JUAN BARRETO Capítulos del 41 al 46







           


43       

            Amanecía. El rostro de don Diego Quintana y Salazar iba y venía al ritmo de los remos de su barca. Sus facciones se bañaban de sol cada vez que los impulsaba, iluminando los surcos de su piel y dotando a sus ojos de un vivo brillo del que se era imposible escapar. El silencio era interrumpido por el golpeo constante y sereno de las maderas sobre el mar. Juan Barreto era su único acompañante en aquel viaje incierto. Por mucho que había insistido en la temeridad del plan trazado, en realidad usó la palabra locura, el pirata le había rebatido con su axioma sobre la belleza de las ideas sencillas. Por el momento, todo se había desarrollado según sus estimaciones. En cuanto divisaron a “La sabrosa” recibieron la visita de un emisario de Carrasco. El intercambio cuchillos por dama se haría en la cala, junto a la cueva. Solos don Diego y el maestro. Para mayor horror de Juan Barreto, don Diego aceptó sin regatear ni una sola de las condiciones. Es por ello que ahora, en la soledad de aquella barca, observaba con admiración el rostro del pirata, resplandeciente de coraje y sosiego. Mientras, él debía esforzarse por ocultar sus nervios.
            La estima hacia el pirata, y ya no solo la admiración, había aflorado en sus sentimientos desde que descubriera su pequeño feudo altruista. Nunca había sido testigo de algo parecido. Se preguntaba por qué costaba tanto encontrar personas como el pirata. Cuanto robaba era atenuado en la balanza moral del maestro por la felicidad que había visto en aquellos campesinos. Le atrajo de inmediato la idea de ser profesor en sus dominios; fue ese pensamiento y no otro el que le hizo decidirse por acompañarle a la playa. Por fin podía ver con claridad su destino en las tierras del pirata. Sonrió con afecto al evocar la ínsula prometida por Cardosa.
Deseaba con todas sus fuerzas recuperar a Rocío, pero su miedo innato necesitó de un estímulo como el propuesto por el pirata para llevarlo a cabo. Sin embargo, mucho temía que todo pudiera terminar esa mañana, pues los peligros eran muchos y grandes. Avanzaban hacia la cala en un recorrido inverso al que hicieran el día en que se conocieron. Ya no era la nave la que  aumentaba a su vista, sino la inmensa gruta que presidía aquel tramo de la costa.
            ¿De verdad esperaba don Diego que los dos podrían enfrentarse a su antigua tripulación, conservar los cuchillos y rescatar a Rocío? El pirata dejaba asomar de vez en cuando una sonrisa entre su espesa barba postiza consciente de las inquietudes de su amigo.
            - Recuerdo que la primera vez que abordé un barco tenía el mismo miedo que vos.
            - Yo no tengo miedo- refutó el maestro tratando de aportar algo de dignidad a su voz. El pirata rió.
            - Vamos, vamos, mi buen maestro, lo más natural es tenerlo; lo importante es que ese miedo no os domine al punto que paralice vuestro cerebro e impida correr a vuestras piernas, cuando sea menester correr, claro; que en ocasiones habrá menester de luchar. Vamos, vamos, estad tranquilo, os garantizo que todo saldrá bien, al punto que llegaremos a recuperar mi antiguo barco, fijaos en lo que os digo.
            No le tranquilizó en exceso el discurso del pirata, especialmente porque a cada metro que avanzaban, esos puntitos que se movían de un lado a otro de la playa se agrandaban mostrándose como lo que eran, los hombres armados del contramaestre. El punto rojo y blanco se fue desvelando como la bella Rocío que, más aburrida que temerosa, esperaba sentada en una de las rocas de la playa. Verla le animó el corazón pero tuvo igualmente el efecto de hacerle asomar la rabia en su rostro al recordar el vil ataque que sufrieran junto al palacio real.
            - Eso está mejor- le señaló feliz el pirata al captar su cambio de actitud-. Ahora, saltemos y tened bien presente lo acordado: dejadme hacer a mí. Llegado el momento, coged a la muchacha y corred hacia la gruta.
            Los dos saltaron de la barca a la orilla y empujaron la embarcación hasta dejarla encallada entre las piedras. Las piernas del maestro quedaron inmovilizadas al ver a tantos delincuentes armados. Don Diego le observó y con solo un gesto de su mirada logró que reaccionara, saliendo ambos del agua con paso firme y decidido.
            - No supuse que fueras tan idiota como para aceptar venir solo, Diego-le dijo Carrasco a modo de saludo mientras se acercaba a Rocío para apuntarle con su pistola en la cabeza.
            - Y solo no vengo- le contestó señalándole al maestro.
            El contramaestre rió.
            - Cierto es, pero no sé tú: yo me sigo viendo con ventaja.
            - Siempre me has subestimado- le repuso avanzando hacia él.
            - Quieto donde estás- le ordenó al tiempo que obligaba a Rocío a levantarse.
            - Sí que habéis tardado -se quejó la gaditana-. No sabéis lo aburrida que es esta gente.
            - ¿Os han tocado?- preguntó el pirata indignado.
            - Ni eso- y se cruzó de brazos ante el asombro del contramaestre.
            - Maldita desagradecida-le reprochó-, ¿sabéis cuánto me ha costado mantener a mi tripulación a raya con vos? Si lo hubiera sabido…
            - Si lo hubiera sabido, si lo hubiera sabido- repitió Rocío imitando su voz. Aprovechó don Diego la distracción para dar unos pasos más-. Quieto te he dicho- le apuntó el contramaestre-, no tientes más tu suerte.
            Al decir eso, hizo una señal a uno de sus hombres y este miró por el catalejo en dirección a la nave de don Diego. Hombres en la cubierta que iban y venían y otros que observaban la escena en la playa fue lo que pudo observar por el aparato.
            - Todo sigue igual. Continúan en el barco- le gritó al contramaestre, a lo que este sonrió satisfecho.
            - ¿Traes los cuchillos?- le preguntó a su antiguo jefe.
            - Así es- y golpeó dos veces el costado de su casaca.
            - Pues dámelos.
            - Te los daría pero sin mi intervención no te servirían de nada. Solo yo sé cómo han de colocarse y a qué altura debe de estar situado el sol. Algo muy complejo para tu inteligencia.
            - Muy gracioso, pero aún así probaré suerte.
            - No la tendrás. Haremos una cosa: cambia a Rocío por mí; creo que saldrías ganando.
            - ¡Eh!- protestó ella.
            - Por los cuchillos, mi hermosa dama, solo por los cuchillos- le explicó el pirata inclinándose en dirección a Rocío.
            El contramaestre dudó.
            - Está bien- dijo con la rabia de darle la razón a su antiguo capitán-, pero no hagas tonterías. Acércate despacio.
            Don Diego miró al maestro.
           - Saldrá bien- le dijo entre dientes-, pero por si no saliera, sabed que ha sido un honor conoceros, Juan Barreto.
            Aquellas palabras terminaron de infundir valor al maestro, quien asintió con la cabeza como los bravos soldados antes de la batalla.
            - Lo mismo os digo, don Diego.
            El pirata sonrió para de inmediato caminar hacia el contramaestre.
            - Los cuchillos, quiero ver los cuchillos- le ordenó este.
            El pirata le obedeció sacándolos de su costado. La avaricia de Carrasco iluminó su rostro al igual que el de todos los de su tripulación allí presente.
            - Entrégamelos.
            - Primero libérala- le repuso.
            El contramaestre empujó a Rocío alejándola de ellos. La andaluza corrió presta a los brazos del maestro.
            - He cumplido- señaló Carrasco apuntando con su pistola a don Diego-, ahora los cuchillos.
