negra y encostrada. No obstante su grima, Juan Barreto sentía cierta familiaridad con aquel despojo humano, como si ya lo hubiera visto antes, lo cual era por completo imposible.
            -¿Cree usted que esté enfermo?- preguntó el maestro a su compañero de celda.
            - Es probable. Lepra, lo más seguro- contestó lo mismo que si se tratase de un resfriado.
            -¡Santo dios!
            - Oh, pero no se altere, la mayoría de los casos de lepra no son contagiosos.
            Juan Barreto se debatía entre alterarse o no cuando la cerradura de la puerta se quejó anunciando su apertura. El bandolero que desde un principio se había mostrado como líder entró decidido antorcha en mano. En cuanto vio al hombre descompuesto le acercó el fuego como quien lo haría ante un león hambriento. El supuesto leproso retrocedió en una especie de lamento aunque con los ojos fijos en la puerta. Al poco entró una mujer. Por su aspecto, tanto el escribano como el maestro dedujeron que se trataba de la vieja que tanto habían nombrado sus captores.
            Juan Barreto intentó disimular su mueca de asco ante la nueva presencia. Encorvada por la edad, aunque ágil de movimientos y sesera, la vieja se presentaba como lo que era, una piltrafa humana, pero una piltrafa con una más que evidente malicia en sus ojos. Al ver al leproso sonrió con ternura y se acercó a él sin turbación alguna.
            - Ya, ya- dijo acariciándole la mejilla podrida-, tienes hambre, lo sé, lo sé. Paciencia, paciencia. ¿No ves lo que te he traído?- y señaló al escribano, quien, por primera vez, empezó a temer seriamente por su vida-, y el otro- continuó para mirar fijamente a Juan Barreto- Sí…-siseó como una serpiente a punto de desencajarse la mandíbula para engullir a su víctima-, es él, sin duda. Su descripción fue muy detallada. Buen trabajo, nieto mío- dijo mirando al bandido-. Paga a los cocheros lo convenido.
            - Esos malditos traidores- se quejó indignado el escribano-. Espera, vieja inmunda, espera a que su majestad se entere de esto.
            La vieja se llevó su raquítico dedo a los labios para indicar silencio mientras sonreía complacida. Su rostro transpiraba tal maldad que enmudeció a Rodolfo. La anciana, encorvada, caminó entonces hacia Juan Barreto. El maestro, cuanto más próxima la veía, más se convencía de haberla visto antes. ¿Dónde?, ¿cuándo? No en ese siglo, pues eso era del todo absurdo y en el suyo aún más. El hedor de su aliento cercano le hacía apartar el rostro, pero sus ojos volvían a los de la vieja como un pez hambriento al anzuelo tratando de dar con el enigma.
            - Juan Barreto- siseó la vieja-, extraño nombre.
            - ¿Cómo sabe mi nombre?- preguntó sobresaltado.
            - Silencio- gritó el bandolero-. Habla cuando se te pregunte.
            - Manuel, no seas duro con él- le repuso la abuela a su nieto-. Es un digno contrincante. A él le permito que me interrumpa.
            El joven maestro repasaba desesperadamente cada uno de los minutos vividos desde que tenía memoria. Debía resolver el misterio de aquel rostro repugnante.
            - Un nombre extraño, Juan Barreto…-y quedó pensativa-, pero los designios de mi señor son inescrutables- volvió su rostro entonces hacia el escribano para echarle la mirada más despreciable que pudo reunir-. Y tú, miserable notario, ¿Creías de verdad que pediríamos un rescate por un ganso sin alma como tú? ¡Ja! Te aseguro que tendrás la muerte que mereces- y miró con ternura al leproso encadenado.
            - Bruja- gritó el notario aparentando una fortaleza que ya no tenía.
            - Sí, eso es lo que soy, una bruja, la más grande de estas tierras, aunque mi aspecto pueda hacer pensar lo contrario- y sonrió para mostrar su boca desdentada. Fue entonces, al ver la oscuridad profunda de aquella boca podrida, cuando Juan Barreto resolvió el enigma, quedando maravillado con el parecido asombroso. Claro que había visto antes a esa bruja, en Madrid, en sus años de estudiante, solo que no era hechicera sino una vieja, una repugnante vieja que comía sopa. Era como la  del cuadro de Goya, idéntica. Miró entonces al leproso y el corazón quiso detenérsele, pues entendió al fin la familiaridad que había percibido al verle: aquel descompuesto humano era de un parecido exacto al viejo cadavérico que le acompañaba en el lienzo del pintor aragonés.
