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Amanecía. El rostro de don Diego
Quintana y Salazar iba y venía al ritmo de los remos de su barca. Sus facciones
se bañaban de sol cada vez que los impulsaba, iluminando los surcos de su piel
y dotando a sus ojos de un vivo brillo del que se era imposible escapar. El
silencio era interrumpido por el golpeo constante y sereno de las maderas sobre
el mar. Juan Barreto era su único acompañante en aquel viaje incierto. Por
mucho que había insistido en la temeridad del plan trazado, en realidad usó la
palabra locura, el pirata le había rebatido con su axioma sobre la belleza de
las ideas sencillas. Por el momento, todo se había desarrollado según sus
estimaciones. En cuanto divisaron a “La sabrosa” recibieron la visita de un
emisario de Carrasco. El intercambio cuchillos por dama se haría en la cala,
junto a la cueva. Solos don Diego y el maestro. Para mayor horror de Juan
Barreto, don Diego aceptó sin regatear ni una sola de las condiciones. Es por
ello que ahora, en la soledad de aquella barca, observaba con admiración el
rostro del pirata, resplandeciente de coraje y sosiego. Mientras, él debía
esforzarse por ocultar sus nervios.
La estima hacia el pirata, y ya no
solo la admiración, había aflorado en sus sentimientos desde que descubriera su
pequeño feudo altruista. Nunca había sido testigo de algo parecido. Se
preguntaba por qué costaba tanto encontrar personas como el pirata. Cuanto
robaba era atenuado en la balanza moral del maestro por la felicidad que había
visto en aquellos campesinos. Le atrajo de inmediato la idea de ser profesor en
sus dominios; fue ese pensamiento y no otro el que le hizo decidirse por
acompañarle a la playa. Por fin podía ver con claridad su destino en las
tierras del pirata. Sonrió con afecto al evocar la ínsula prometida por
Cardosa.
Deseaba
con todas sus fuerzas recuperar a Rocío, pero su miedo innato necesitó de un
estímulo como el propuesto por el pirata para llevarlo a cabo. Sin embargo,
mucho temía que todo pudiera terminar esa mañana, pues los peligros eran muchos
y grandes. Avanzaban hacia la cala en un recorrido inverso al que hicieran el
día en que se conocieron. Ya no era la nave la que aumentaba a su vista, sino la inmensa gruta
que presidía aquel tramo de la costa.
¿De verdad esperaba don Diego que
los dos podrían enfrentarse a su antigua tripulación, conservar los cuchillos y
rescatar a Rocío? El pirata dejaba asomar de vez en cuando una sonrisa entre su
espesa barba postiza consciente de las inquietudes de su amigo.
- Recuerdo que la primera vez que
abordé un barco tenía el mismo miedo que vos.
- Yo no tengo miedo- refutó el
maestro tratando de aportar algo de dignidad a su voz. El pirata rió.
- Vamos, vamos, mi buen maestro, lo
más natural es tenerlo; lo importante es que ese miedo no os domine al punto
que paralice vuestro cerebro e impida correr a vuestras piernas, cuando sea
menester correr, claro; que en ocasiones habrá menester de luchar. Vamos,
vamos, estad tranquilo, os garantizo que todo saldrá bien, al punto que
llegaremos a recuperar mi antiguo barco, fijaos en lo que os digo.
No le tranquilizó en exceso el
discurso del pirata, especialmente porque a cada metro que avanzaban, esos
puntitos que se movían de un lado a otro de la playa se agrandaban mostrándose
como lo que eran, los hombres armados del contramaestre. El punto rojo y blanco
se fue desvelando como la bella Rocío que, más aburrida que temerosa, esperaba
sentada en una de las rocas de la playa. Verla le animó el corazón pero tuvo
igualmente el efecto de hacerle asomar la rabia en su rostro al recordar el vil
ataque que sufrieran junto al palacio real.
- Eso está mejor- le señaló feliz el
pirata al captar su cambio de actitud-. Ahora, saltemos y tened bien presente
lo acordado: dejadme hacer a mí. Llegado el momento, coged a la muchacha y
corred hacia la gruta.
Los dos saltaron de la barca a la
orilla y empujaron la embarcación hasta dejarla encallada entre las piedras.
Las piernas del maestro quedaron inmovilizadas al ver a tantos delincuentes
armados. Don Diego le observó y con solo un gesto de su mirada logró que
reaccionara, saliendo ambos del agua con paso firme y decidido.
- No supuse que fueras tan idiota
como para aceptar venir solo, Diego-le dijo Carrasco a modo de saludo mientras
se acercaba a Rocío para apuntarle con su pistola en la cabeza.
- Y solo no vengo- le contestó
señalándole al maestro.
El contramaestre rió.
- Cierto es, pero no sé tú: yo me
sigo viendo con ventaja.
- Siempre me has subestimado- le
repuso avanzando hacia él.
- Quieto donde estás- le ordenó al
tiempo que obligaba a Rocío a levantarse.
- Sí que habéis tardado -se quejó la
gaditana-. No sabéis lo aburrida que es esta gente.
- ¿Os han tocado?- preguntó el
pirata indignado.
- Ni eso- y se cruzó de brazos ante
el asombro del contramaestre.
- Maldita desagradecida-le
reprochó-, ¿sabéis cuánto me ha costado mantener a mi tripulación a raya con
vos? Si lo hubiera sabido…
- Si lo hubiera sabido, si lo
hubiera sabido- repitió Rocío imitando su voz. Aprovechó don Diego la
distracción para dar unos pasos más-. Quieto te he dicho- le apuntó el
contramaestre-, no tientes más tu suerte.
Al decir eso, hizo una señal a uno
de sus hombres y este miró por el catalejo en dirección a la nave de don Diego.
Hombres en la cubierta que iban y venían y otros que observaban la escena en la
playa fue lo que pudo observar por el aparato.
- Todo sigue igual. Continúan en el
barco- le gritó al contramaestre, a lo que este sonrió satisfecho.
- ¿Traes los cuchillos?- le preguntó
a su antiguo jefe.
- Así es- y golpeó dos veces el
costado de su casaca.
- Pues dámelos.
- Te los daría pero sin mi
intervención no te servirían de nada. Solo yo sé cómo han de colocarse y a qué
altura debe de estar situado el sol. Algo muy complejo para tu inteligencia.
- Muy gracioso, pero aún así probaré
suerte.
- No la tendrás. Haremos una cosa:
cambia a Rocío por mí; creo que saldrías ganando.
- ¡Eh!- protestó ella.
- Por los cuchillos, mi hermosa
dama, solo por los cuchillos- le explicó el pirata inclinándose en dirección a
Rocío.
El contramaestre dudó.
- Está bien- dijo con la rabia de
darle la razón a su antiguo capitán-, pero no hagas tonterías. Acércate
despacio.
Don Diego miró al maestro.
- Saldrá bien- le dijo entre
dientes-, pero por si no saliera, sabed que ha sido un honor conoceros, Juan
Barreto.
Aquellas palabras terminaron de
infundir valor al maestro, quien asintió con la cabeza como los bravos soldados
antes de la batalla.
- Lo mismo os digo, don Diego.
El pirata sonrió para de inmediato
caminar hacia el contramaestre.
- Los cuchillos, quiero ver los
cuchillos- le ordenó este.
El pirata le obedeció sacándolos de
su costado. La avaricia de Carrasco iluminó su rostro al igual que el de todos
los de su tripulación allí presente.
- Entrégamelos.
- Primero libérala- le repuso.
El contramaestre empujó a Rocío
alejándola de ellos. La andaluza corrió presta a los brazos del maestro.
- He cumplido- señaló Carrasco
apuntando con su pistola a don Diego-, ahora los cuchillos.
Don Diego suspiró con cierto aire de
cansancio y sacó sus dagas encantadas del interior de su ropa. Las cogió por
sus filos y, mirándolas como si fuera la última vez, se las entregó a su
antiguo socio. Los ojos de Carrasco brillaron de codicia al tenerlos tan cerca,
aunque no se distrajo lo suficiente como para permitir que don Diego se
acercara más.
- Bueno, ahora, como comprenderás,
tengo que matarte.
- Eh- gritó Rocío-, serás mal
nacido.
- Tu calla, que a ti también te
llegará el turno.
- Bien me imaginaba que no
cumplirías tu palabra- le anunció don Diego con aparente calma.
- ¿Vas a decirme que por eso has
venido preparado?- preguntó con arrogancia el contramaestre.
- He venido, efectivamente,
preparado para morir.