            Don Diego suspiró con cierto aire de cansancio y sacó sus dagas encantadas del interior de su ropa. Las cogió por sus filos y, mirándolas como si fuera la última vez, se las entregó a su antiguo socio. Los ojos de Carrasco brillaron de codicia al tenerlos tan cerca, aunque no se distrajo lo suficiente como para permitir que don Diego se acercara más.
            - Bueno, ahora, como comprenderás, tengo que matarte.
            - Eh- gritó Rocío-, serás mal nacido.
            - Tu calla, que a ti también te llegará el turno.
            - Bien me imaginaba que no cumplirías tu palabra- le anunció don Diego con aparente calma.
            - ¿Vas a decirme que por eso has venido preparado?- preguntó con arrogancia el contramaestre.
            - He venido, efectivamente, preparado para morir.
            Dicho esto, don Diego alzó el sombrero de su cabeza de forma muy teatral y se inclinó ante el criminal, quien, de inmediato, dudó si aquel movimiento exagerado no sería una suerte de señal. En cuanto miró a su izquierda buscando el navío del pirata vio cómo una flecha atravesaba el cuello de uno de sus hombres cayendo sin vida al suelo. El contramaestre miró incrédulo a don Diego. En ese momento una piedra cayó sobre la cabeza de otro de sus hombres partiéndosela en varios pedazos. El contramaestre buscó el origen del ataque, viendo que en lo alto de los riscos unas quince personas empezaban a atacarles.
            - Imposible- dijo el contramaestre sin querer salir de su perplejidad-. Tu barco-señaló mirando al navío.
            - Simples muñecos, atrezo de un viejo teatro destartalado- explicó con una sonrisa el pirata dando un paso más hacia su antiguo contramaestre-. Hombres de carne y hueso debe de haber unos tres en cubierta.
            Carrasco miró a sus hombres cayendo acribillados por las piedras y las flechas. Buscó la mirada de don Diego para encontrarse su rostro a un palmo de sus narices.
            - Si me permites- le dijo el pirata al contramaestre; y en ese instante le arrebató las dagas de las manos. Antes de que pudiera reaccionar, don Diego golpeó con su cabeza la cara del contramaestre haciéndole caer al suelo del impacto.
            - Corred- gritó don Diego a Juan Barreto y Rocío- corred si en algo apreciáis vuestras vidas. ¡Hacia la gruta!
            Muchos eran los hombres del contramaestre como para que de un primer ataque cayeran todos abatidos; con ello contaba don Diego, por lo que se apresuró a cumplir la segunda parte de su plan. Entraron corriendo a la inmensa gruta esperando que sus hombres no tardaran en bajar de los riscos para un combate cuerpo a cuerpo; eso evitaría que el navío del contramaestre les bombardeara desde su posición. Mientras, tratarían de desesperar a los que les persiguieran por la gruta aprovechando el conocimiento que tenía don Diego de aquel intrincado laberinto.
            - Vamos, vamos, vamos- les gritaba don Diego a sus amigos mientras entraban en la gruta-, no miréis atrás, no miréis atrás.
            Solo bastaba eso para que Juan Barreto mirara hacia atrás y tropezara cayendo con estrépito entre las rocas. Don diego se detuvo y corrió para ayudarle, descerrajando un tiro en el rostro de quien ya se lanzaba para matar al maestro.
            - Estaréis contento- le reprochó don Diego mientras le ayudaba a levantarse-, me habéis hecho desperdiciar un tiro.
            - Pero si le habéis matado.
            -No quería hacerlo, ahora, maldita sea; ¿sabéis cuánto se tarda en cargar uno de estos trastos?- se quejó señalando su arma- ¡Cuidado!
            Uno de los piratas enemigos se abalanzó sobre ellos, pudiendo don Diego esquivar la embestida y golpearle en el cráneo con la pistola.
            - Vamos, seguid corriendo- le ordenó al maestro-, nos habéis hecho perder a Rocío.
            Corrieron perseguidos por dos piratas más y los dos disparos que les efectuaron sin éxito, aunque una de las balas provocara que las esquirlas de la roca en la que se hundiera arañaran la cara del maestro.
            - Esperad- le ordenó don Diego escondiéndose en un recoveco del laberinto e indicándole que hiciera él lo mismo en su lado. Comprendió el maestro que debía golpear a sus enemigos en cuanto les sobrepasaran y, para sorpresa del pirata, cumplió su cometido a la perfección. Sin un ápice de clemencia, don Diego cortó el cuello de los dos golpeados sin que Juan Barreto pudiera poner alguna objeción.
            - Mi buen maestro, ellos no hubieran dudado en cortaros vuestro cuello- le explicó comprendiendo el horror de su rostro-. Además, sabíais a lo que veníais, no me miréis así.
            Quiso reflexionar el maestro sobre cómo un filántropo como don Diego podía matar con tanta sangre fría a sus semejantes, pero el empujón que le asestó el pirata para que continuara la carrera se lo impidió.
            Doblaron un pasillo más de las decenas que componían la caverna para encontrarse con algo que, de ningún modo, esperaban.
            - Pero bueno, ¿otra vez?- se quejó don Diego.
            - ¿Qué esperabais? Si me dejasteis sola a mi merced- protestó con razón Rocío.
            El contramaestre había conseguido, probablemente por casualidad, llegar donde se encontraba la andaluza y de nuevo la había apresado. Cogiéndole por el cuello, se protegía con su cuerpo mientras le apuntaba con su arma. Herido en su orgullo tanto como en su nariz chorreante de sangre, Carrasco parecía fuera de sí.
            - Siempre te has burlado de mí, Diego, incluso ahora, en el último de tus días te burlas de mí.
            - Sí, siempre he sido muy burlón…
            - ¡Silencio!-le gritó- ¡Estoy harto!
            - ¡Pues acaba conmigo de una vez, si eres hombre!
            El contramaestre, guiado por su rabia, apuntó su arma al pecho del pirata y disparó. El estruendo dejó paralizados a los cuatro. Todos miraron al pirata que, con los ojos muy abiertos, hacía por asimilar que se le iba la vida por el pecho. El contramaestre empezó a sonreír, especialmente cuando don Diego se dejó caer de rodillas. Rocío gritó soltándose de su opresor.
            - No, Diego, Diego de mi vida- le dijo arrodillándose para abrazar su cuello- tú también no, te lo suplico.
            Don Diego miró a Rocío y luego a Juan Barreto para brindarle una sonrisa.
            - Cuidado- pudo decirle al maestro, quien en ese instante miró a su frente para ver al contramaestre lanzarse contra él. Pudo contener el golpe cayendo los dos al suelo.
            - Ahora te corresponde a ti acompañarlo, Juan Barreto-le dijo Carrasco sediento de sangre. Se lanzó contra el maestro pero no pudo llegar a su destino pues en ese momento una bestia descomunal surgió de la oscuridad para embestirlo con sus zarpas. Sus rugidos eran estremecedores, lo mismo que los gritos del contramaestre mientras era destrozado. Juan Barreto pudo reaccionar y cogió de la mano a Rocío. La bestia cubría su huída y el pavor impedía cualquier intento de rodearla.
            - Ay, virgencita, ¿qué hacemos?
            Juan Barreto miró a don Diego, quien yacía en el suelo. Empezó a retroceder hacia la única vía de escape que les quedaba: el interior de la gruta. Bien sabía lo que ello podría significar, pero no les quedaba otra opción. Sus pies pisaron algo extraño y miró al suelo. Ahí estaban los cuchillos de la discordia. Los cogió. Su respiración era tan agitada que apenas podía atender a los ruegos de Rocío para que le contestara. En aquel momento, la bestia detuvo sus rugidos y se volvió para mirarles.
            -Rocío: corred.