            -Santo Dios- murmuró sin ser consciente de lo audible de su voz.
            La vieja avanzó feliz hacia él.
            - Es inútil que le invoques. Aquí no es bienvenido tu dios así que no esperes su ayuda- sus cejas blancas se arquearon orgullosas-. ¿Sabes? Yo resucito a los muertos- la frase heló al maestro- Sí, sí. Me río yo de tu dios y de su Lázaro. Yo sí que los levanto y ahí tienes la prueba- y señaló al leproso, quien alargó los brazos al sentirse observado, empezando de nuevo con su tétrico lamento-. ¿Sabes quién es? Mi marido, sí, mi marido- y rió tapándose la boca-. Cayó del caballo cuando le perseguían. Murió por mí, ¿lo sabías? No, claro que no, Tú qué vas a saber. Yo lo resucité, con la ayuda de mi señor, por supuesto. Le devolví a la vida, aunque él en realidad no lo perciba demasiado. ¿Pero sabes una cosa? Siempre tiene hambre- y volvió a reír para ser acompañada esta vez por su tosco nieto-. Síííí…siempre hambriento, hambriento. Sin embargo- puntualizó con el índice hacia arriba-, el problema es mayor porque solo come carne…humana- y volvió a reír.
            - Ese hombre no es más que un pobre leproso y tú una bruja despreciable- protestó el escribano.
            - Sí, como todas las brujas, despreciables, pero yo la que más. Ahí tienes tu destino, notario. Serás el festín de mi marido; te comerá todo. Bueno, todo, no: siempre deja los dedos de las manos y de los pies, y no sabemos por qué- y se encogió de hombros para reír, esta vez a carcajadas.
            - Locos insensatos; no sois más que unos locos- gritó Rodolfo tratando de liberar sus manos.
            - ¿Sí?- preguntó ella desafiante. En cuanto el último sonido de aquel intenso monosílabo desapareció, la vieja hizo una señal a Manuel, quien, sin necesidad de más gestos supo lo que correspondía hacer.
            Escribano y maestro quedaron estupefactos, aunque fue Rodolfo el primero que gritó horrorizado. El bandido había tirado la antorcha al fondo oscuro de la celda. Pronto apareció un suelo nauseabundo lleno de despojos humanos, especialmente extremidades. Juan Barreto miró al leproso creyéndole incapaz de semejante masacre.
            -Créeme Juan Barreto- le confesó en medio de los gritos del notario-, eso lo ha hecho mi amado esposo- y sonrió-. Y ahora, quitadme a este necio de mi vista- gritó señalando al escribano.
            Dos miembros más de la tétrica familia entraron para desencadenar al notario. Rodolfo se resistía histérico. Insistía en que era funcionario del rey, que era intocable, pero sus protestas rebotaban en las paredes sin consecuencia alguna. Sus pies se frenaban en el suelo, mientras los otros tres, evitando al marido de la vieja, lo empujaban hacia el fondo donde se acumulaban macabramente  huesos y cráneos.
            -Escúchale cómo grita- le señalaba feliz la vieja a Juan Barreto-, como un cochinito; grita como un cochinito al que le llega su San Martín.
            El marido de la vieja pudo, al fin, percatarse de lo que sucedía. Su nueva víctima se apretaba contra la pared gritándole que se mantuviera lejos de él. Ante la lentitud de sus movimientos, Rodolfo creyó ver una oportunidad si corría lo suficientemente rápido para recoger la antorcha arrojada al suelo. Aunque dudaba del éxito de su idea, prefería intentarlo a caer en las manos de aquel ser extraño portador de mil enfermedades. Se armó de valor. Sus piernas temblorosas apenas le obedecían; las manos del leproso, o lo que fuera ese ser, se aproximaban peligrosamente. Por fin se decidió y echó a correr. Fue lo último que hizo. De forma inesperada, el aparente leproso se abalanzó contra el escribano a la velocidad del rayo emitiendo el rugido de una bestia enloquecida. Nada pudo hacer Rodolfo sino gritar.
            -Ahora, mírame, Juan Barreto, mírame bien- le dijo la bruja cogiéndole de la barbilla pues el maestro había apartado la cabeza cuanto había podido para evitar mirar la carnicería que el marido de la bruja estaba perpetrando sobre el escribano-. Mírame, chiquillo.