Dicho esto, don Diego alzó el
sombrero de su cabeza de forma muy teatral y se inclinó ante el criminal,
quien, de inmediato, dudó si aquel movimiento exagerado no sería una suerte de
señal. En cuanto miró a su izquierda buscando el navío del pirata vio cómo una
flecha atravesaba el cuello de uno de sus hombres cayendo sin vida al suelo. El
contramaestre miró incrédulo a don Diego. En ese momento una piedra cayó sobre
la cabeza de otro de sus hombres partiéndosela en varios pedazos. El
contramaestre buscó el origen del ataque, viendo que en lo alto de los riscos
unas quince personas empezaban a atacarles.
- Imposible- dijo el contramaestre
sin querer salir de su perplejidad-. Tu barco-señaló mirando al navío.
- Simples muñecos, atrezo de un
viejo teatro destartalado- explicó con una sonrisa el pirata dando un paso más
hacia su antiguo contramaestre-. Hombres de carne y hueso debe de haber unos
tres en cubierta.
Carrasco miró a sus hombres cayendo
acribillados por las piedras y las flechas. Buscó la mirada de don Diego para
encontrarse su rostro a un palmo de sus narices.
- Si me permites- le dijo el pirata
al contramaestre; y en ese instante le arrebató las dagas de las manos. Antes
de que pudiera reaccionar, don Diego golpeó con su cabeza la cara del
contramaestre haciéndole caer al suelo del impacto.
- Corred- gritó don Diego a Juan
Barreto y Rocío- corred si en algo apreciáis vuestras vidas. ¡Hacia la gruta!
Muchos eran los hombres del
contramaestre como para que de un primer ataque cayeran todos abatidos; con
ello contaba don Diego, por lo que se apresuró a cumplir la segunda parte de su
plan. Entraron corriendo a la inmensa gruta esperando que sus hombres no
tardaran en bajar de los riscos para un combate cuerpo a cuerpo; eso evitaría
que el navío del contramaestre les bombardeara desde su posición. Mientras, tratarían
de desesperar a los que les persiguieran por la gruta aprovechando el
conocimiento que tenía don Diego de aquel intrincado laberinto.
- Vamos, vamos, vamos- les gritaba
don Diego a sus amigos mientras entraban en la gruta-, no miréis atrás, no
miréis atrás.
Solo bastaba eso para que Juan
Barreto mirara hacia atrás y tropezara cayendo con estrépito entre las rocas.
Don diego se detuvo y corrió para ayudarle, descerrajando un tiro en el rostro
de quien ya se lanzaba para matar al maestro.
- Estaréis contento- le reprochó don
Diego mientras le ayudaba a levantarse-, me habéis hecho desperdiciar un tiro.
- Pero si le habéis matado.
-No quería hacerlo, ahora, maldita
sea; ¿sabéis cuánto se tarda en cargar uno de estos trastos?- se quejó
señalando su arma- ¡Cuidado!
Uno de los piratas enemigos se
abalanzó sobre ellos, pudiendo don Diego esquivar la embestida y golpearle en
el cráneo con la pistola.
- Vamos, seguid corriendo- le ordenó
al maestro-, nos habéis hecho perder a Rocío.
Corrieron perseguidos por dos
piratas más y los dos disparos que les efectuaron sin éxito, aunque una de las
balas provocara que las esquirlas de la roca en la que se hundiera arañaran la
cara del maestro.
- Esperad- le ordenó don Diego
escondiéndose en un recoveco del laberinto e indicándole que hiciera él lo
mismo en su lado. Comprendió el maestro que debía golpear a sus enemigos en
cuanto les sobrepasaran y, para sorpresa del pirata, cumplió su cometido a la
perfección. Sin un ápice de clemencia, don Diego cortó el cuello de los dos
golpeados sin que Juan Barreto pudiera poner alguna objeción.
- Mi buen maestro, ellos no hubieran
dudado en cortaros vuestro cuello- le explicó comprendiendo el horror de su
rostro-. Además, sabíais a lo que veníais, no me miréis así.
Quiso reflexionar el maestro sobre
cómo un filántropo como don Diego podía matar con tanta sangre fría a sus
semejantes, pero el empujón que le asestó el pirata para que continuara la
carrera se lo impidió.
Doblaron un pasillo más de las
decenas que componían la caverna para encontrarse con algo que, de ningún modo,
esperaban.
- Pero bueno, ¿otra vez?- se quejó
don Diego.
- ¿Qué esperabais? Si me dejasteis
sola a mi merced- protestó con razón Rocío.
El contramaestre había conseguido,
probablemente por casualidad, llegar donde se encontraba la andaluza y de nuevo
la había apresado. Cogiéndole por el cuello, se protegía con su cuerpo mientras
le apuntaba con su arma. Herido en su orgullo tanto como en su nariz chorreante
de sangre, Carrasco parecía fuera de sí.
- Siempre te has burlado de mí,
Diego, incluso ahora, en el último de tus días te burlas de mí.
- Sí, siempre he sido muy burlón…
- ¡Silencio!-le gritó- ¡Estoy harto!
- ¡Pues acaba conmigo de una vez, si
eres hombre!
El contramaestre, guiado por su rabia,
apuntó su arma al pecho del pirata y disparó. El estruendo dejó paralizados a
los cuatro. Todos miraron al pirata que, con los ojos muy abiertos, hacía por
asimilar que se le iba la vida por el pecho. El contramaestre empezó a sonreír,
especialmente cuando don Diego se dejó caer de rodillas. Rocío gritó soltándose
de su opresor.
- No, Diego, Diego de mi vida- le
dijo arrodillándose para abrazar su cuello- tú también no, te lo suplico.
Don Diego miró a Rocío y luego a
Juan Barreto para brindarle una sonrisa.
- Cuidado- pudo decirle al maestro,
quien en ese instante miró a su frente para ver al contramaestre lanzarse
contra él. Pudo contener el golpe cayendo los dos al suelo.
- Ahora te corresponde a ti
acompañarlo, Juan Barreto-le dijo Carrasco sediento de sangre. Se lanzó contra
el maestro pero no pudo llegar a su destino pues en ese momento una bestia
descomunal surgió de la oscuridad para embestirlo con sus zarpas. Sus rugidos
eran estremecedores, lo mismo que los gritos del contramaestre mientras era
destrozado. Juan Barreto pudo reaccionar y cogió de la mano a Rocío. La bestia
cubría su huída y el pavor impedía cualquier intento de rodearla.
- Ay, virgencita, ¿qué hacemos?
Juan Barreto miró a don Diego, quien
yacía en el suelo. Empezó a retroceder hacia la única vía de escape que les
quedaba: el interior de la gruta. Bien sabía lo que ello podría significar,
pero no les quedaba otra opción. Sus pies pisaron algo extraño y miró al suelo.
Ahí estaban los cuchillos de la discordia. Los cogió. Su respiración era tan
agitada que apenas podía atender a los ruegos de Rocío para que le contestara.
En aquel momento, la bestia detuvo sus rugidos y se volvió para mirarles.
-Rocío: corred.
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Rocío corría delante. Juan Barreto
miraba cada dos pasos hacia atrás para comprobar lo mucho que se les aproximaba
esa bestia tan incalificable. Los rugidos reverberaban en sus oídos provocando
un constante estado de terror que le hacía flaquear las piernas. Notaba su
aliento, sus ansias de comer, al tiempo que recordaba las palabras del diablo
acerca del oso. Precisamente, suponiendo las ansias de aquella bestia por no
defraudar de nuevo a su señor, Juan Barreto apuraba a la andaluza mientras esta
no paraba de convocar a su virgencita. Huían del desastre para adentrarse en la
más absoluta oscuridad, mientras las paredes de la gruta se estrechaban
peligrosamente. El maestro sabía bien lo que ello significaba: llegaría un
punto en que quedarían estancados y la diferencia respecto al viaje de ida es
que ahora eran dos y él iba el último. Sin embargo, a pesar de todo el peligro,
Juan Barreto no podía dejar de pensar en don Diego. Si no hubiera caído
torpemente provocando que con su ayuda malgastara un disparo, hubiera podido
defenderse del ataque del contramaestre. No era justo, pero ¿cuántas cosas no
lo eran en esta vida que parecía llegar a su fin?
- ¿Hacia dónde vamos?- gritaba Rocío
con el terror dominando su alma indómita.
- Corred, corred, corred- le repetía
el maestro.
Un golpe seco anunció a Juan Barreto
que habían llegado al punto fatídico.
- Ay, virgencita, que no puedo
seguir.
- Sí podéis, por dios, empujad.
- Si ya lo hago, pero estoy
atascada. Ay, virgencita, no quiero morir.