44

            Rocío corría delante. Juan Barreto miraba cada dos pasos hacia atrás para comprobar lo mucho que se les aproximaba esa bestia tan incalificable. Los rugidos reverberaban en sus oídos provocando un constante estado de terror que le hacía flaquear las piernas. Notaba su aliento, sus ansias de comer, al tiempo que recordaba las palabras del diablo acerca del oso. Precisamente, suponiendo las ansias de aquella bestia por no defraudar de nuevo a su señor, Juan Barreto apuraba a la andaluza mientras esta no paraba de convocar a su virgencita. Huían del desastre para adentrarse en la más absoluta oscuridad, mientras las paredes de la gruta se estrechaban peligrosamente. El maestro sabía bien lo que ello significaba: llegaría un punto en que quedarían estancados y la diferencia respecto al viaje de ida es que ahora eran dos y él iba el último. Sin embargo, a pesar de todo el peligro, Juan Barreto no podía dejar de pensar en don Diego. Si no hubiera caído torpemente provocando que con su ayuda malgastara un disparo, hubiera podido defenderse del ataque del contramaestre. No era justo, pero ¿cuántas cosas no lo eran en esta vida que parecía llegar a su fin?
            - ¿Hacia dónde vamos?- gritaba Rocío con el terror dominando su alma indómita.
            - Corred, corred, corred- le repetía el maestro.
            Un golpe seco anunció a Juan Barreto que habían llegado al punto fatídico.
            - Ay, virgencita, que no puedo seguir.
            - Sí podéis, por dios, empujad.
            - Si ya lo hago, pero estoy atascada. Ay, virgencita, no quiero morir.
            Los rugidos crecían en ritmo e intensidad. En medio de aquella tensión, Juan Barreto pensó que las paredes también se apretarían para aquella bestia. Era imposible que pudiera acceder a la estrechez donde se hallaban ellos. Solo era cuestión de ver hasta dónde podía alcanzar su garra, pues con solo un movimiento podría engancharlo por la ropa y tirar de él hasta sus fauces. Así fue: el monstruo no pudo continuar, pero sus bramidos eran tan cercanos que actuaban en sí como golpes en la cara del maestro. Podía sentir el movimiento de sus garras cortando el aire. Algún zarpazo llegó a rozarle la espalda. Mientras, el maestro empujaba con todas sus fuerzas a la andaluza.
            - Mi vestido, mi vestido, que se rompe.
            No estaba la situación como para preocuparse por el vestido, de modo que continuó empujando hasta que logró desatascarla. La oyó caer al suelo y quejarse como una niña. Ya solo quedaba él por pasar.
            - Rocío, tirad de mi mano, os lo suplico.
            - Lo haría si pudiera verla. Como me hayáis roto el vestido…
            - Tirad, tirad- le pedía en medio de los aullidos del monstruo.
            Entre el empujar de él y el tirar de ella, pudo pasar el otro lado del pasillo. Suspiró sabiéndose a salvo. De hecho, el oso emitió un rugido que sonó a derrota y venganza al mismo tiempo, retirándose en silencio.
            - ¿Y ahora?- preguntó Rocío.
            - Continuaremos  hacia adelante.
            - Pero si no se ve nada. ¿No es mejor esperar a que ese bicho del demonio se duerma y regresar a la playa?
            - No, creedme, lo mejor es continuar.
            - ¿Y a dónde lleva esto?, ¿habéis estado antes?
            - Sí, he estado antes. Por aquí se llega a mi pueblo.
            - ¿No habías dicho que vuestro pueblo estaba en Almería?
            - Rocío, si os parece bien, hablaremos cuando lleguemos. Ahora lo mejor es continuar.
            Huyendo del peligro y con el instinto de supervivencia dominando cualquier otra actividad de su cerebro, Juan Barreto no había pensado hasta ese momento que regresaba a su pueblo con una invitada. Como una presa que se desborda, decenas de cuestiones invadieron su mente. ¿Realmente llegaba a su pueblo?, si era así, ¿qué se encontraría?, ¿un lugar hostil donde sería perseguido por las autoridades que mandasen en ese momento, probablemente del bando franquista? ¿Cómo subirían la sima? Hasta ese momento, los que habían bajado lo habían hecho en contra de su voluntad, pero nunca nadie había podido subir. ¿Gritarían hasta hacerse oír?, ¿y luego qué? Por otro lado, ¿qué futuro le esperaba a Rocío?, porque si en el viaje de ida él había retrocedido en el tiempo, era de prever que ahora regresarían a finales de mil novecientos treinta y seis. ¿Cómo explicárselo?, ¿de qué modo lo encajaría ella? ¿Se volvería loca?, ¿podría adaptarse a un tiempo que no era el suyo en el que además se estaba en guerra fratricida?
            Así discurría el maestro mientras avanzaban en la oscuridad. Precisamente, el hecho de que la cerrazón de la caverna no fuera desapareciendo a medida que avanzaban era una novedad del todo preocupante para él, pues la lógica le decía que si en su primer viaje se había alejado de la claridad, ahora debería acercarse a ella, pero no era así; solo podía vislumbrar un diminuto haz de luz donde, en realidad, la luminosidad debía servirles a esas alturas de guía. Aquello no era normal.
            - ¿Falta mucho?- preguntó Rocío.
            - Pues creo que no.
            En aquel instante ambos empezaron a distinguir una forma nada esperanzadora.
            - ¿Qué es eso?
            - Sea lo que sea, no debería de estar ahí.
            Aceleraron el paso para encontrarse con un muro de piedra bien robusto. Juan Barreto empezó a tocarlo incrédulo.
            - No puede ser, no puede ser- repetía nervioso.
            - ¿Qué pasa?- preguntó Rocío contagiada de su actitud.
            - Han tapiado la salida. No me lo puedo creer.
            - Ay, virgencita, ¿qué queréis decir?, ¿que estamos atrapados?
            Juan Barreto no quiso contestar. Continuaba palpando el muro, buscando sin éxito un punto débil. Lo habían construido a conciencia.
            - ¿Y esa luz?- preguntó Rocío.
            Juan Barreto había olvidado ese punto de luz que había empezado a sacarles tenuemente de la oscuridad. Lo buscó hallándolo en la parte alta del muro. Una pequeña rendija había quedado sin tapiar representando en aquellos momentos una esperanza para el maestro.
            - Si pudiéramos llegar hasta allá arriba…quizás podamos empujar…
            Rocío no esperó a que terminara de hablar. Escalaba torpemente pero con determinación, llegando antes que su compañero al punto referido.
            - Se mueve, se mueve- anunció la andaluza emocionada mientras empujaba la piedra mal encajada.
            - Esperad, que os ayudo.
            Empujaron los dos con una fuerza directamente proporcional a sus ansias de vivir hasta que una de las piedras cedió para caer al otro lado. Se miraron emocionados y, sin pronunciar palabra, continuaron su acción hasta crear un pequeño hueco.
            - Creo que por aquí quepo- dijo Rocío empezando ya a introducirse. Juan Barreto la detuvo. En su memoria estaba reciente la pila de cadáveres que en el centro de la sima habían acumulado los falangistas de Santiaguito; unos cadáveres que estarían en avanzado estado de descomposición. Era preciso que advirtiera a Rocío del peligro al que estaban a punto de enfrentarse.
            - Esperad, esperad; antes debo hablaros.
            - ¿Ahora?, pero si ya estamos…
            - Sí, ahora- le interrumpió tajante el maestro cogiéndola por el brazo-. Veréis, lo que probablemente nos encontremos al salir de aquí puede que no os guste demasiado. Ocurrieron cosas muy desagradables en mi pueblo antes de irme y seguramente todavía perduren.
            - ¿Qué cosas?
            - Guerra.
            - ¿Guerra?, ¿los de villa abajo contra los de villa arriba?- preguntó con sarcasmo-¿Cómo puede haber guerra en un pueblo?
            - Pues la hay, creedme.
            -Tonterías.
            - No, es muy en serio. Cuando asoméis vuestra cabeza por ese agujero entraréis en un mundo desconocido para vos. Lo cierto es que no sé cómo explicároslo…
            - Pues qué mejor que pasar al otro lado y verlo con mis propios ojos, porque vive dios que habéis despertado mi curiosidad.
            Y diciendo esto, metió la cabeza por el agujero. Juan Barreto cerró los ojos esperando el momento en que Rocío gritaría al ver la pila de cadáveres. La andaluza se esforzó logrando sacar su cuerpo hasta la cintura.
            - ¡Qué bonito!- gritó llena de admiración.
            Juan Barreto abrió los ojos extrañado y sin saber si había entendido bien.
            - ¿Bonito?
            - Sí, es precioso. Ayudadme un poco, empujad- el maestro lo hizo mientras Rocío continuaba hablando-. Han apuntalado el muro con unas maderas, creo que podré bajar por ellas. Oh, no- gritó.
            - ¿Qué sucede?- preguntó el maestro alarmado sin poder ver nada aún pues Rocío no había conseguido salir del todo.
            - Mi vestido- se lamentó-, se ha vuelto a romper.
            Juan Barreto suspiró pues había pensado en algo mucho peor que el descosido de un vestido. Se moría por sacar su cabeza y ver qué podía haber de bonito en aquella fosa común. Con mucho esfuerzo pudo alongarse hasta la cintura quedando paralizado por la impresión. Un vergel se presentaba ante sus ojos. Ni rastro de cadáveres. En su lugar, un jardín diseñado con un gusto exquisito albergaba plantas y árboles de todo tipo. Un auténtico jardín botánico, en cuyo centro concurrían pequeños torrentes de agua que rodeaban las mesas de un merendero. El cantar de los pájaros y aves que allí vivían se hizo ahora más que evidente para el maestro.
            - ¿Qué cosas malas pueden haber aquí, Juan Barreto?- le preguntó Rocío mirando extasiada a su alrededor. El maestro quiso hacerse esa misma pregunta pero estaba demasiado ocupado tratando de descender por el entramado de madera que reforzaba el muro. Una vez con los pies en el suelo, compartió esa misma mirada embelesada de su compañera. De pronto, una voz le puso en alerta.
            - ¿Habéis oído?- dijo Rocío-. Ha gritado vuestro nombre.
            - ¿Estáis segura?- preguntó casi sin poder tragar.
            - Sí, sí.
            La voz volvió a sonar provocando un ligero eco en la sima. “Juan”, “Juan Barreto, ¿dónde estás?”. Pero no solo era una sino varias las voces que le requerían.
            - Vaya, parece que os buscan. ¿No será que habéis huido de esa guerra que me habéis contado y ahora os buscan por desertor?
            El maestro no supo qué responder. No tenía ni idea de cómo contarle con pocas palabras un conflicto como la guerra civil de la que había logrado escapar. Le hubiera gustado tener a su lado en aquel instante al capitán Cardosa o a don Diego Quintana y Salazar, o a ambos al mismo tiempo; seguro que le hubieran insuflado el valor necesario para enfrentarse a semejante circunstancia.
            “Juan Barreto”, volvieron las voces. En aquel instante, el maestro retrocedió espantado. En lo alto de la sima se asomaba Santiaguito. No podía distinguirlo bien por el contraluz, pero su voz le resultaba inconfundible.
            - Atrás- le pidió el maestro a Rocío-, que no os vea.
            Rocío obedeció más intrigada que asustada.
            - Juan, ¿Eres tú?- le preguntó Santiaguito desde el borde. El maestro se extrañó pues le pareció que en su tono había mucho de alegría y poco de odio-. ¿Pero qué haces ahí abajo? Todo el mundo te anda buscando- Juan Barreto miró a Rocío sin poder darle una explicación-. Está aquí-, gritó Santiaguito tras de sí-, le he encontrado- volvió a mirarle-. ¿Pero qué haces? Sube, hombre, que te estamos esperando- le pedía sin dejar de sonreírle.
            - ¿Pero por dónde subo?- se atrevió por fin a preguntar el maestro.
            Santiaguito quedó sorprendido.
            - Pero qué preguntas tienes. Sube por la escalera, ¿por dónde va a ser?
            La información dejó congelado a Juan Barreto. ¿Desde cuándo había habido una escalera en la sima? Sin embargo, allí estaba. A unos pocos metros a su izquierda, arrancaba del suelo una escalera de caracol hecha de hierro. La miró maravillado.
            - ¡Pero sube de una vez, hombre, que no podemos empezar sin ti!
           