            - ¿Qué va a hacerme?- preguntó el maestro empezando a llorar.
            - Oh, no llores. Ya me advirtió mi señor que lo harías. No, tú no caerás en la tripa de mi marido. Tu destino ya me lo hará saber mi señor. Él lo dijo, ¿sabes?- los gritos espantosos del escribano iban apagándose lentamente- Me dijo, detenle, detén a Juan Barreto,  pues él destruirá mi reino.
            -Pero si yo no he hecho daño a nadie en toda mi vida- se lamentó entre lágrimas-. Quien le haya dicho eso se ha equivocado de persona.
            - Oh, no, no, créeme: él nunca se equivoca.
            - ¿Pero quién, maldita sea, quién me acusa de semejante agravio?- grito tratando de ahogar el ruido que los huesos de Rodolfo hacían al ser partidos.
            - Lucifer, por supuesto- le contestó ella con reverente orgullo.


20
           
            Si le pidiéramos a Juan Barreto el favor de describirnos el horror como concepto teórico, es muy probable que nos mirara indignado y nos dijera “quédate en esta celda conmigo y lo sabrás con certeza científica”. No había sufrido el maestro una pesadilla que por muy angustiosa, violenta, sangrienta, perturbadora, traumática, abrumadora, cruenta, turbulenta, tormentosa, revuelta, obstinada, feroz, opresora, que fuera, pudiera superar a la visión de aquel ser putrefacto devorando las entrañas de Rodolfo de Sotomayor. La tortura era mayor imaginando con cada chasquido que él sería el siguiente en el menú. Viendo sus ojos vacíos de vida pero asquerosamente penetrantes y su boca ensangrentada, no podía asumir que esa escena perteneciera al mundo terrenal. Debía de estar en una de las celdas del infierno. El tormento era mayor sabiendo que no era merecedor de semejante castigo. No podía haber hecho las cosas tan mal. Semejante barbaridad debía de estar reservada para los criminales más espantosos, pensaba, y él  no lo era,  tan solo era un maestro de escuela.
            Lo peor, el sumun de lo insoportable, era su mirada y el sonido de su mandíbula con la carne cercenada, sonido pastoso, ensalivado, incesante. ¿Por qué no se escondía en la oscuridad de donde había salido? ¿Por qué no apartaba los ojos de los suyos?
            - ¡Deja de mirarme!- gritó al fin roto por lo desesperación-. ¡Salvaje, bestia inmunda!- lloraba-. ¡Sacadme de aquí!- clamaba mirando a la claraboya-. No os he hecho nada; ¡sacadme de aquí!
            Sus quejas cayeron en el mismo vacío en el que veía su futuro. Por fin, el marido cesó su festín. Ausente de cualquier sentimiento o sensibilidad, arrojó los pies y manos del notario lejos de su persona y se levantó para avanzar hacia Juan Barreto. Cuando la cadena no le dio para más, extendió los brazos en dirección al cuello del maestro.
            - ¡Basta, basta!¡Maldito seas!
            Juan Barreto quedó exhausto de tanto gritar. El horror agota y más si es de ese calibre. Dolorido por la postura, apoyó la barbilla en el inicio del cuello. De pronto, un sentimiento inesperado le golpeó la conciencia: la vergüenza, pues en todo lo que llevaba de cautiverio no había pensado ni un solo instante en Rocío. Su corazón se le encogió aún más al recordarla. ¿Qué habría sido de ella? Quiso consolarse al pensar que no la había oído gritar, pero bien sabía que manso alivio era aquel teniendo en cuenta que en unas ruinas tan vastas sus súplicas se habrían disipado pronto entre las piedras milenarias que la recluían. Si el notario había acabado consumido por un caníbal perturbado, valga la redundancia, no quería imaginar lo que podrían estar haciéndole a Rocío en su condición de mujer. Era su protegida, había prometido llevarla a Madrid y había fracasado nada más empezar. Al horror debía sumar la frustración. Tanto dolor y sufrimiento, era siempre igual; qué más daba el siglo en el que se encontrara.
            En tales reflexiones estaba cuando la cerradura anunció la llegada de sus carceleros.
            - Andando- dijo Manuel al verle- la vieja ha decidido, pero antes nos divertiremos un poco.
            Los dos cocheros entraron para liberarle mientras Manuel le apuntaba con su pistola.