Los rugidos crecían en ritmo e
intensidad. En medio de aquella tensión, Juan Barreto pensó que las paredes
también se apretarían para aquella bestia. Era imposible que pudiera acceder a
la estrechez donde se hallaban ellos. Solo era cuestión de ver hasta dónde
podía alcanzar su garra, pues con solo un movimiento podría engancharlo por la
ropa y tirar de él hasta sus fauces. Así fue: el monstruo no pudo continuar,
pero sus bramidos eran tan cercanos que actuaban en sí como golpes en la cara
del maestro. Podía sentir el movimiento de sus garras cortando el aire. Algún
zarpazo llegó a rozarle la espalda. Mientras, el maestro empujaba con todas sus
fuerzas a la andaluza.
- Mi vestido, mi vestido, que se
rompe.
No estaba la situación como para
preocuparse por el vestido, de modo que continuó empujando hasta que logró
desatascarla. La oyó caer al suelo y quejarse como una niña. Ya solo quedaba él
por pasar.
- Rocío, tirad de mi mano, os lo
suplico.
- Lo haría si pudiera verla. Como me
hayáis roto el vestido…
- Tirad, tirad- le pedía en medio de
los aullidos del monstruo.
Entre el empujar de él y el tirar de
ella, pudo pasar el otro lado del pasillo. Suspiró sabiéndose a salvo. De
hecho, el oso emitió un rugido que sonó a derrota y venganza al mismo tiempo,
retirándose en silencio.
- ¿Y ahora?- preguntó Rocío.
- Continuaremos hacia adelante.
- Pero si no se ve nada. ¿No es
mejor esperar a que ese bicho del demonio se duerma y regresar a la playa?
- No, creedme, lo mejor es
continuar.
- ¿Y a dónde lleva esto?, ¿habéis
estado antes?
- Sí, he estado antes. Por aquí se
llega a mi pueblo.
- ¿No habías dicho que vuestro
pueblo estaba en Almería?
- Rocío, si os parece bien,
hablaremos cuando lleguemos. Ahora lo mejor es continuar.
Huyendo del peligro y con el
instinto de supervivencia dominando cualquier otra actividad de su cerebro,
Juan Barreto no había pensado hasta ese momento que regresaba a su pueblo con
una invitada. Como una presa que se desborda, decenas de cuestiones invadieron
su mente. ¿Realmente llegaba a su pueblo?, si era así, ¿qué se encontraría?,
¿un lugar hostil donde sería perseguido por las autoridades que mandasen en ese
momento, probablemente del bando franquista? ¿Cómo subirían la sima? Hasta ese
momento, los que habían bajado lo habían hecho en contra de su voluntad, pero
nunca nadie había podido subir. ¿Gritarían hasta hacerse oír?, ¿y luego qué?
Por otro lado, ¿qué futuro le esperaba a Rocío?, porque si en el viaje de ida
él había retrocedido en el tiempo, era de prever que ahora regresarían a
finales de mil novecientos treinta y seis. ¿Cómo explicárselo?, ¿de qué modo lo
encajaría ella? ¿Se volvería loca?, ¿podría adaptarse a un tiempo que no era el
suyo en el que además se estaba en guerra fratricida?
Así discurría el maestro mientras
avanzaban en la oscuridad. Precisamente, el hecho de que la cerrazón de la
caverna no fuera desapareciendo a medida que avanzaban era una novedad del todo
preocupante para él, pues la lógica le decía que si en su primer viaje se había
alejado de la claridad, ahora debería acercarse a ella, pero no era así; solo
podía vislumbrar un diminuto haz de luz donde, en realidad, la luminosidad
debía servirles a esas alturas de guía. Aquello no era normal.
- ¿Falta mucho?- preguntó Rocío.
- Pues creo que no.
En aquel instante ambos empezaron a
distinguir una forma nada esperanzadora.
- ¿Qué es eso?
- Sea lo que sea, no debería de
estar ahí.
Aceleraron el paso para encontrarse
con un muro de piedra bien robusto. Juan Barreto empezó a tocarlo incrédulo.
- No puede ser, no puede ser-
repetía nervioso.
- ¿Qué pasa?- preguntó Rocío
contagiada de su actitud.
- Han tapiado la salida. No me lo
puedo creer.
- Ay, virgencita, ¿qué queréis
decir?, ¿que estamos atrapados?
Juan Barreto no quiso contestar.
Continuaba palpando el muro, buscando sin éxito un punto débil. Lo habían
construido a conciencia.
- ¿Y esa luz?- preguntó Rocío.
Juan Barreto había olvidado ese
punto de luz que había empezado a sacarles tenuemente de la oscuridad. Lo buscó
hallándolo en la parte alta del muro. Una pequeña rendija había quedado sin
tapiar representando en aquellos momentos una esperanza para el maestro.
- Si pudiéramos llegar hasta allá
arriba…quizás podamos empujar…
Rocío no esperó a que terminara de
hablar. Escalaba torpemente pero con determinación, llegando antes que su
compañero al punto referido.
- Se mueve, se mueve- anunció la
andaluza emocionada mientras empujaba la piedra mal encajada.
- Esperad, que os ayudo.
Empujaron los dos con una fuerza
directamente proporcional a sus ansias de vivir hasta que una de las piedras
cedió para caer al otro lado. Se miraron emocionados y, sin pronunciar palabra,
continuaron su acción hasta crear un pequeño hueco.
- Creo que por aquí quepo- dijo
Rocío empezando ya a introducirse. Juan Barreto la detuvo. En su memoria estaba
reciente la pila de cadáveres que en el centro de la sima habían acumulado los
falangistas de Santiaguito; unos cadáveres que estarían en avanzado estado de
descomposición. Era preciso que advirtiera a Rocío del peligro al que estaban a
punto de enfrentarse.
- Esperad, esperad; antes debo
hablaros.
- ¿Ahora?, pero si ya estamos…
- Sí, ahora- le interrumpió tajante
el maestro cogiéndola por el brazo-. Veréis, lo que probablemente nos
encontremos al salir de aquí puede que no os guste demasiado. Ocurrieron cosas
muy desagradables en mi pueblo antes de irme y seguramente todavía perduren.
- ¿Qué cosas?
- Guerra.
- ¿Guerra?, ¿los de villa abajo
contra los de villa arriba?- preguntó con sarcasmo-¿Cómo puede haber guerra en
un pueblo?
- Pues la hay, creedme.
-Tonterías.
- No, es muy en serio. Cuando
asoméis vuestra cabeza por ese agujero entraréis en un mundo desconocido para
vos. Lo cierto es que no sé cómo explicároslo…
- Pues qué mejor que pasar al otro
lado y verlo con mis propios ojos, porque vive dios que habéis despertado mi curiosidad.
Y diciendo esto, metió la cabeza por
el agujero. Juan Barreto cerró los ojos esperando el momento en que Rocío
gritaría al ver la pila de cadáveres. La andaluza se esforzó logrando sacar su
cuerpo hasta la cintura.
- ¡Qué bonito!- gritó llena de
admiración.
Juan Barreto abrió los ojos
extrañado y sin saber si había entendido bien.
- ¿Bonito?
- Sí, es precioso. Ayudadme un poco,
empujad- el maestro lo hizo mientras Rocío continuaba hablando-. Han apuntalado
el muro con unas maderas, creo que podré bajar por ellas. Oh, no- gritó.
- ¿Qué sucede?- preguntó el maestro
alarmado sin poder ver nada aún pues Rocío no había conseguido salir del todo.
- Mi vestido- se lamentó-, se ha
vuelto a romper.
Juan Barreto suspiró pues había
pensado en algo mucho peor que el descosido de un vestido. Se moría por sacar
su cabeza y ver qué podía haber de bonito en aquella fosa común. Con mucho
esfuerzo pudo alongarse hasta la cintura quedando paralizado por la impresión.
Un vergel se presentaba ante sus ojos. Ni rastro de cadáveres. En su lugar, un
jardín diseñado con un gusto exquisito albergaba plantas y árboles de todo
tipo. Un auténtico jardín botánico, en cuyo centro concurrían pequeños
torrentes de agua que rodeaban las mesas de un merendero. El cantar de los
pájaros y aves que allí vivían se hizo ahora más que evidente para el maestro.
- ¿Qué cosas malas pueden haber
aquí, Juan Barreto?- le preguntó Rocío mirando extasiada a su alrededor. El
maestro quiso hacerse esa misma pregunta pero estaba demasiado ocupado tratando
de descender por el entramado de madera que reforzaba el muro. Una vez con los
pies en el suelo, compartió esa misma mirada embelesada de su compañera. De
pronto, una voz le puso en alerta.
- ¿Habéis oído?- dijo Rocío-. Ha
gritado vuestro nombre.
- ¿Estáis segura?- preguntó casi sin
poder tragar.
- Sí, sí.
La voz volvió a sonar provocando un
ligero eco en la sima. “Juan”, “Juan Barreto, ¿dónde estás?”. Pero no solo era
una sino varias las voces que le requerían.