  


45

            Juan Barreto se acercó a la escalera de caracol preso aún por el asombro. Con temor a convertirse en piedra, puso el pie sobre el primer escalón. Rocío hizo lo mismo pero antes quiso tocar la baranda. Sonrió con curiosidad.
            - Una escalera de hierro- dijo la andaluza-. Nunca había visto una.
            El maestro empezó a ascender llevando cuidado de que Rocío no se le adelantara, pues era tan extraño para él que no podía menos que desconfiar de todas aquellas novedades. Subía despacio y sin dejar de mirar hacia arriba. Todavía el contraluz era intenso, impidiéndole una visión nítida de Santiaguito.
            - Sube más deprisa, hombre- le animó desde arriba el de su pueblo.
            Llegó al fin a la superficie deteniéndose con recelo en los últimos escalones.
            - ¿Pero qué te pasa, Juan?- preguntó Santiaguito sin dejar de sonreír.
             Lo insólito se había presentado en la vida de Juan Barreto aquel día y parecía no querer abandonarle pues Santiaguito vestía ropas propias del siglo XVIII. ¿Qué estaba ocurriendo? De nuevo se le aparecía esa sensación desagradable de estar soñando que tanto le había costado desterrar. ¿Es que no había regresado a su tiempo? Y si no era así, ¿qué hacía Santiaguito en ese siglo? ¿O es que el sueño había consistido en vivir una guerra civil doscientos años más tarde de su tiempo? Demasiadas preguntas y mucha angustia. Quiso preguntarle a Santiaguito por qué iba de esa guisa, pero la visión de Rocío hizo que este se le adelantara.
            - ¡Acabáramos!- exclamó Santiaguito-. Si llegamos a saber que estabas acompañado no te hubiéramos buscado; y bien acompañado, por lo que veo- señaló asombrado por la belleza de la joven, quien sonrió agradeciendo el cumplido-. ¿No me vas a presentar a tu novia?
            - No es mi novia- se apresuró a aclarar el maestro con sonrojo-. ¿Cómo vas vestido así?- le preguntó al fin.
            - ¿Así cómo? Pero Juan, ¿qué te ocurre? Ah, ya entiendo- y sonrió con picardía-. Habéis estado un buen rato allá abajo y ahora la sangre tarda en subirte a la cabeza, ¿eh, pillastre? ¿Es que has olvidado que hoy celebramos tu día? Si tú también estás vestido para celebrarlo.
            - Mi cumpleaños no es hoy- dijo cada vez más extrañado.
            - ¿Qué cumpleaños? Ay, Juan, que empiezo a pensar que te estás burlando de mí. El día nacional, hombre.
            - ¿Qué día nacional?
            Santiaguito arrugó el rostro.
            - ¿Pero qué dices? El día de Jovellanos-Barreto; el día nacional, por eso no podemos empezar sin ti. Tú llevas su nombre y su apellido, además de parecerte muchísimo con él. Por eso siempre hemos dicho que es tu día.
            - Ah, sí, claro- confirmó Juan Barreto para no despertar más sospechas de su absoluta ignorancia. Rocío dio un paso para hablarle en el oído.
            - ¿Qué ha dicho de don Gaspar?
            - No tengo ni idea- le contestó.
            En aquel momento, Santiaguito miró al camino atraído por el ruido.
            - Ah, ya están aquí. Menos mal.
            Empezó a agitar el brazo para que les vieran.
            Rocío se echó atrás instintivamente al ver dos enormes cajones negros acercándose a ellos con gran estruendo. Se colocó tras la espalda del maestro buscando protección. Para Juan Barreto, la llegada de los dos automóviles le confirmaba que había llegado al año correcto, pero aún así, no terminaba de sentirse seguro. Rocío quiso correr pero Juan le agarró del brazo.
            - No temáis- le susurró el maestro-, no es nada malo. Os lo aseguro.
            - ¿Pero qué es?- preguntó temblando y sin poder apartar la vista de los coches.
            - Son medios de transporte.
            - ¿Y los caballos?
            - No los necesitan. Os prometo que a su debido tiempo os lo explicaré todo. Ahora es importante que no temáis y que no os separéis de mí.
            Los automóviles frenaron a su lado saliendo de ellos unos cinco hombres más que Juan Barreto reconoció como amigos.
            - Estabas aquí- dijo uno alegre-. ¿Se puede saber qué…
            Quedó mudo al ver a Rocío. El resto fijaron atónitos los ojos en ella.
            - Madre mía, qué belleza- murmuró uno.
            - Qué callado te lo tenías- añadió otro y rieron.
            - Esta es mi amiga Rocío- presentó con timidez Juna Barreto-. Rocío, estos son mis amigos.
            Todos la saludaron al unísono en una competición espontánea por quién lo hacía más caballerosamente. Adulada como se vio, Rocío sonrió haciendo un pequeña reverencia.
            - Vamos, todos a los coches, que llegamos tarde- gritó Santiaguito.
            Subieron, pues, los amigos quedando Rocío dudando ante aquel prodigio que no podía comprender. Juan Barreto le tendió la mano, no solo para que subiera sino, sobre todo, para transmitirle confianza.
            - Rocío- dijo uno de ellos-, ¿qué te pasa?, ni que fuera la primera vez que subes a un automóvil.
            El maestro y la andaluza se miraron compartiendo una complicidad que los demás desconocían; solo entonces Rocío se atrevió a entrar en el coche sentándose junto al maestro. En cuanto se puso en marcha, la andaluza cerró los ojos al tiempo que apretaba la mano del maestro.
            - Realmente nos tenías preocupado- continuó con el mismo tema Santiaguito-. Llevamos buscándote desde ayer. No veas cómo tienes a tu madre.
            Juan Barreto pensó que se le había parado el corazón al escuchar esa última parte.
            - ¿Cómo que mi madre?- preguntó con el deseo de que no se estuviera burlando de algo tan delicado como el dolor por su madre muerta.
            - Sí, nos pidió que te buscásemos, que habías salido a no sé qué y que no habías vuelto.
            Juan Barreto empezó a agobiarse. Ahora era él quien apretaba la mano de Rocío; ésta había ido abriendo los ojos poco a poco, comprendiendo que el que estaba sentado delante y movía una gran rueda con las manos era quien controlaba ese artilugio. Quiso gritar que iba demasiado rápido, que quería vomitar, pero no lo hizo; por alguna razón que no pudo comprender, empezó a sentir fascinación por lo que estaba viviendo.
            El joven maestro, abrumado por la naturalidad con la que Santiaguito había mencionado a su madre, apartó la vista para mirar por la ventanilla. Su asombro fue mayúsculo. Reconocía su pueblo, pero al mismo tiempo era incapaz de describir su transformación. Las calles lucían todas asfaltadas y decenas de coches las recorrían. Las casas brillaban de color, los niños corrían de un lado a otro riendo. No apreció rastro alguno de la guerra de la que había huido y tampoco de la miseria que había caracterizado el lugar. Eso debía ser motivo de alegría para él, pero no hallaba la forma de sonreír. Todo era demasiado insólito como para poder disfrutarlo. Cuando quiso volver a la conversación vio que Rocío se había animado a hablar con sus acompañantes, quienes le reían cada una de sus gracias.
            - ¿De dónde la has sacado?- le preguntó Santiaguito a Juan Barreto-, es genial, y además habla tan antiguo…¿Eres actriz?- y miró a Rocío. La andaluza sonrió ilusionada al escuchar la pregunta. Miró al maestro como si buscara su aprobación.
            - Sí, eso es, actriz soy- contestó con orgullo.
            - Ya hemos llegado- anunció el otro acompañante.
            Los coches se detuvieron frente a la plaza. Juan Barreto continuó sin poder expresarse. El impacto era mayor que el recibido al viajar al siglo dieciocho. La plaza estaba engalanada con banderas nacionales. Un gran retrato del rey Alfonso XIII presidía las mesas que para el almuerzo se habían habilitado. Cientos de personas vestidas como en el reinado de Carlos III iban de un lado a otro, charlando, riendo, o esperaban sentadas a que diera comienzo el festín. En el centro de la plaza una gran fuente de comida embriagaba los ojos del más hambriento. Todos aplaudieron en cuanto se percataron de que Juan Barreto había sido encontrado. El maestro no sabía dónde mirar del azoramiento que sufría.
            - Oye, Juan- le dijo Santiaguito-, ¿te importa si Rocío se sienta con nosotros? Te prometo que la trataremos bien.
            Juan Barreto miró a Rocío quien asintió ilusionada con la cabeza.
            - Sí, claro, ¿pero dónde me siento yo?
            Santiaguito sonrió incrédulo.
            - Pero Juan, ahora en serio ¿te diste en la cabeza o algo así?
            Al maestro le gustó la idea.
            - Sí, algo así.
            - Tú te sientas ahí, en el centro, con tu familia.
           Juan Barreto siguió la dirección que le señalaba quedando todo en un segundo plano a partir de aquel instante. Los sonidos se apagaron, los movimientos se ralentizaron, sus ojos solo podían enfocar a la mujer que le sonreía desde el centro de la mesa. No podía ser, no era cierto; había muerto cinco años atrás, él mismo la había acompañado en sus últimos instantes y la había enterrado. Sin embargo, ahí estaba, sonriéndole con alivio al verle llegar. No supo cómo pero sus piernas se movieron hasta llegar a ella. Era incapaz de articular palabra. Su única constante vital era la mirada que fijaba en su madre. La tenía ya a un palmo de distancia y aún su bloqueo persistía. Notaba una fuerte presión en la garganta que le impedía tragar.
            - Hijo, ¿pero dónde te habías metido?
            Oírla hablar desató al fin sus sentimientos, pues empezó a llorar al tiempo que se arrojaba a sus brazos. Era real, la estaba tocando, y cuanto más palpaba su carne más lloraba.
            - Pero Juan, ¿qué te ocurre?- le dijo separándole con delicadeza-, parece que hiciera años que no me ves.
            Juan Barreto lloró de alegría al escuchar ese comentario. Si aquello estaba siendo un sueño, rogó con todas sus fuerzas no despertar nunca.
            - Nada, madre, no me pasa nada- le dijo con dulzura. Apartó entonces la vista un instante para encontrarse con el rostro de una adolescente que le resultó conocido. A poco que concentró la mirada en ella la reconoció. Incrédulo, puso la mano sobre la mejilla de la joven.
            - Hermana- dijo al fin-, hermana mía; bendito sea el cielo- y la abrazó.
            La banda del pueblo llamó la atención de los asistentes con su música para que ocuparan sus sitios. Juan Barreto observaba todo tan expectante como ilusionado. Rocío reía las gracias de todos los hombres que la rodeaban al tiempo que bebía vino. El maestro sonrió tranquilo al ver cómo la andaluza había encajado rápidamente en su nuevo tiempo. Aprovechando la idea que le sugiriera Santiaguito, el maestro habló a su madre.
            - Madre, no quiero preocuparte, pero allí en la sima me golpeé en la cabeza y desde entonces tengo lagunas en mi memoria. No te preocupes, no debe ser nada serio…
            - Mañana mismo vas al médico.
            - Madre, no podemos permitirnos ir al médico- señaló anclado aún en la realidad de la que había huido.
            La madre lo miró pensando que, efectivamente, el golpe debía de haber sido grande.
            - Claro que podemos, hijo. El hospital es para todos.
            - ¿Tenemos hospital?- dijo su hijo alzando la voz y bajando la vista al provocar la mirada de quienes más cerca estaban-. ¿Tenemos hospital?-preguntó más bajo.
            - Sí, y mañana sin falta vamos para que te vean ese golpe.
            - ¿Qué es el día nacional Jovellanos-Barreto?- preguntó de seguido-. No me mires así, madre, que ya te he dicho que tengo algunas lagunas.
            - Un lago, diría, más bien- y sonrió-. Juan, es el día de nuestro país.
            - ¿Pero qué se celebra y por qué se llama así?
            - Celebramos el día en que el rey Carlos III firmó el decreto por el cual le quitaba las tierras a los nobles y se las entregaba al pueblo- le explicó con paciencia-. Aunque el pueblo agradeció con locura el gesto del rey, este hizo recaer todo el mérito a su ilustrado favorito, Jovellanos, quien, a su vez compartió la autoría del decreto con Juan Barreto. Lo cierto es que nadie sabe quién fue ese tal Juan Barreto; ningún libro habla de él y tampoco Jovellanos nos dejó pistas. Solo sabemos que existió por un registro de la prisión de Cádiz y por el retrato que le hiciera Goya. Precisamente, por tu parecido con él y porque llevas su apellido, que era el de tu padre, en paz descanse, siempre nos han puesto en esta lado de la mesa; y ya desde hace unos años tú das el brindis inicial.
            Juan Barreto quedó paralizado.
            - ¿Qué brindis?
            Se percató entonces que en el silencio reinante todos esperaban con su copa alzada a que Juan Barreto les hablara. El maestro miró desconcertado a su madre quien le indicó que se levantara. Tras mirar aterrado a la multitud, reaccionó y cogió su vaso para alzarlo. Quedó con el vaso alzado unos segundos que se le hicieron interminables. La emoción era tan intensa como las novedades que recibía a cada segundo de su regreso. Sin decir una palabra, dejó el vaso en la mesa y corrió huyendo del lugar ante el asombro de los asistentes.