- ¡Vosotros!- gritó encolerizado el maestro al reconocerles-. Malditos traidores, así os pudráis en el infierno.
Los cocheros, insensibles hacia unas quejas tan justificadas, hacían su labor ansiosos, impacientes, incluso reían, lo que produjo en el maestro una desesperación mayor, si cabe.
            - No, no me echéis a esa cosa- suplicó llorando al verse sin las cadenas.
            - No, puedes estar tranquilo; el viejo ya ha tenido suficiente pitanza. ¿Verdad, abuelo?
            El despojo humano empezó a emitir su murmullo gutural extiendo aun más sus manos.
            -Ah, ¿entonces no vais a matarme?- preguntó el maestro con una ingenuidad imperdonable.
            - Yo no he dicho eso- contestó Manuel sonriendo con sorna.
            Los cocheros rieron mientras obligaban a andar a Juan Barreto, turnándose bien con un empujón o con una patada.
            - ¿Entonces qué me van a hacer?
            -Oh, no te preocupes, te hemos preparado una muerte digna.
            Los cocheros volvieron a reír.
            - Sí, hemos hecho apuestas y todo- dijo el más bajo escupiendo.
            - Es lo mejor de todo- añadió el más alto empujándole.
            - Nuestro señor quiere que mueras y no podemos desobedecerle- le explicaba Manuel  en su recorrido por oscuros y estrechos pasadizos-. Sin embargo, hemos querido divertirnos un poco antes de que eso suceda.
            - Pero si yo no he hecho nada- protestó con vehemencia el maestro.
            - Eso ya lo sabemos, pero él quiere que mueras para evitar que lo hagas.
            Juan Barreto no podía entender nada.
            - Locos, estáis todos locos- gritó resistiéndose a avanzar.
            - Como tú digas- sentenció Manuel-, estamos locos.
            Con esa conclusión, Manuel dio por concluido el coloquio y en silencio hicieron el resto del camino. Las piernas de Juan Barreto se movían pesadas, atenazadas por el miedo. Por fin llegaron a una estrecha puerta que les llevó al exterior. Quedó sorprendido el maestro, y deslumbrado, por la fulgurante luz del día. Había perdido por completo la noción del tiempo pues él se hacía en plena noche.
Habían salido a un descampado con aspecto de haber sido patio de armas en una vida anterior. En aquellas baldosas rotas la tierra se había sedimentado a conciencia e incluso algunas hierbas crecían desordenadas aquí y allá. En el centro de la explanada empezó a distinguir lo que parecía una figura humana. Deseó que no fuera otro caníbal resucitado por la vieja. No lo parecía, al menos su aspecto amedrantado lo delataba como un ser vivo.
            - Aquí tienes a tu pareja de baile- anunció complacido Manuel.
            Juan Barreto quedó atónito al ver que Lorencito, el joven criado del escribano, levantaba la cabeza para mirarle. Se desvanecía en aquellos ojos suplicantes cualquier esperanza de ser rescatados. Tenía el rostro embrutecido por los golpes y le habían enterrado hasta las rodillas. Frente a él, un hoyo esperaba ser ocupado.
            - Venga, métete ahí- señaló Manuel al maestro.
            Juan Barreto creyó estar viviendo la misma escena que días antes con Santiaguito, solo que en vez de una profunda sima se trataba ahora de un pequeño hoyo. Supuso que el resultado sería el mismo y por ello se resistió.  Los cocheros, hartos de su comportamiento, le obligaron a saltar.
            - Tápalo tú- dijo el más bajo escupiendo.
            - ¿Y por qué yo?- protestó el otro.
            - Porque la última vez lo hice yo.
            - Eso es mentira, lo hice yo.
            - Embustero.
            En medio de aquella discusión tan infantil como estúpida, maestro y criado compartían la misma mirada temblorosa y resignada.
            - Callaos de una vez y tapad ese maldito agujero- les ordenó Manuel- Estoy empezando a aburrirme.
            Se apresuraron los dos sayones y, mientras uno tapaba con la pala, el otro contribuía arrastrando la tierra con los pies. Pronto estuvo Juan Barreto en igualdad de condiciones que el criado. Manuel se acuclilló en medio de los dos.