- Vaya, parece que os buscan. ¿No
será que habéis huido de esa guerra que me habéis contado y ahora os buscan por
desertor?
El maestro no supo qué responder. No
tenía ni idea de cómo contarle con pocas palabras un conflicto como la guerra
civil de la que había logrado escapar. Le hubiera gustado tener a su lado en
aquel instante al capitán Cardosa o a don Diego Quintana y Salazar, o a ambos
al mismo tiempo; seguro que le hubieran insuflado el valor necesario para
enfrentarse a semejante circunstancia.
“Juan Barreto”, volvieron las voces.
En aquel instante, el maestro retrocedió espantado. En lo alto de la sima se
asomaba Santiaguito. No podía distinguirlo bien por el contraluz, pero su voz
le resultaba inconfundible.
- Atrás- le pidió el maestro a
Rocío-, que no os vea.
Rocío obedeció más intrigada que
asustada.
- Juan, ¿Eres tú?- le preguntó
Santiaguito desde el borde. El maestro se extrañó pues le pareció que en su
tono había mucho de alegría y poco de odio-. ¿Pero qué haces ahí abajo? Todo el
mundo te anda buscando- Juan Barreto miró a Rocío sin poder darle una
explicación-. Está aquí-, gritó Santiaguito tras de sí-, le he encontrado-
volvió a mirarle-. ¿Pero qué haces? Sube, hombre, que te estamos esperando- le
pedía sin dejar de sonreírle.
- ¿Pero por dónde subo?- se atrevió
por fin a preguntar el maestro.
Santiaguito quedó sorprendido.
- Pero qué preguntas tienes. Sube
por la escalera, ¿por dónde va a ser?
La información dejó congelado a Juan
Barreto. ¿Desde cuándo había habido una escalera en la sima? Sin embargo, allí
estaba. A unos pocos metros a su izquierda, arrancaba del suelo una escalera de
caracol hecha de hierro. La miró maravillado.
- ¡Pero sube de una vez, hombre, que
no podemos empezar sin ti!
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Juan Barreto se acercó a la escalera
de caracol preso aún por el asombro. Con temor a convertirse en piedra, puso el
pie sobre el primer escalón. Rocío hizo lo mismo pero antes quiso tocar la
baranda. Sonrió con curiosidad.
- Una escalera de hierro- dijo la
andaluza-. Nunca había visto una.
El maestro empezó a ascender
llevando cuidado de que Rocío no se le adelantara, pues era tan extraño para él
que no podía menos que desconfiar de todas aquellas novedades. Subía despacio y
sin dejar de mirar hacia arriba. Todavía el contraluz era intenso, impidiéndole
una visión nítida de Santiaguito.
- Sube más deprisa, hombre- le animó
desde arriba el de su pueblo.
Llegó al fin a la superficie
deteniéndose con recelo en los últimos escalones.
- ¿Pero qué te pasa, Juan?- preguntó
Santiaguito sin dejar de sonreír.
Lo insólito se había presentado en la vida de
Juan Barreto aquel día y parecía no querer abandonarle pues Santiaguito vestía
ropas propias del siglo XVIII. ¿Qué estaba ocurriendo? De nuevo se le aparecía
esa sensación desagradable de estar soñando que tanto le había costado
desterrar. ¿Es que no había regresado a su tiempo? Y si no era así, ¿qué hacía
Santiaguito en ese siglo? ¿O es que el sueño había consistido en vivir una
guerra civil doscientos años más tarde de su tiempo? Demasiadas preguntas y
mucha angustia. Quiso preguntarle a Santiaguito por qué iba de esa guisa, pero
la visión de Rocío hizo que este se le adelantara.
- ¡Acabáramos!- exclamó
Santiaguito-. Si llegamos a saber que estabas acompañado no te hubiéramos
buscado; y bien acompañado, por lo que veo- señaló asombrado por la belleza de
la joven, quien sonrió agradeciendo el cumplido-. ¿No me vas a presentar a tu
novia?
- No es mi novia- se apresuró a
aclarar el maestro con sonrojo-. ¿Cómo vas vestido así?- le preguntó al fin.
- ¿Así cómo? Pero Juan, ¿qué te
ocurre? Ah, ya entiendo- y sonrió con picardía-. Habéis estado un buen rato
allá abajo y ahora la sangre tarda en subirte a la cabeza, ¿eh, pillastre? ¿Es
que has olvidado que hoy celebramos tu día? Si tú también estás vestido para
celebrarlo.
- Mi cumpleaños no es hoy- dijo cada
vez más extrañado.
- ¿Qué cumpleaños? Ay, Juan, que
empiezo a pensar que te estás burlando de mí. El día nacional, hombre.
- ¿Qué día nacional?
Santiaguito arrugó el rostro.
- ¿Pero qué dices? El día de
Jovellanos-Barreto; el día nacional, por eso no podemos empezar sin ti. Tú
llevas su nombre y su apellido, además de parecerte muchísimo con él. Por eso
siempre hemos dicho que es tu día.
- Ah, sí, claro- confirmó Juan
Barreto para no despertar más sospechas de su absoluta ignorancia. Rocío dio un
paso para hablarle en el oído.
- ¿Qué ha dicho de don Gaspar?
- No tengo ni idea- le contestó.
En aquel momento, Santiaguito miró
al camino atraído por el ruido.
- Ah, ya están aquí. Menos mal.
Empezó a agitar el brazo para que
les vieran.
Rocío se echó atrás instintivamente
al ver dos enormes cajones negros acercándose a ellos con gran estruendo. Se
colocó tras la espalda del maestro buscando protección. Para Juan Barreto, la
llegada de los dos automóviles le confirmaba que había llegado al año correcto,
pero aún así, no terminaba de sentirse seguro. Rocío quiso correr pero Juan le
agarró del brazo.
- No temáis- le susurró el maestro-,
no es nada malo. Os lo aseguro.
- ¿Pero qué es?- preguntó temblando
y sin poder apartar la vista de los coches.
- Son medios de transporte.
- ¿Y los caballos?
- No los necesitan. Os prometo que a
su debido tiempo os lo explicaré todo. Ahora es importante que no temáis y que
no os separéis de mí.
Los automóviles frenaron a su lado
saliendo de ellos unos cinco hombres más que Juan Barreto reconoció como
amigos.
- Estabas aquí- dijo uno alegre-.
¿Se puede saber qué…
Quedó mudo al ver a Rocío. El resto
fijaron atónitos los ojos en ella.
- Madre mía, qué belleza- murmuró
uno.
- Qué callado te lo tenías- añadió
otro y rieron.
- Esta es mi amiga Rocío- presentó
con timidez Juna Barreto-. Rocío, estos son mis amigos.
Todos la saludaron al unísono en una
competición espontánea por quién lo hacía más caballerosamente. Adulada como se
vio, Rocío sonrió haciendo un pequeña reverencia.
- Vamos, todos a los coches, que
llegamos tarde- gritó Santiaguito.
Subieron, pues, los amigos quedando
Rocío dudando ante aquel prodigio que no podía comprender. Juan Barreto le
tendió la mano, no solo para que subiera sino, sobre todo, para transmitirle
confianza.
- Rocío- dijo uno de ellos-, ¿qué te
pasa?, ni que fuera la primera vez que subes a un automóvil.
El maestro y la andaluza se miraron
compartiendo una complicidad que los demás desconocían; solo entonces Rocío se
atrevió a entrar en el coche sentándose junto al maestro. En cuanto se puso en
marcha, la andaluza cerró los ojos al tiempo que apretaba la mano del maestro.
- Realmente nos tenías preocupado-
continuó con el mismo tema Santiaguito-. Llevamos buscándote desde ayer. No
veas cómo tienes a tu madre.
Juan Barreto pensó que se le había
parado el corazón al escuchar esa última parte.
- ¿Cómo que mi madre?- preguntó con
el deseo de que no se estuviera burlando de algo tan delicado como el dolor por
su madre muerta.
- Sí, nos pidió que te buscásemos,
que habías salido a no sé qué y que no habías vuelto.
Juan Barreto empezó a agobiarse.
Ahora era él quien apretaba la mano de Rocío; ésta había ido abriendo los ojos
poco a poco, comprendiendo que el que estaba sentado delante y movía una gran
rueda con las manos era quien controlaba ese artilugio. Quiso gritar que iba
demasiado rápido, que quería vomitar, pero no lo hizo; por alguna razón que no
pudo comprender, empezó a sentir fascinación por lo que estaba viviendo.