46

            Juan Barreto corría por las calles desiertas de su pueblo. Con la totalidad de los habitantes en la plaza, nadie le vio llorar mientras buscaba la escuela donde había estudiado y donde había impartido clases. Detuvo su carrera pues reconoció al fin la fachada. El resto del edificio era nuevo para él, ocupando el triple de espacio de la que conociera antes. Todo en su interior rezumaba enseñanza. Los pasillos, adornados con dibujos de los alumnos, le condujeron a su antigua clase, o lo que podía reconocer de ella pues ahora se le presentaba como una biblioteca tan diáfana como colmada de libros. De dónde habían salido, era algo que no podía responder pero verlos así en fila, enseñando con descaro sus lomos coloridos, le alegró el alma y le ayudó a serenarse. Necesitaba ordenar sus ideas, o, más bien, aceptarlas.
            Sus ojos se movieron inquietos por la biblioteca hasta encontrar lo que buscaba. Cogió el enorme libro de arte que llevaba por nombre el de Goya y lo abrió pasando nervioso las hojas. Al fin lo encontró: el retrato de Rocío en el estudio del pintor. Ahí estaba su sonrisa, el gesto típico de quien ama la vida, el alma asomada en los ojos. No hubo pasado más que una página y encontró algo que le obligó a sentarse. Las lágrimas volvieron a brotar pues contemplaba el retrato que de su persona le había hecho Goya. Era como verse en un espejo, más intenso incluso porque el retrato recogía una melancolía que nunca había captado viendo su reflejo. De pronto, una idea le asaltó haciéndole pasar las páginas con rapidez. ¿Habría pintado a los viejos comiendo sopa, la lucha a garrotazos o el gran cabrón? Ahí estaban, oscuros y siniestros, tal como habían sido siempre, tal como él los había vivido. Al pasar la hoja no pudo evitar sonreír pues las majas vestidas y desnudas llevaban el rostro de Rocío; en realidad, siempre lo habían llevado, solo que ahora se daba cuenta al fin.  Por eso siempre la andaluza le había resultado familiar. Continuó examinando las láminas del pintor hasta llegar al final del libro.
            Quedó pensativo pues había echado en falta algún cuadro. Volvió a mirarlo y comprobó que no se había equivocado: no estaban ni los fusilamientos del tres de mayo ni la carga de los mamelucos. Leyó cuanto texto encontró sobre la vida del pintor y nada decía de estas dos obras como tampoco de ninguno de los retratos que le hiciera a Godoy. No obstante, lo más extraño era que el texto acababa diciendo que Goya había muerto en su pueblo natal, Fuendetodos. Eso era del todo imposible pues el pintor había fallecido en Francia.
            Volvió a los libros para buscar la enciclopedia de historia, escogiendo directamente el tomo correspondiente al siglo XVIII español. Le llamó la atención su portada pues en ella no figuraba la “lucha a garrotazos” sino “El tapa sol”, también de Goya. Abrió el tomo y leyó. Todo estaba tal cual lo había conocido siempre, al menos hasta la mitad del reinado de Carlos III. Lo que encontró a partir de ahí le dejó estupefacto. El rey había, efectivamente, aprobado el decreto por el cual se le expropiaban las tierras a los nobles. No solo eso, también les obligaba a pagar impuestos. Los nobles, indignados, plantaron batalla, pero el monarca obtuvo el rápido y unánime apoyo del resto de sus súbditos por lo que, tras una corta guerra civil, el estamento de la nobleza desapareció en sí mismo. El siguiente paso fue la expropiación de las tierras de la iglesia, casi un siglo antes de que lo hiciera Mendizábal, solo que ahora se le habían entregado esas propiedades a los campesinos, lo mismos que las tierras nobiliarias. El progreso y la paz del reino fueron tales que el rey elevó a Jovellanos a ministro plenipotenciario, si bien don Gaspar lo rechazó. Al morir Carlos III le sucedió su hijo Carlos IV, ejerciendo un gobierno tan ecuánime que España se alzó en primer país de Europa junto con Inglaterra. Nada decía la historia de Godoy ni de la esposa del rey, María Luisa de Parma.
            A este punto, Juan Barreto hubo de detenerse para reflexionar. Le costaba creer que un simple decreto cambiara la historia de raíz pero así había sido. Nada más sencillo que eso. Siguió leyendo para encontrarse con algo que le nubló el pensamiento pues según esa enciclopedia, la Revolución Francesa no había tenido lugar, no había existido. Resultó que el rey español Carlos IV había convencido a su primo el rey francés Luis XVI de los beneficios que generaba el decreto de expropiación de tierras. Luis XVI lo aplicó desencadenándose exactamente el mismo proceso que se desarrolló en España. Impresionante. Pero había más: la paz y el progreso habían sido tales en Francia y en España que pronto se contagió al resto de Europa, de modo que cuando se extendió la Revolución Industrial desde el Reino Unido, las monarquías y repúblicas legislaron para que no se cometieran abusos ni miserias entre patronos y obreros. A este punto, con otros tomos de la enciclopedia, Juan Barreto tuvo que restregarse los ojos pues nada encontró sobre Napoleón o Marx, siendo  lo más asombroso que la Revolución Rusa no había tenido lugar.
            Un simple decreto, una idea comentada en un almuerzo, había dado un giro a la humanidad de ciento ochenta grados. Siguió leyendo con avidez para ver lo que decía sobre La Gran Guerra Europa de 1914 para hallar el más absoluto vacío pues no había existido. Dado que los dirigentes de los países habían cercenado el poder de los nobles y la Iglesia compartiéndolo con el pueblo y dado que el concepto de lucha de clases, esgrimido por el inexistente Karl Marx, había desaparecido, los países no aplicaron la ley del más fuerte para conseguir recursos y fuentes de energía en el continente africano o asiático, de manera que no se dieron jamás fricciones entre los países industrializados que, además, ayudaron al desarrollo de África. Al no producirse la Gran Guerra, Juan Barreto tampoco pudo hallar nada sobre la situación de miseria de Italia y la creación del fascismo por Mussolini. El crack de 1929 se había dado pero solo produjo consecuencias en Estados Unidos, de modo que Europa no quedó resentida, no apareciendo palabra alguna sobre la situación caótica que la crisis económica produjo en Alemania ni sobre la creación del nazismo y Hitler. Del mismo modo, Simón Bolívar o Sucre no habían pasado a la historia, pues las regiones de España en América solicitaron pacíficamente su independencia a lo largo del siglo XIX, concediéndoselas los distintos monarcas españoles a cambio de buenas relaciones comerciales. Fernando VII había sido un monarca ejemplar pues jamás había tenido que competir con Godoy, dado que Carlos IV le enseñó el oficio de gobernar con total confianza desde su primera adolescencia. Isabel II había competido en eficacia y estima con la otra reina del momento, la reina inglesa Victoria y el general Prim no había tenido que dar ninguna revolución Gloriosa, siendo el general el principal ministro de Isabel II y artífice de la industrialización y modernización del país. Gracias a Prim, España había sido el primer país, tras Inglaterra, en extender vías de ferrocarril por todo el territorio, de electrificar las ciudades, de adoquinar sus calles, de llenar de escuelas sus pueblos, de erradicar las enfermedades más mortíferas. La democracia real llegaba pues con él a España, haciendo del todo inútiles los intentos de Cánovas del Castillo por beneficiar solo a la burguesía de ello. Sin sistemas caciquiles ni elecciones amañadas, el país había entrado en el siglo veinte conservando felizmente Cuba. Canalejas no fue asesinado pues el anarquismo nunca había existido, siendo este presidente el responsable de la buena marcha del país durante veinticinco años. De modo que el general Primo de Rivera no había tenido que dar ningún golpe de Estado y la Segunda República no había llegado por, simplemente, innecesaria. ¿Franco? Tampoco.
            Juan Barreto cerró el libro y dejó caer su cuerpo en el respaldar de su asiento. De pronto, se sintió abrumado. Saberse responsable de todos aquellos cambios era algo a lo que no  se podía enfrentar sin preparación. Tenía la certeza de no estar soñando; Rocío era la prueba de ello.
            - Sabía que te encontraría aquí- Juan Barreto regresó de sus pensamientos para encontrarse con el rostro de su madre- Siempre te escondías en la escuela cuando algo te preocupaba. Ahora lo sigues haciendo.
            - Estoy bien, madre, de verdad.
            -Pero ese golpe en la cabeza…
            - Ya ha pasado, he recuperado toda la memoria.
            - ¿Así, de repente?
            - Como se fue, así vino- y sonrió.
            - Me alegro entonces.
            Hizo por irse pero Juan Barreto le cogió la mano. Había aún mucho de incredulidad en el hecho de poder ver y tocar a su madre.
            - Madre, ¿puede Rocío vivir con nosotros una temporada?
            - No veo por qué no.
            - No tiene dónde quedarse.
            - No me cuentes su historia. Haya hecho lo que haya hecho, ya me lo contará ella si lo considera necesario. Si tú confías en ella yo también.
            Juan Barreto mantuvo unos segundos su mirada en la de su madre.
            - Gracias, madre- le dijo sonriendo.
            - Me sigues mirando como si hiciera siglos que no nos viéramos. Ay, hijo mío, tú y tus libros- Dicho esto, la madre de Juan Barreto se marchó de la biblioteca.
            Pasadas dos semanas, Juan Barreto se había adaptado por completo a su nueva vida y a su nuevo tiempo. No había sido el único, pues Rocío no había perdido el tiempo, siendo ya una más en el pueblo y con muchos pretendientes, por cierto. No había tenido otro remedio que aceptar su viaje en el tiempo pues no podía negar la realidad de cuanto veía.
            - Si eso es así- le dijo Rocío la primera vez que el maestro le contara con calma lo que ocurría-, ¿por qué al volver a este año la entrada a la cueva desde la sima estaba tapiada con piedras?
            Por increíble que pudiera parecer, Juan Barreto no había tenido tiempo de hacerse esa pregunta. No pudiendo contestar a la andaluza, decidió averiguarlo por su cuenta.
            - Pues siempre ha estado ahí, ¿sabes?- le dijo Santiaguito-. Bueno, no siempre. Cuenta la leyenda que se levantó hace poco más de dos siglos, justo antes de que Carlos III firmara el decreto que lleva tu nombre. Parece ser que un día los lugareños vieron salir una luz rojiza del fondo de la sima. Al acercarse notaron un fuerte olor a azufre y cuando se asomaron vieron nada menos que al diablo en persona construyendo el muro. Lucifer parece ser que se dio cuenta de que le miraban y le dijo a los extrañados campesinos que ese muro era para detener al destinado a destruir su mundo. Los paisanos no solo no le hicieron caso sino que empezaron a tirarle piedras. ¿Te imaginas? Tirarle piedras al mismísimo diablo. Este, muy enfadado, se desvaneció con gran estrépito olvidando tapiar una de las esquinas superiores de su muro. Los paisanos, después de reírse lo suyo,  regresaron a sus casas llevándose seguramente una buena reprimenda por contar semejantes historias a sus esposas como excusa por llegar tarde a cenar.
            Santiaguito sonrió por aquella frase final y Juan Barreto imitó el gesto. No fue hasta que se marchó su amigo cuando borró su sonrisa pues bien sabía que aquella historia poco debía tener de leyenda y sí mucho de realidad.           
La luz eléctrica y los grifos eran las dos únicas cosas que Rocío no alcanzaba a comprender todavía, siendo bastante frecuente encontrarla apretando constantemente los interruptores o abriendo y cerrando el grifo. No digamos ya la cisterna del baño.
            Así, apretando el interruptor de la lámpara, solía hablar al maestro en su escritorio de la escuela. Aquella noche, había encontrado un motivo lo suficientemente alegre como para apretar el interruptor más rápido de lo habitual.
            - El cine me parece un invento fabuloso- le dijo entusiasmada-, más que el teatro. ¿Sabes? Ya sé lo que quiero ser en esta época a la que me has traído.
            - ¿El qué?- preguntó él con curiosidad.