            - Bien, escuchadme con atención- les dijo-. Las reglas son muy sencillas. Aquí os dejamos dos garrotes. Como veis, son bien contundentes- les explicó al tiempo que los dos cocheros traían los garrotes- se trata de una lucha a vida muerte. El primero que le abra la cabeza al otro, vivirá. Si por una fatalidad del destino os negáis ambos a luchar, seremos nosotros mismos quienes os moleremos a palos y los dos moriréis. Primera opción, uno sobrevive; segunda opción, los dos morís.
            Manuel sonrió retirándose unos metros para recostarse plácidamente en el suelo y presenciar el espectáculo. Los cocheros hicieron lo mismo aunque protestando por la mala memoria que ambos tenían por las apuestas que habían hecho. Juan Barreto y el criado se miraban fijamente. Ninguno de los dos hacía por coger los garrotes.
            - No quiero acabar así- susurró al fin Juan Barreto.
            - Yo tampoco- la voz del criado había sonado quebrada.
            - Es de locos.
            - Sí.
            Los bandoleros empezaron a protestar ante la ausencia de actividad.
            - ¿Se te ocurre algo?- preguntó inocente Juan Barreto. El criado negó con la cabeza.
            - ¡Me aburro!- gritó Manuel, al que solo le faltaba un vaso de vino para que la escena fuera perfecta.
            - Tendremos que defendernos- se resignó el criado.
            - No, no le demos ese gusto.
            El criado mantuvo fija la mirada en los ojos del maestro.
            - Primera opción, uno sobrevive; segunda opción, los dos morimos.
            La voz del criado sonó tan resolutiva que no ofreció duda alguna sobre sus intenciones. Juan Barreto hizo por agarrar primero su barrote pero el criado anduvo más rápido. El primer golpe lo recibió el maestro, para regocijo de los presentes, en el lado derecho de la cara, una especie de trueno que lo dejó ausente de la realidad por el espacio de unos segundos, los suficientes para que el criado le asestara un nuevo mamporro en la otra mejilla.
            - Mira, mira, como Jesucristo- rió el cochero alto.
            - El muy idiota. Defiéndete de una vez, señorito- se quejó el otro escupiendo mientras Manuel disfrutaba en silencio del espectáculo.
            La sangre se derramaba ya de la boca de Juan Barreto. La imagen de “la lucha a garrotazos” de Goya se le reproducía en la mente sin permitirle reaccionar. ¿Cómo hacerlo sabiéndose portada de la historia de España del siglo XVIII? Su aturdimiento era tal que empezó a optar por la rendición y quedar a merced de la piedad de su contrincante, algo poco probable pues le desparramó un nuevo golpe, esta vez en mitad del hígado. Le faltaba el aire ahora al maestro, quien se había llevado la mano al costado temiendo que el órgano afectado se le escapara del dolor.
            - Vas a perder, Manuel, vas a perder. ¿A quién se le ocurre?, apostar por el maestro.
            Sonreía Manuel ajeno a aquellos comentarios.
            - Fíjate- señaló un cochero al otro al verle sonreír-, Manuel sabe algo que nosotros no sabemos.
            - Algo le habrá soplado la vieja.
            - Eh, Manuel, eso es jugar sucio.
            Juan Barreto se incorporó ahogado por el dolor para buscar la mirada del criado. Vio entonces que este había empezado a encontrarle gusto a la paliza que estaba infringiendo, identificando en sus ojos lo mismo que había visto en los de Santiaguito: el placer de provocar dolor, estimulado además por la rabia que proporciona una victoria que veía cercana. Inútil apelar a su piedad. Debía defenderse. No supo cómo lo hizo, pero el siguiente golpe pudo esquivarlo tumbándose con agilidad hacia la derecha, quedando por primera vez su garrote al alcance de la mano. No lo dudó. Un nuevo golpe fue lanzado entonces, pero quien lo recibió fue un más que sorprendido criado. La fuerza que se estampo sobre su nariz fue tal que lo cegó por un instante. Juan Barreto no se sabía poseedor de semejante furia. Arreciaron los golpes sobre el criado hasta que su cabeza se quebró y la vida se le escapó por ella. El maestro quedó mirándole perplejo pues nunca antes había matado a una persona. Quiso morir él también, pero las risas de los asistentes le distrajeron.
            - Eh, mirad quién ha ganado- anunció victorioso Manuel. Ya podéis ir soltando esas monedas.
            - Maldita sea- se quejó el cochero alto-. Eso es jugar sucio. Tú sabías algo.
            - ¿Qué voy a saber? Venga, las monedas.