El joven maestro, abrumado por la
naturalidad con la que Santiaguito había mencionado a su madre, apartó la vista
para mirar por la ventanilla. Su asombro fue mayúsculo. Reconocía su pueblo,
pero al mismo tiempo era incapaz de describir su transformación. Las calles
lucían todas asfaltadas y decenas de coches las recorrían. Las casas brillaban
de color, los niños corrían de un lado a otro riendo. No apreció rastro alguno
de la guerra de la que había huido y tampoco de la miseria que había
caracterizado el lugar. Eso debía ser motivo de alegría para él, pero no
hallaba la forma de sonreír. Todo era demasiado insólito como para poder
disfrutarlo. Cuando quiso volver a la conversación vio que Rocío se había
animado a hablar con sus acompañantes, quienes le reían cada una de sus
gracias.
- ¿De dónde la has sacado?- le
preguntó Santiaguito a Juan Barreto-, es genial, y además habla tan
antiguo…¿Eres actriz?- y miró a Rocío. La andaluza sonrió ilusionada al
escuchar la pregunta. Miró al maestro como si buscara su aprobación.
- Sí, eso es, actriz soy- contestó
con orgullo.
- Ya hemos llegado- anunció el otro
acompañante.
Los coches se detuvieron frente a la
plaza. Juan Barreto continuó sin poder expresarse. El impacto era mayor que el
recibido al viajar al siglo dieciocho. La plaza estaba engalanada con banderas
nacionales. Un gran retrato del rey Alfonso XIII presidía las mesas que para el
almuerzo se habían habilitado. Cientos de personas vestidas como en el reinado de
Carlos III iban de un lado a otro, charlando, riendo, o esperaban sentadas a
que diera comienzo el festín. En el centro de la plaza una gran fuente de
comida embriagaba los ojos del más hambriento. Todos aplaudieron en cuanto se
percataron de que Juan Barreto había sido encontrado. El maestro no sabía dónde
mirar del azoramiento que sufría.
- Oye, Juan- le dijo Santiaguito-,
¿te importa si Rocío se sienta con nosotros? Te prometo que la trataremos bien.
Juan Barreto miró a Rocío quien
asintió ilusionada con la cabeza.
- Sí, claro, ¿pero dónde me siento
yo?
Santiaguito sonrió incrédulo.
- Pero Juan, ahora en serio ¿te
diste en la cabeza o algo así?
Al maestro le gustó la idea.
- Sí, algo así.
- Tú te sientas ahí, en el centro,
con tu familia.
Juan Barreto siguió la dirección que
le señalaba quedando todo en un segundo plano a partir de aquel instante. Los
sonidos se apagaron, los movimientos se ralentizaron, sus ojos solo podían
enfocar a la mujer que le sonreía desde el centro de la mesa. No podía ser, no
era cierto; había muerto cinco años atrás, él mismo la había acompañado en sus
últimos instantes y la había enterrado. Sin embargo, ahí estaba, sonriéndole
con alivio al verle llegar. No supo cómo pero sus piernas se movieron hasta
llegar a ella. Era incapaz de articular palabra. Su única constante vital era
la mirada que fijaba en su madre. La tenía ya a un palmo de distancia y aún su
bloqueo persistía. Notaba una fuerte presión en la garganta que le impedía
tragar.
- Hijo, ¿pero dónde te habías metido?
Oírla hablar desató al fin sus
sentimientos, pues empezó a llorar al tiempo que se arrojaba a sus brazos. Era
real, la estaba tocando, y cuanto más palpaba su carne más lloraba.
- Pero Juan, ¿qué te ocurre?- le
dijo separándole con delicadeza-, parece que hiciera años que no me ves.
Juan Barreto lloró de alegría al
escuchar ese comentario. Si aquello estaba siendo un sueño, rogó con todas sus
fuerzas no despertar nunca.
- Nada, madre, no me pasa nada- le
dijo con dulzura. Apartó entonces la vista un instante para encontrarse con el
rostro de una adolescente que le resultó conocido. A poco que concentró la
mirada en ella la reconoció. Incrédulo, puso la mano sobre la mejilla de la
joven.
- Hermana- dijo al fin-, hermana
mía; bendito sea el cielo- y la abrazó.
La banda del pueblo llamó la
atención de los asistentes con su música para que ocuparan sus sitios. Juan
Barreto observaba todo tan expectante como ilusionado. Rocío reía las gracias
de todos los hombres que la rodeaban al tiempo que bebía vino. El maestro
sonrió tranquilo al ver cómo la andaluza había encajado rápidamente en su nuevo
tiempo. Aprovechando la idea que le sugiriera Santiaguito, el maestro habló a
su madre.
- Madre, no quiero preocuparte, pero
allí en la sima me golpeé en la cabeza y desde entonces tengo lagunas en mi
memoria. No te preocupes, no debe ser nada serio…
- Mañana mismo vas al médico.
- Madre, no podemos permitirnos ir
al médico- señaló anclado aún en la realidad de la que había huido.
La madre lo miró pensando que,
efectivamente, el golpe debía de haber sido grande.
- Claro que podemos, hijo. El
hospital es para todos.
- ¿Tenemos hospital?- dijo su hijo
alzando la voz y bajando la vista al provocar la mirada de quienes más cerca
estaban-. ¿Tenemos hospital?-preguntó más bajo.
- Sí, y mañana sin falta vamos para
que te vean ese golpe.
- ¿Qué es el día nacional
Jovellanos-Barreto?- preguntó de seguido-. No me mires así, madre, que ya te he
dicho que tengo algunas lagunas.
- Un lago, diría, más bien- y
sonrió-. Juan, es el día de nuestro país.
- ¿Pero qué se celebra y por qué se
llama así?
- Celebramos el día en que el rey
Carlos III firmó el decreto por el cual le quitaba las tierras a los nobles y
se las entregaba al pueblo- le explicó con paciencia-. Aunque el pueblo
agradeció con locura el gesto del rey, este hizo recaer todo el mérito a su
ilustrado favorito, Jovellanos, quien, a su vez compartió la autoría del
decreto con Juan Barreto. Lo cierto es que nadie sabe quién fue ese tal Juan
Barreto; ningún libro habla de él y tampoco Jovellanos nos dejó pistas. Solo
sabemos que existió por un registro de la prisión de Cádiz y por el retrato que
le hiciera Goya. Precisamente, por tu parecido con él y porque llevas su
apellido, que era el de tu padre, en paz descanse, siempre nos han puesto en
esta lado de la mesa; y ya desde hace unos años tú das el brindis inicial.
Juan Barreto quedó paralizado.
- ¿Qué brindis?
Se percató entonces que en el
silencio reinante todos esperaban con su copa alzada a que Juan Barreto les
hablara. El maestro miró desconcertado a su madre quien le indicó que se
levantara. Tras mirar aterrado a la multitud, reaccionó y cogió su vaso para
alzarlo. Quedó con el vaso alzado unos segundos que se le hicieron
interminables. La emoción era tan intensa como las novedades que recibía a cada
segundo de su regreso. Sin decir una palabra, dejó el vaso en la mesa y corrió
huyendo del lugar ante el asombro de los asistentes.
46
Juan Barreto corría por las calles
desiertas de su pueblo. Con la totalidad de los habitantes en la plaza, nadie
le vio llorar mientras buscaba la escuela donde había estudiado y donde había
impartido clases. Detuvo su carrera pues reconoció al fin la fachada. El resto
del edificio era nuevo para él, ocupando el triple de espacio de la que
conociera antes. Todo en su interior rezumaba enseñanza. Los pasillos,
adornados con dibujos de los alumnos, le condujeron a su antigua clase, o lo
que podía reconocer de ella pues ahora se le presentaba como una biblioteca tan
diáfana como colmada de libros. De dónde habían salido, era algo que no podía
responder pero verlos así en fila, enseñando con descaro sus lomos coloridos,
le alegró el alma y le ayudó a serenarse. Necesitaba ordenar sus ideas, o, más
bien, aceptarlas.
Sus ojos se movieron inquietos por
la biblioteca hasta encontrar lo que buscaba. Cogió el enorme libro de arte que
llevaba por nombre el de Goya y lo abrió pasando nervioso las hojas. Al fin lo
encontró: el retrato de Rocío en el estudio del pintor. Ahí estaba su sonrisa,
el gesto típico de quien ama la vida, el alma asomada en los ojos. No hubo
pasado más que una página y encontró algo que le obligó a sentarse. Las
lágrimas volvieron a brotar pues contemplaba el retrato que de su persona le
había hecho Goya. Era como verse en un espejo, más intenso incluso porque el
retrato recogía una melancolía que nunca había captado viendo su reflejo. De
pronto, una idea le asaltó haciéndole pasar las páginas con rapidez. ¿Habría
pintado a los viejos comiendo sopa, la lucha a garrotazos o el gran cabrón? Ahí
estaban, oscuros y siniestros, tal como habían sido siempre, tal como él los
había vivido. Al pasar la hoja no pudo evitar sonreír pues las majas vestidas y
desnudas llevaban el rostro de Rocío; en realidad, siempre lo habían llevado,
solo que ahora se daba cuenta al fin.