            -Actriz de cine- y con una gran sonrisa que decía mucho de su determinación se marchó de la habitación. Juan Barreto quedó meditando. Le resultaba imposible no pensar en lo sucedido. Lo hacía una y otra vez, mañana, tarde y noche. Lo único que le distraía eran las clases que impartía, pero una vez terminadas estas, ahí estaba su extraordinaria historia rondándole una y otra vez. Sentado en su escritorio miraba el cajón que mantenía siempre cerrado con llave. Todas las noches lo miraba con la tentación de abrirlo. Esa noche, con el feliz hallazgo de profesión de Rocío aún reciente, Juan Barreto cedió ante la tentación y abrió el cajón. Ahí estaban los cuchillos de don Diego Quintana y Salazar, brillando para él. Dudó y volvió a dudar frotándose las manos hasta que por fin los cogió. Sucedió entonces que mientras los acariciaba le nacieron unas ganas incontenibles de cantar.





FIN



41

Solo y desamparado se hallaba el maestro. Tras la promesa por parte de las autoridades de capturar a los malhechores, quedó a merced de las circunstancias en medio del amanecer bullicioso de Madrid. La brisa mañanera le produjo un escalofrío, recordándole aún más su condición de indefensión absoluta. ¿Qué haría ahora?, ¿cómo resolver una situación como aquella él solo? Porque, ¿a quién podía acudir? Consideró a  don Gaspar Melchor de Jovellanos, pero ¿qué le diría? ¿En qué modo podría ayudarle el ilustrado sin comprometer su puesto? Descartó también a don Francisco de Goya, a menos que el hambre extrema le empujara a su casa, cosa que, en realidad, no deseaba, más por vergüenza que por cualquier otro sentimiento. Tampoco estimó prudente acudir a la pensión donde se habían hospedado, pues era obvio que estaría vigilada por los hombres de Carrasco. ¿Cómo haría para sobrevivir? Debía buscar un oficio, pero ¿qué sabía hacer él salvo enseñar?
            En tales divagaciones se hallaba cuando cayó en la cuenta del torbellino humano que le había succionado. Estaba en el mercado. Sus olores y gritos lo delataban. Quiso huir pero, abrumado, optó por sentarse en uno de los escalones de la plaza central. Los madrileños pasaban a su lado ignorando su presencia. Apoyada la barbilla en la palma de su mano y ésta en la rodilla, el maestro suspiró. Su estado era tal que le molestaba respirar, sentir, ver, escuchar…incluso casi vivir.
Cerró los ojos y se tapó los oídos, convirtiendo el ruido en un simple rumor persistente. Fue entonces cuando sucedió, ahí estaba de nuevo el aire llenando su diafragma. La boca no optó por el embudo sino por una forma mucha más abierta, como si quisiera obligarle a sonreír. Sabía lo que estaba a punto de sucederle; solo deseaba que en medio de toda la multitud no le saliera la voz de castrato. Un impulso le obligó a levantarse y abrir los brazos lo mismo que si anunciara un espectáculo de comienzo inminente.
Y, en efecto, el espectáculo comenzó. Juan Barreto comenzó a cantar con alegría contagiosa para todos los presentes. Cantaba con potencia, queriendo llegar a cada puesto del mercado. Su voz de atractivo tenor pronto llamó la atención y la gente hizo animada un corro a su alrededor. Miraba a cada uno de ellos, les sonreía, les guiñaba el ojo mientras su canción les alegraba los corazones. La primera moneda no se hizo de rogar y cayó a sus pies anunciando la llegada de numerosas compañeras. Al terminar, los aplausos y piropos le llovieron como las monedas, lo que le impulsó a continuar para mayor deleite de su público. El repertorio era interminable: dramáticas, cómicas, amorosas. Todos recibieron lo que deseaban oír, incluso los niños abandonaron sus travesuras para escucharle.
Cuando la multitud retornó a sus quehaceres, Juan Barreto, aun sin comprender del todo lo que había ocurrido, se acomodó de nuevo en el escalón y, con el aire feliz de su cantar aún en el cuerpo, empezó a contar las monedas que rodeaban sus pies. Con aquella cantidad podría comer e incluso buscar una pensión modesta para pasar la noche. Se extrañó ante una habilidad, la del canto, que ignoraba poseer. Apenas había terminado de plantearse esa cuestión cuando recordó los cuchillos de don Diego Quintana y Salazar. El encantamiento de las dagas era real, porque, si bien nunca había cantado en público, sí era cierto que, desde muy niño, había deseado ser cantante, solo que la realidad de su vida había relegado tal anhelo al más abandonado de los cobijos de su consciencia.
            Miró con precaución uno de los cuchillos. La sangre seca de su hoja le recordó la amarga pérdida del capitán Cardosa y la angustia que le provocaba el secuestro de Rocío. Suspiró y cerró la chaqueta protegiendo las dagas de los ojos ajenos. Determinó entonces no dejarse abatir por las circunstancias: tenía dinero y ya sabía cómo conseguir más si le hiciera falta; por de pronto, ahora convenía llenar el estómago y procurarse un techo.
            Tomó habitación en una posada cercana al mercado donde, además de comer, pudo darse un merecido baño. Ni por un segundo abandonaba los cuchillos, incluso en el balde que hacía las veces de bañera. Mirándolos, se preguntaba qué había esperado don Diego de él al entregárselos. Un misterio que se sentía incapaz de resolver. Descartó buscarle en prisión; era demasiado comprometedor para él, resolviendo permanecer en la ciudad no fuera que el pirata tuviera algún plan de fuga y necesitara encontrarlo con facilidad. Fijaba la vista en las empuñaduras de las dagas reconociendo, únicamente, su esmerada, y enigmática decoración, pues de resolver su secreto, se rindió con prontitud.
            Regresó a la plaza del mercado, a la misma hora que el día anterior, dispuesto a ganarse el sustento con un nuevo recital. Percibió, además, que la gente le reconocía y le saludaba con alegría; incluso se apartaban haciéndole un pasillo pues intuían que se dirigía al mismo escalón con la intención de entretenerles. Cuando ocupó su puesto y se aclaró la voz vio cómo el gentío le rodeaba en un silencio expectante.
            No les defraudó. En cuanto percibió la presión en el diafragma empezó su repertorio, quedando pronto la periferia de sus pies asediadas de monedas. Se los agradeció vivamente asegurándoles que no faltaría a su cita al día siguiente, marchándose feliz su público ante la promesa hecha. Se sentó con el ánimo revivido y empezó a contar las monedas sin percatarse de que una de las personas había permanecido frente a él observándole. No fue sino cuando sus raquíticos pies entraron al alcance de su vista cuando Juan Barreto levantó la cabeza. Un viejo le observaba ofreciéndole una sonrisa como saludo. Algo en su mirada acuosa y quebrada le decía al maestro que debía andar prevenido.
            - Quien canta sus males espanta. Al menos, eso dicen- habló el viejo con una sonrisa.
            - ¿Nos conocemos?- le dijo sin levantarse.
            - Lo cierto es que sí- contestó el viejo pomposamente-. Ah, veo por vuestra expresión que mi cara os resulta familiar.
            Juan Barreto se levantó asombrado, aunque también molesto.
            - ¡Crispín!- señaló a modo de protesta.
            - En efecto, el mismo viejo Crispín- anunció el director de teatro sin abandonar su sonrisa.
            - Vos nos entregasteis a las autoridades.
            - Aunque esa acusación no es del todo correcta, he de reconocer que vuestro prendimiento me causó un gran pesar.
            - Dejaos de monsergas; nunca debimos fiarnos de vos.
            - Estáis en vuestro derecho de protestar…
            - Por supuesto que lo estoy- le interrumpió.
            - Pero como os dije aquel día: ellos llegaron antes que vosotros. Nada pude hacer…hasta hoy- y terminó la frase revistiendo de picardía la expresión de su cara.
            - ¿Cómo que hasta hoy?- preguntó el maestro atraído por el tono de sus últimas palabras.
            Sin añadir nada más, Crispín se puso firme, frunció su entrecejo, puso las manos en jarras y habló con una energía inusual en una persona de su edad.
            - Recordad, joven, por qué estáis aquí esta noche. Os va la libertad en ello. No defraudéis al rey, ¿entendido?
            Juan Barreto abrió la boca maravillado. Aunque quería hablar, las palabras se le atascaban en la garganta. Crispín sonrió esperando a que el maestro se pronunciara.
            - ¡Vos!- dijo al fin- ¡Vos sois el militar que detuvo a don Diego en el Palacio real! Ya me pareció vuestro rostro familiar, pero no pude hallar el motivo.
            - Os lo ruego, hablad más bajo. De lo contrario lograréis delatarnos.
            - ¿Pero cómo…?- preguntó menos alterado.
           - Tranquilidad. Todas las preguntas serán respondidas a su debido tiempo. Ahora, decidme lo más importante: ¿tenéis con vos los cuchillos?
            Juan Barreto retrocedió un paso temeroso de que Crispín se los arrebatara.
            - Sí, ¿por qué?
            - No temáis- y mostró la sonrisa tierna del sabio ante el ignorante- No son para mí; conozco bien la maldición que encierran y no querríais ver el instinto oculto que me despertarían esas dagas si cayeran en mis manos. Solo quería saber si las llevabais con vos. Visto que sí, seguidme.