            - ¿Y qué hacemos con él?- preguntó el más bajo señalando con desprecio a Juan Barreto.
            - Llevárselo a la vieja.
            - Ja, pues lo desentierras tú, que yo lo enterré- le aclaró su compañero recostándose en el suelo.
            El cochero alto se acercó al maestro sin dejar de imprecarle su victoria. Toda clase de insultos salían de su boca en dirección a los oídos del prisionero, que permanecía inmóvil mirando al muerto.
            - ¿Es que no me has oído? Que sueltes el garrote- le repitió por tercera vez enseñándole la navaja que había sacado de su fajín. En vista de que no reaccionaba, se inclinó para quitárselo, momento en el que Juan Barreto le descargó su golpe más brutal en mitad de la cara. El cochero cayó seco en medio de los dos enterrados. Aquel gesto tan salvaje como reivindicativo bien sabía que le costaría la muerte, pero la sensación de alivio por el golpe asestado era tal que decidió que ya no le importaba su destino. Arrojó el garrote lejos de sí con las pocas fuerzas que le quedaban. Todo estaba perdido. Para su mayor desconcierto, tanto Manuel como el cochero restante se echaron a reír a carcajadas. Se incorporaron sin dejar de señalar al compañero caído y más rieron al comprobar el efecto del golpe.
            - Pero si lo ha matado- dijo el cochero para continuar riendo junto a Manuel. En medio de la risotada vaciaron los bolsillos de su compañero muerto y le quitaron los numerosos anillos que llevaba. En vista de cómo se resistía el del anular, le terminaron por cortar el dedo.
            - Anda, desentiérralo ya- ordenó Manuel amansando su risa-. Y tú quietecito-añadió apuntando con su arma al maestro.
            Entumecido y dolorido, medio ciego por la sangre que le caía de la cabeza, Juan Barreto tuvo que ser cogido de los brazos para llevarlo ante la vieja. De nuevo pasillos estrechos y lúgubres fueron recorridos en una marcha que al maestro le pareció interminable. La cabeza le daba vueltas y el cadáver del criado se la aparecía constantemente en forma de remordimientos. Incapaz de pensar en condiciones, la insulsa y chabacana conversación de los ladrones le machacaba el cerebro convirtiendo el castellano en una verborrea ininteligible.
En aquel vaivén interminable, los ojos del maestro caían intermitentemente en el cuchillo que Manuel llevaba en su fajín. Tardó en cobrar forma el arma en su cerebro; tardó en convertirse aquella visión en una posibilidad de salvación pues sus captores le daban por inconsciente. En medio de su desconcierto, la idea de arrebatarle el arma al bandolero fue tomando cuerpo, y, de auténtico desvarío, fue pasando a categoría de realizable. Su adrenalina empezó a reactivarse, especialmente cuando los ladrones empezaron a alabar, a su manera, los encantos físicos de Rocío.  En medio de una de sus risotadas, ocurrió lo inesperado para aquellos dos insensatos. La rabia del maestro se materializó y Manuel quedó paralizado al ver el puñal clavado en su pecho. Juan Barreto cayó al suelo, pero, consciente de que aún no había terminado su hazaña, cogió la pistola de Manuel y apuntó al cochero, quien, desconcertado en un primer momento, echó a correr con las manos en alto. El maestro no dudó y le disparó por la espalda, cayendo sin vida el huido.
Manuel, tendido boca arriba, aún respiraba. Se debatía entre dejar pasar definitivamente a la muerte o decir unas últimas palabras. Su respiración agitada se mezclaba con una especie de risa que simbolizaba su aceptación de los hechos.
- Vaya, esto no lo había previsto la vieja- dijo mirando con alegría al maestro. Nada más dijo, pues sus ojos se clavaron en el techo y su aliento escapó por última vez.
Juan Barreto se apoyó en la pared contemplando el cuadro del que era responsable. Dos muertos a los que había que sumar los dos anteriores. Cuatro vidas había sesgado en el espacio de unos pocos minutos. Inexperto en el terreno de la muerte, no pudo evitar recordar la sed de sangre de Santiaguito. Fue entonces cuando la adrenalina descendió a sus niveles habituales, como si temiera convertirse en una bestia, dando paso a lágrimas de desesperación. Se levantó, caminó unos pasos desorientado, apoyó la mano en la pared y se desmayó.
















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