Por eso siempre la andaluza le había resultado familiar. Continuó
examinando las láminas del pintor hasta llegar al final del libro.
Quedó pensativo pues había echado en
falta algún cuadro. Volvió a mirarlo y comprobó que no se había equivocado: no
estaban ni los fusilamientos del tres de mayo ni la carga de los mamelucos.
Leyó cuanto texto encontró sobre la vida del pintor y nada decía de estas dos
obras como tampoco de ninguno de los retratos que le hiciera a Godoy. No
obstante, lo más extraño era que el texto acababa diciendo que Goya había
muerto en su pueblo natal, Fuendetodos. Eso era del todo imposible pues el
pintor había fallecido en Francia.
Volvió a los libros para buscar la
enciclopedia de historia, escogiendo directamente el tomo correspondiente al
siglo XVIII español. Le llamó la atención su portada pues en ella no figuraba
la “lucha a garrotazos” sino “El tapa sol”, también de Goya. Abrió el tomo y
leyó. Todo estaba tal cual lo había conocido siempre, al menos hasta la mitad
del reinado de Carlos III. Lo que encontró a partir de ahí le dejó estupefacto.
El rey había, efectivamente, aprobado el decreto por el cual se le expropiaban
las tierras a los nobles. No solo eso, también les obligaba a pagar impuestos.
Los nobles, indignados, plantaron batalla, pero el monarca obtuvo el rápido y
unánime apoyo del resto de sus súbditos por lo que, tras una corta guerra
civil, el estamento de la nobleza desapareció en sí mismo. El siguiente paso
fue la expropiación de las tierras de la iglesia, casi un siglo antes de que lo
hiciera Mendizábal, solo que ahora se le habían entregado esas propiedades a
los campesinos, lo mismos que las tierras nobiliarias. El progreso y la paz del
reino fueron tales que el rey elevó a Jovellanos a ministro plenipotenciario,
si bien don Gaspar lo rechazó. Al morir Carlos III le sucedió su hijo Carlos
IV, ejerciendo un gobierno tan ecuánime que España se alzó en primer país de
Europa junto con Inglaterra. Nada decía la historia de Godoy ni de la esposa
del rey, María Luisa de Parma.
A este punto, Juan Barreto hubo de
detenerse para reflexionar. Le costaba creer que un simple decreto cambiara la
historia de raíz pero así había sido. Nada más sencillo que eso. Siguió leyendo
para encontrarse con algo que le nubló el pensamiento pues según esa
enciclopedia, la Revolución Francesa no había tenido lugar, no había existido.
Resultó que el rey español Carlos IV había convencido a su primo el rey francés
Luis XVI de los beneficios que generaba el decreto de expropiación de tierras.
Luis XVI lo aplicó desencadenándose exactamente el mismo proceso que se
desarrolló en España. Impresionante. Pero había más: la paz y el progreso
habían sido tales en Francia y en España que pronto se contagió al resto de
Europa, de modo que cuando se extendió la Revolución Industrial desde el Reino
Unido, las monarquías y repúblicas legislaron para que no se cometieran abusos
ni miserias entre patronos y obreros. A este punto, con otros tomos de la
enciclopedia, Juan Barreto tuvo que restregarse los ojos pues nada encontró
sobre Napoleón o Marx, siendo lo más
asombroso que la Revolución Rusa no había tenido lugar.
Un simple decreto, una idea
comentada en un almuerzo, había dado un giro a la humanidad de ciento ochenta
grados. Siguió leyendo con avidez para ver lo que decía sobre La Gran Guerra
Europa de 1914 para hallar el más absoluto vacío pues no había existido. Dado
que los dirigentes de los países habían cercenado el poder de los nobles y la
Iglesia compartiéndolo con el pueblo y dado que el concepto de lucha de clases,
esgrimido por el inexistente Karl Marx, había desaparecido, los países no
aplicaron la ley del más fuerte para conseguir recursos y fuentes de energía en
el continente africano o asiático, de manera que no se dieron jamás fricciones
entre los países industrializados que, además, ayudaron al desarrollo de
África. Al no producirse la Gran Guerra, Juan Barreto tampoco pudo hallar nada
sobre la situación de miseria de Italia y la creación del fascismo por
Mussolini. El crack de 1929 se había dado pero solo produjo consecuencias en
Estados Unidos, de modo que Europa no quedó resentida, no apareciendo palabra
alguna sobre la situación caótica que la crisis económica produjo en Alemania
ni sobre la creación del nazismo y Hitler. Del mismo modo, Simón Bolívar o
Sucre no habían pasado a la historia, pues las regiones de España en América
solicitaron pacíficamente su independencia a lo largo del siglo XIX,
concediéndoselas los distintos monarcas españoles a cambio de buenas relaciones
comerciales. Fernando VII había sido un monarca ejemplar pues jamás había
tenido que competir con Godoy, dado que Carlos IV le enseñó el oficio de
gobernar con total confianza desde su primera adolescencia. Isabel II había
competido en eficacia y estima con la otra reina del momento, la reina inglesa
Victoria y el general Prim no había tenido que dar ninguna revolución Gloriosa,
siendo el general el principal ministro de Isabel II y artífice de la
industrialización y modernización del país. Gracias a Prim, España había sido
el primer país, tras Inglaterra, en extender vías de ferrocarril por todo el
territorio, de electrificar las ciudades, de adoquinar sus calles, de llenar de
escuelas sus pueblos, de erradicar las enfermedades más mortíferas. La
democracia real llegaba pues con él a España, haciendo del todo inútiles los
intentos de Cánovas del Castillo por beneficiar solo a la burguesía de ello.
Sin sistemas caciquiles ni elecciones amañadas, el país había entrado en el siglo
veinte conservando felizmente Cuba. Canalejas no fue asesinado pues el
anarquismo nunca había existido, siendo este presidente el responsable de la
buena marcha del país durante veinticinco años. De modo que el general Primo de
Rivera no había tenido que dar ningún golpe de Estado y la Segunda República no
había llegado por, simplemente, innecesaria. ¿Franco? Tampoco.
Juan Barreto cerró el libro y dejó
caer su cuerpo en el respaldar de su asiento. De pronto, se sintió abrumado.
Saberse responsable de todos aquellos cambios era algo a lo que no se podía enfrentar sin preparación. Tenía la
certeza de no estar soñando; Rocío era la prueba de ello.
- Sabía que te encontraría aquí-
Juan Barreto regresó de sus pensamientos para encontrarse con el rostro de su
madre- Siempre te escondías en la escuela cuando algo te preocupaba. Ahora lo
sigues haciendo.
- Estoy bien, madre, de verdad.
-Pero ese golpe en la cabeza…
- Ya ha pasado, he recuperado toda
la memoria.
- ¿Así, de repente?
- Como se fue, así vino- y sonrió.
- Me alegro entonces.
Hizo por irse pero Juan Barreto le
cogió la mano. Había aún mucho de incredulidad en el hecho de poder ver y tocar
a su madre.
- Madre, ¿puede Rocío vivir con
nosotros una temporada?
- No veo por qué no.
- No tiene dónde quedarse.
- No me cuentes su historia. Haya
hecho lo que haya hecho, ya me lo contará ella si lo considera necesario. Si tú
confías en ella yo también.
Juan Barreto mantuvo unos segundos
su mirada en la de su madre.
- Gracias, madre- le dijo sonriendo.
- Me sigues mirando como si hiciera
siglos que no nos viéramos. Ay, hijo mío, tú y tus libros- Dicho esto, la madre
de Juan Barreto se marchó de la biblioteca.
Pasadas dos semanas, Juan Barreto se
había adaptado por completo a su nueva vida y a su nuevo tiempo. No había sido
el único, pues Rocío no había perdido el tiempo, siendo ya una más en el pueblo
y con muchos pretendientes, por cierto. No había tenido otro remedio que
aceptar su viaje en el tiempo pues no podía negar la realidad de cuanto veía.
- Si eso es así- le dijo Rocío la
primera vez que el maestro le contara con calma lo que ocurría-, ¿por qué al
volver a este año la entrada a la cueva desde la sima estaba tapiada con
piedras?
Por increíble que pudiera parecer,
Juan Barreto no había tenido tiempo de hacerse esa pregunta. No pudiendo
contestar a la andaluza, decidió averiguarlo por su cuenta.