42

            Juan Barreto supuso con acierto que Crispín le conducía a su viejo teatro. El director avanzaba entre las callejuelas a paso vivo y sin levantar la vista del suelo, haciendo temer más de una vez al maestro que le perdería de vista. Una vez en el recinto, Crispín le pidió que se acomodara en alguna de las butacas de la primera fila. Sobre el escenario, dos de sus actores ensayaban una obra que reconoció de inmediato pues Lope de Vega siempre había estado entre sus autores preferidos. El maestro abrió la boca asombrado al tiempo que señalaba a los actores, no porque su declamación fuera particularmente destacable sino porque reconoció en ellos a los dos guardias que se habían llevado a don Diego del palacio real.
            - Sí, sí- le confirmó Crispín con orgullo-, son ellos, son ellos. Ahora, sed tan amable de esperar aquí un instante.
            Crispín chasqueó los dedos y los dos miembros de su troupe abandonaron de inmediato el escenario. Juan Barreto se acomodó como pudo en su asiento esperando algún acontecimiento inminente. El silencio y la luz trémula de la claraboya del techo le desangelaban el ánimo. Por fin, el crujido de la madera le anunció que alguien entraba en escena. Don Diego Quintana y Salazar avanzó con pasos lentos hacia el centro del escenario, se volvió hacia su invitado y, quitándose el sombrero, le hizo una profunda reverencia.
            - Juan Barreto, mi buen amigo- le dijo con su voz recia y profunda-. Nos volvemos a encontrar. Ya os dije que lo tenía todo planeado. Recordad siempre que los planes sencillos son, la mayoría de las veces, los más adecuados. Siendo mi hermano hombre de confianza de su majestad, comprenderéis que conozca todos los rincones y pasadizos del palacio. No resultó complicado introducir a los actores de esta modesta compañía en el cuerpo de la guardia y suplantarlos previa una pequeña trifulca con resultado satisfactorio para nuestros intereses. Luego, el bueno de Crispín hizo el resto; debéis reconocer que estuvo sensacional, aunque yo no le anduve a la zaga- se acarició la barba con evidente falsa modestia y, percatándose de que ya no le hacía falta, se la quitó con gesto cansado- No sabéis cuánto calor da una barba ajena. Esto también se lo debemos al buen Crispín; es un gran maquillador. ¿No habláis?, ¿no decís nada? ¿Tan perplejo os he dejado?- le preguntó viendo la gravedad con que le miraba el maestro.
            - Cardosa ha muerto.
            Don Diego bajó la vista.
            - Lo supuse en cuanto os encontramos solo. ¿Y la hermosa Rocío?- preguntó sin darle mayor importancia a la noticia.
            - La raptó vuestro contramaestre.
            - Mi antiguo contramaestre, si me permitís la aclaración. Vaya, esa jugada sí que no la esperaba.
            - Quería vuestros cuchillos.
            El pirata sonrió.
            - Por supuesto, todos los desean, aunque parece ser que no los consiguió, de lo cual os estoy agradecido- esta vez la reverencia no fue tan exagerada-. Parece que esas dos maravillas os han convertido en toda una celebridad del bel canto en el mercado. Cantante, ¿quién lo hubiera imaginado? Os viene más al pelo la clerecía- y rió, aunque en vista del rostro circunspecto del maestro, su risa duró poco- Imagino que estáis preocupado por Rocío.
            - Imagináis bien.
            - Es evidente que la han raptado como moneda de cambio. ¿Os dijo acaso esa sabandija de Carrasco dónde podríais encontrarlo?
            - Dijo que yo sabría dónde encontrarle, pero lo cierto es que no tengo ninguna idea.
            Don Diego rió en silencio.
            - Claro que lo sabéis, mi buen amigo, lo que sucede es que pensáis como un maestro y no como un pirata. ¿Qué supone esa cucaracha que sois respecto a mí?
            Juan Barreto quedó pensativo pues hasta ahora no se había planteado esa cuestión. Quedó atónito al hallar la respuesta.
            - Está en la cala- le dijo asombrado al pirata-. Está en la cala donde nos conocimos, donde vos decís que está vuestro tesoro.
            Don diego saltó del escenario al patio de butacas sin dejar de mirar al maestro, que ante aquel movimiento se sintió como galeón abordado.
            - Y lo está, os lo aseguro, y lo está, pero sin esos cuchillos que tenéis en vuestro poder nadie puede acceder a él.
            - ¿Y qué haremos?- preguntó aun intimidado por la presencia tan cercana del pirata, quien se sentó a su lado.
            - Por de pronto, vos me entregaréis esa pesada carga que lleváis y que me pertenece por legítimo derecho.
            Juan Barreto mantuvo la mirada del pirata. Por alguna extraña razón, no deseaba desprenderse de ellos.
            - Vamos, mi buen maestro, que lo de ser cantante no es lo vuestro- y extendió la palma de la mano para que se los entregara, acción que ejecutó lentamente. En cuanto los tuvo en su poder, don Diego los besó como hijos pródigos y los guardó en el interior de su ropa-. Bien está lo que bien acaba- señaló-. Ahora, mi viejo amigo, quiero presentaros a algunas personas que me son muy queridas- dio dos palmadas, no tardando en aparecer sobre el escenario un grupo de unas veinte personas presididas por el viejo Crispín- Aquí tenéis a mi nueva tripulación. Vamos, no me miréis así, Juan Barreto. Han demostrado su agilidad en el engaño y en la batalla. Están preparados.
            -Y un poco cansados de este oficio malagradecido- añadió Crispín.
            - Con ellos y con vos, si decidís uniros, iremos a mis posesiones del sur, es decir, a las posesiones de mi hermano, y desde allí fletaremos un barco para enfrentarnos a ese felón malnacido, ¿qué os parece?
            Juan Barreto tardó en sonreír, pero al fin lo hizo.
            - Bien.
            - Bravo, mi buen amigo- festejó el pirata-, pero tened presente que al dar ese paso os estaréis convirtiendo en un proscrito.