- Pues siempre ha estado ahí,
¿sabes?- le dijo Santiaguito-. Bueno, no siempre. Cuenta la leyenda que se
levantó hace poco más de dos siglos, justo antes de que Carlos III firmara el
decreto que lleva tu nombre. Parece ser que un día los lugareños vieron salir
una luz rojiza del fondo de la sima. Al acercarse notaron un fuerte olor a
azufre y cuando se asomaron vieron nada menos que al diablo en persona
construyendo el muro. Lucifer parece ser que se dio cuenta de que le miraban y
le dijo a los extrañados campesinos que ese muro era para detener al destinado
a destruir su mundo. Los paisanos no solo no le hicieron caso sino que
empezaron a tirarle piedras. ¿Te imaginas? Tirarle piedras al mismísimo diablo.
Este, muy enfadado, se desvaneció con gran estrépito olvidando tapiar una de
las esquinas superiores de su muro. Los paisanos, después de reírse lo
suyo, regresaron a sus casas llevándose
seguramente una buena reprimenda por contar semejantes historias a sus esposas
como excusa por llegar tarde a cenar.
Santiaguito sonrió por aquella frase
final y Juan Barreto imitó el gesto. No fue hasta que se marchó su amigo cuando
borró su sonrisa pues bien sabía que aquella historia poco debía tener de
leyenda y sí mucho de realidad.
La
luz eléctrica y los grifos eran las dos únicas cosas que Rocío no alcanzaba a
comprender todavía, siendo bastante frecuente encontrarla apretando
constantemente los interruptores o abriendo y cerrando el grifo. No digamos ya
la cisterna del baño.
Así, apretando el interruptor de la
lámpara, solía hablar al maestro en su escritorio de la escuela. Aquella noche,
había encontrado un motivo lo suficientemente alegre como para apretar el
interruptor más rápido de lo habitual.
- El cine me parece un invento
fabuloso- le dijo entusiasmada-, más que el teatro. ¿Sabes? Ya sé lo que quiero
ser en esta época a la que me has traído.
- ¿El qué?- preguntó él con
curiosidad.
-Actriz de cine- y con una gran
sonrisa que decía mucho de su determinación se marchó de la habitación. Juan
Barreto quedó meditando. Le resultaba imposible no pensar en lo sucedido. Lo
hacía una y otra vez, mañana, tarde y noche. Lo único que le distraía eran las
clases que impartía, pero una vez terminadas estas, ahí estaba su
extraordinaria historia rondándole una y otra vez. Sentado en su escritorio
miraba el cajón que mantenía siempre cerrado con llave. Todas las noches lo
miraba con la tentación de abrirlo. Esa noche, con el feliz hallazgo de
profesión de Rocío aún reciente, Juan Barreto cedió ante la tentación y abrió
el cajón. Ahí estaban los cuchillos de don Diego Quintana y Salazar, brillando
para él. Dudó y volvió a dudar frotándose las manos hasta que por fin los
cogió. Sucedió entonces que mientras los acariciaba le nacieron unas ganas
incontenibles de cantar.
FIN
41
Solo y desamparado se hallaba el
maestro. Tras la promesa por parte de las autoridades de capturar a los
malhechores, quedó a merced de las circunstancias en medio del amanecer bullicioso
de Madrid. La brisa mañanera le produjo un escalofrío, recordándole aún más su
condición de indefensión absoluta. ¿Qué haría ahora?, ¿cómo resolver una
situación como aquella él solo? Porque, ¿a quién podía acudir? Consideró a don Gaspar Melchor de Jovellanos, pero ¿qué
le diría? ¿En qué modo podría ayudarle el ilustrado sin comprometer su puesto?
Descartó también a don Francisco de Goya, a menos que el hambre extrema le
empujara a su casa, cosa que, en realidad, no deseaba, más por vergüenza que
por cualquier otro sentimiento. Tampoco estimó prudente acudir a la pensión
donde se habían hospedado, pues era obvio que estaría vigilada por los hombres
de Carrasco. ¿Cómo haría para sobrevivir? Debía buscar un oficio, pero ¿qué
sabía hacer él salvo enseñar?
En tales divagaciones se hallaba
cuando cayó en la cuenta del torbellino humano que le había succionado. Estaba
en el mercado. Sus olores y gritos lo delataban. Quiso huir pero, abrumado,
optó por sentarse en uno de los escalones de la plaza central. Los madrileños
pasaban a su lado ignorando su presencia. Apoyada la barbilla en la palma de su
mano y ésta en la rodilla, el maestro suspiró. Su estado era tal que le
molestaba respirar, sentir, ver, escuchar…incluso casi vivir.
Cerró
los ojos y se tapó los oídos, convirtiendo el ruido en un simple rumor
persistente. Fue entonces cuando sucedió, ahí estaba de nuevo el aire llenando
su diafragma. La boca no optó por el embudo sino por una forma mucha más
abierta, como si quisiera obligarle a sonreír. Sabía lo que estaba a punto de
sucederle; solo deseaba que en medio de toda la multitud no le saliera la voz
de castrato. Un impulso le obligó a levantarse y abrir los brazos lo mismo que
si anunciara un espectáculo de comienzo inminente.
Y,
en efecto, el espectáculo comenzó. Juan Barreto comenzó a cantar con alegría
contagiosa para todos los presentes. Cantaba con potencia, queriendo llegar a
cada puesto del mercado. Su voz de atractivo tenor pronto llamó la atención y
la gente hizo animada un corro a su alrededor. Miraba a cada uno de ellos, les
sonreía, les guiñaba el ojo mientras su canción les alegraba los corazones. La
primera moneda no se hizo de rogar y cayó a sus pies anunciando la llegada de
numerosas compañeras. Al terminar, los aplausos y piropos le llovieron como las
monedas, lo que le impulsó a continuar para mayor deleite de su público. El
repertorio era interminable: dramáticas, cómicas, amorosas. Todos recibieron lo
que deseaban oír, incluso los niños abandonaron sus travesuras para escucharle.
Cuando
la multitud retornó a sus quehaceres, Juan Barreto, aun sin comprender del todo
lo que había ocurrido, se acomodó de nuevo en el escalón y, con el aire feliz
de su cantar aún en el cuerpo, empezó a contar las monedas que rodeaban sus
pies. Con aquella cantidad podría comer e incluso buscar una pensión modesta
para pasar la noche. Se extrañó ante una habilidad, la del canto, que ignoraba
poseer. Apenas había terminado de plantearse esa cuestión cuando recordó los
cuchillos de don Diego Quintana y Salazar. El encantamiento de las dagas era
real, porque, si bien nunca había cantado en público, sí era cierto que, desde
muy niño, había deseado ser cantante, solo que la realidad de su vida había
relegado tal anhelo al más abandonado de los cobijos de su consciencia.
Miró con precaución uno de los
cuchillos. La sangre seca de su hoja le recordó la amarga pérdida del capitán
Cardosa y la angustia que le provocaba el secuestro de Rocío. Suspiró y cerró
la chaqueta protegiendo las dagas de los ojos ajenos. Determinó entonces no
dejarse abatir por las circunstancias: tenía dinero y ya sabía cómo conseguir
más si le hiciera falta; por de pronto, ahora convenía llenar el estómago y
procurarse un techo.
Tomó habitación en una posada
cercana al mercado donde, además de comer, pudo darse un merecido baño. Ni por
un segundo abandonaba los cuchillos, incluso en el balde que hacía las veces de
bañera. Mirándolos, se preguntaba qué había esperado don Diego de él al
entregárselos. Un misterio que se sentía incapaz de resolver. Descartó buscarle
en prisión; era demasiado comprometedor para él, resolviendo permanecer en la
ciudad no fuera que el pirata tuviera algún plan de fuga y necesitara
encontrarlo con facilidad. Fijaba la vista en las empuñaduras de las dagas
reconociendo, únicamente, su esmerada, y enigmática decoración, pues de
resolver su secreto, se rindió con prontitud.
Regresó a la plaza del mercado, a la
misma hora que el día anterior, dispuesto a ganarse el sustento con un nuevo
recital. Percibió, además, que la gente le reconocía y le saludaba con alegría;
incluso se apartaban haciéndole un pasillo pues intuían que se dirigía al mismo
escalón con la intención de entretenerles. Cuando ocupó su puesto y se aclaró
la voz vio cómo el gentío le rodeaba en un silencio expectante.
No les defraudó. En cuanto percibió
la presión en el diafragma empezó su repertorio, quedando pronto la periferia
de sus pies asediadas de monedas. Se los agradeció vivamente asegurándoles que
no faltaría a su cita al día siguiente, marchándose feliz su público ante la
promesa hecha. Se sentó con el ánimo revivido y empezó a contar las monedas sin
percatarse de que una de las personas había permanecido frente a él
observándole. No fue sino cuando sus raquíticos pies entraron al alcance de su vista
cuando Juan Barreto levantó la cabeza. Un viejo le observaba ofreciéndole una
sonrisa como saludo. Algo en su mirada acuosa y quebrada le decía al maestro
que debía andar prevenido.