            Juan Barreto quedó en aquella butaca toda la tarde meditando la conveniencia de seguir a don Diego en sus fechorías. De maestro a pirata. La reflexión se le hizo cuesta arriba. Él, que en todo momento había sido un adalid de la legalidad y el pacifismo, ¿daría el paso hacia la delincuencia? Angustiado por su moralidad, se levantó y anduvo de un lado a otro de la platea. Deseaba, ante todo, vengar la muerte de Cardosa y recuperar a Rocío. ¿Y si una vez conseguido decidía retirarse y emprender una vida decente lejos del pirata? Estaba seguro de que don Diego lo entendería. Devolvería a Rocío a su padre y quizás este, en agradecimiento, le diera algún oficio dentro de sus propiedades. No era mala opción y a ella se aferró, aunque guardándose mucho de no revelarla al pirata hasta que llegara el momento adecuado. Por otro lado, esos cuchillos habían despertado en él una intensa curiosidad por ver la realidad del tan afamado tesoro de don Diego Quintana y Salazar. Tampoco se le escapaba que fue a aquella misma cala donde llegó desde la cueva que partía de su pueblo. Debía de ser turbador tenerla de nuevo en frente; de hecho, no le parecía demasiado descabellado pensar que haciendo el recorrido inverso podría llegar no solo a su pueblo sino también a su tiempo. Detuvo su andar nervioso. ¿De verdad quería regresar a su pueblo? ¿Quién le esperaba allí? Seguramente a esas alturas, el oprobio y la desolación provocados por la guerra lo habrían convertido en una aldea fantasma. Además, ¿cómo escalaría la sima sin ayuda? Negó con la cabeza y continuó andando, volviendo a la cuestión principal sobre la moralidad de unirse  a la tripulación de don Diego.
            Luego de un día entero de reflexión, el pirata perdió la paciencia.
            - Me desconcertáis, Juan Barreto: primero me dais prisa por rescatar a Rocío y ahora dudáis sobre la rectitud de nuestras acciones. Pues sin lo uno no tendréis lo otro, de modo que no le deis más vueltas. Le he anunciado al monarca, bueno, se lo ha comunicado mi hermano, que marcho al sur. Si lo hubieras visto afligido por la huida de don Diego, o sea, mi huída- recalcó con orgullo- Me llegó a confesar que le daba vergüenza mirarme a la cara. ¿Os lo podéis imaginar?- y rió-. Nada, que me ha dado licencia y partimos mañana, y vos vendréis con nosotros- terminó señalándole con el índice para recalcar su decisión inapelable.
La comitiva parecía la propia de un rey, de tal guisa gustaba don Alfonso de mostrarse al pueblo madrileño. Con sus mejores galas y en su carruaje más lujoso desfiló por las calles con su ejército de criados, recién salidos del gremio teatral. Crispín y Juan Barreto tenían el honor de acompañarle en el coche, asomándose con frecuencia el viejo director de teatro por la ventanilla para saludar a la gente que les dedicaba su asombro. El maestro enmudeció durante todo el trayecto, mientras don Diego y  Crispín no cesaron de recordarse anécdotas comunes. Reían y enrabietaban según el final que tuviera la historia. De vez en cuando, don Diego le brindaba a Juan Barreto una mirada de respeto, pero no era suficiente para sacar al maestro de su ostracismo.
            - Parecéis un enamorado, eso es lo que parecéis- le reprochaba el pirata con alegría para de inmediato continuar hablando con Crispín. Y en verdad que a un enamorado  se asemejaba con esa pose abandonada y la mirada perdida en el paisaje.
            Cinco días necesitaron para llegar a las posesiones de don Diego, teniendo que continuar en ellas el pirata en el papel  de su afeminado hermano, don Alfonso. Quedó gratamente sorprendido el maestro al ver cómo los campesinos de sus tierras salían a recibirle con júbilo, sobrecogiéndole la sinceridad evidente e innegable de aquel acto.
            - Bienvenido a mis tierras, Juan Barreto- le dijo orgulloso el pirata-. Descansaremos en ellas un día. Moveos a vuestro antojo pero recordad que partiremos mañana al alba. La fama de mi gruta se ha extendido más allá de donde yo hubiera deseado; es hora ya de mudar mis riquezas.
            Encontró Juan Barreto en el pequeño feudo de don Diego unas tierras cultivadas por unos campesinos felices y, a ojos vista, bien alimentados. No cabía en ellos la zozobra ni el desencanto, viéndolos moverse con buen ánimo a todos sitios. Le sorprendió la ausencia de niños en el lugar. Tanto le inquietaba este dato que terminó pro preguntarle a un labriego, obteniendo por respuesta que a esas horas lo normal era que los niños estuvieran en la escuela que don Alfonso les había abierto. La noticia le llegó como un mazazo, no por desagradable sino por inesperada. Cuando al fin reaccionó, se dirigió con paso vivo al pueblo comprobando que sus calles lucían vanidosas su empedrado y un simple pero eficaz sistema de alcantarillado. Los más infantes jugaban en la calles, libres de infecciones. Activando ese instinto que tenemos los humanos de mirar el interior de una vivienda si la ventana está abierta, se asomó por la ventana de una de las casas para comprobar que en ella había más comodidades que en las de su pueblo en 1936. Los árboles frutales y los jardines terminaban de decorar un lugar anacrónico si se comparaba con otros latifundios andaluces. Tan consternado quedó que buscó ordenar sus ideas a la sombra de un abedul que presidía la plaza. De modo que, después de todo, don Diego era un filántropo. No terminaba de encajarlo.
            - No os engañéis- le sorprendió la voz del pirata a su derecha. Allí estaba él, convertido aún en don Alfonso mirándole orgulloso.
            - ¿De qué no debo engañarme?
            Don Diego se dejó caer a su lado.
            - De esto- y señaló a su alrededor-. No robo para dárselos a los pobres.
            - ¿Y cómo explicáis un lugar como este?
            El pirata señaló su cabeza.
            - La conciencia, amigo mío. Si he creado este rincón es porque con la conciencia tranquila robo mejor.
            - ¿Y por qué robáis?
            - Me gusta robar y detesto trabajar. Fijaos bien que en eso no me alejo mucho de la mayoría de las gentes de este país.
            - Pero robar está mal.
            - Por favor, Juan Barreto, no seáis tan inocente. ¿No sabéis que este es el país de Alí Babá? No conseguiréis resquebrajar mi determinación ni un ápice. Si os sirve de consuelo, solo robo a los ricos y, por supuesto, a la corona.
            - Pero robando a la corona impedís que se invierta en el país.
            - Ya invierto yo- y volvió a señalar al pueblo-, no os preocupéis. Mirad, Juan Barreto, me sois en verdad simpático. Os he cogido cariño. Sois íntegro y eso, hoy en día, es muy difícil de encontrar- el pirata calló unos segundos para mirar a la plaza- os propongo un trato. Sí, un trato, no me miréis así. Venid conmigo a rescatar a Rocío y deshacerme de esos traidores, ayudadme a mover mi tesoro de lugar y cuando regresemos aquí os nombro maestro del pueblo. El nuestro ya merece el retiro. ¿Qué decís? Ah, sí, olvidaba que vos necesitáis años para decidiros. De modo que os dejo aquí solo, con vuestros pensamientos y dilemas. Si os alcanzara el hambre, no dudéis en entrar en cualquiera de las casas. Os invitarán con mucho agrado.
            El pirata se levantó con algo de dificultad y se alejó del árbol saludando a todo aquel que le salía al paso adoptando el tono afectado de don Alfonso.















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