- Quien canta sus males espanta. Al
menos, eso dicen- habló el viejo con una sonrisa.
- ¿Nos conocemos?- le dijo sin
levantarse.
- Lo cierto es que sí- contestó el
viejo pomposamente-. Ah, veo por vuestra expresión que mi cara os resulta
familiar.
Juan Barreto se levantó asombrado,
aunque también molesto.
- ¡Crispín!- señaló a modo de
protesta.
- En efecto, el mismo viejo Crispín-
anunció el director de teatro sin abandonar su sonrisa.
- Vos nos entregasteis a las
autoridades.
- Aunque esa acusación no es del
todo correcta, he de reconocer que vuestro prendimiento me causó un gran pesar.
- Dejaos de monsergas; nunca debimos
fiarnos de vos.
- Estáis en vuestro derecho de
protestar…
- Por supuesto que lo estoy- le
interrumpió.
- Pero como os dije aquel día: ellos
llegaron antes que vosotros. Nada pude hacer…hasta hoy- y terminó la frase
revistiendo de picardía la expresión de su cara.
- ¿Cómo que hasta hoy?- preguntó el
maestro atraído por el tono de sus últimas palabras.
Sin añadir nada más, Crispín se puso
firme, frunció su entrecejo, puso las manos en jarras y habló con una energía
inusual en una persona de su edad.
- Recordad, joven, por qué estáis
aquí esta noche. Os va la libertad en ello. No defraudéis al rey, ¿entendido?
Juan Barreto abrió la boca
maravillado. Aunque quería hablar, las palabras se le atascaban en la garganta.
Crispín sonrió esperando a que el maestro se pronunciara.
- ¡Vos!- dijo al fin- ¡Vos sois el
militar que detuvo a don Diego en el Palacio real! Ya me pareció vuestro rostro
familiar, pero no pude hallar el motivo.
- Os lo ruego, hablad más bajo. De
lo contrario lograréis delatarnos.
- ¿Pero cómo…?- preguntó menos
alterado.
- Tranquilidad. Todas las preguntas
serán respondidas a su debido tiempo. Ahora, decidme lo más importante: ¿tenéis
con vos los cuchillos?
Juan Barreto retrocedió un paso
temeroso de que Crispín se los arrebatara.
- Sí, ¿por qué?
- No temáis- y mostró la sonrisa
tierna del sabio ante el ignorante- No son para mí; conozco bien la maldición
que encierran y no querríais ver el instinto oculto que me despertarían esas
dagas si cayeran en mis manos. Solo quería saber si las llevabais con vos.
Visto que sí, seguidme.
42
Juan Barreto supuso con acierto que
Crispín le conducía a su viejo teatro. El director avanzaba entre las
callejuelas a paso vivo y sin levantar la vista del suelo, haciendo temer más
de una vez al maestro que le perdería de vista. Una vez en el recinto, Crispín
le pidió que se acomodara en alguna de las butacas de la primera fila. Sobre el
escenario, dos de sus actores ensayaban una obra que reconoció de inmediato
pues Lope de Vega siempre había estado entre sus autores preferidos. El maestro
abrió la boca asombrado al tiempo que señalaba a los actores, no porque su
declamación fuera particularmente destacable sino porque reconoció en ellos a
los dos guardias que se habían llevado a don Diego del palacio real.
- Sí, sí- le confirmó Crispín con
orgullo-, son ellos, son ellos. Ahora, sed tan amable de esperar aquí un
instante.
Crispín chasqueó los dedos y los dos
miembros de su troupe abandonaron de inmediato el escenario. Juan Barreto se
acomodó como pudo en su asiento esperando algún acontecimiento inminente. El
silencio y la luz trémula de la claraboya del techo le desangelaban el ánimo.
Por fin, el crujido de la madera le anunció que alguien entraba en escena. Don
Diego Quintana y Salazar avanzó con pasos lentos hacia el centro del escenario,
se volvió hacia su invitado y, quitándose el sombrero, le hizo una profunda
reverencia.
- Juan Barreto, mi buen amigo- le
dijo con su voz recia y profunda-. Nos volvemos a encontrar. Ya os dije que lo
tenía todo planeado. Recordad siempre que los planes sencillos son, la mayoría
de las veces, los más adecuados. Siendo mi hermano hombre de confianza de su
majestad, comprenderéis que conozca todos los rincones y pasadizos del palacio.
No resultó complicado introducir a los actores de esta modesta compañía en el
cuerpo de la guardia y suplantarlos previa una pequeña trifulca con resultado
satisfactorio para nuestros intereses. Luego, el bueno de Crispín hizo el
resto; debéis reconocer que estuvo sensacional, aunque yo no le anduve a la
zaga- se acarició la barba con evidente falsa modestia y, percatándose de que
ya no le hacía falta, se la quitó con gesto cansado- No sabéis cuánto calor da
una barba ajena. Esto también se lo debemos al buen Crispín; es un gran
maquillador. ¿No habláis?, ¿no decís nada? ¿Tan perplejo os he dejado?- le
preguntó viendo la gravedad con que le miraba el maestro.
- Cardosa ha muerto.
Don Diego bajó la vista.
- Lo supuse en cuanto os encontramos
solo. ¿Y la hermosa Rocío?- preguntó sin darle mayor importancia a la noticia.
- La raptó vuestro contramaestre.
- Mi antiguo contramaestre, si me
permitís la aclaración. Vaya, esa jugada sí que no la esperaba.
- Quería vuestros cuchillos.
El pirata sonrió.
- Por supuesto, todos los desean,
aunque parece ser que no los consiguió, de lo cual os estoy agradecido- esta
vez la reverencia no fue tan exagerada-. Parece que esas dos maravillas os han
convertido en toda una celebridad del bel canto en el mercado. Cantante, ¿quién
lo hubiera imaginado? Os viene más al pelo la clerecía- y rió, aunque en vista
del rostro circunspecto del maestro, su risa duró poco- Imagino que estáis
preocupado por Rocío.
- Imagináis bien.
- Es evidente que la han raptado
como moneda de cambio. ¿Os dijo acaso esa sabandija de Carrasco dónde podríais
encontrarlo?
- Dijo que yo sabría dónde
encontrarle, pero lo cierto es que no tengo ninguna idea.
Don Diego rió en silencio.
- Claro que lo sabéis, mi buen
amigo, lo que sucede es que pensáis como un maestro y no como un pirata. ¿Qué
supone esa cucaracha que sois respecto a mí?
Juan Barreto quedó pensativo pues
hasta ahora no se había planteado esa cuestión. Quedó atónito al hallar la
respuesta.
- Está en la cala- le dijo asombrado
al pirata-. Está en la cala donde nos conocimos, donde vos decís que está
vuestro tesoro.
Don diego saltó del escenario al
patio de butacas sin dejar de mirar al maestro, que ante aquel movimiento se
sintió como galeón abordado.
- Y lo está, os lo aseguro, y lo
está, pero sin esos cuchillos que tenéis en vuestro poder nadie puede acceder a
él.
- ¿Y qué haremos?- preguntó aun
intimidado por la presencia tan cercana del pirata, quien se sentó a su lado.
- Por de pronto, vos me entregaréis
esa pesada carga que lleváis y que me pertenece por legítimo derecho.
Juan Barreto mantuvo la mirada del
pirata. Por alguna extraña razón, no deseaba desprenderse de ellos.
- Vamos, mi buen maestro, que lo de
ser cantante no es lo vuestro- y extendió la palma de la mano para que se los
entregara, acción que ejecutó lentamente. En cuanto los tuvo en su poder, don
Diego los besó como hijos pródigos y los guardó en el interior de su ropa-.
Bien está lo que bien acaba- señaló-. Ahora, mi viejo amigo, quiero presentaros
a algunas personas que me son muy queridas- dio dos palmadas, no tardando en
aparecer sobre el escenario un grupo de unas veinte personas presididas por el
viejo Crispín- Aquí tenéis a mi nueva tripulación. Vamos, no me miréis así, Juan
Barreto. Han demostrado su agilidad en el engaño y en la batalla. Están
preparados.
-Y un poco cansados de este oficio
malagradecido- añadió Crispín.
- Con ellos y con vos, si decidís
uniros, iremos a mis posesiones del sur, es decir, a las posesiones de mi
hermano, y desde allí fletaremos un barco para enfrentarnos a ese felón
malnacido, ¿qué os parece?
Juan Barreto tardó en sonreír, pero
al fin lo hizo.
- Bien.
- Bravo, mi buen amigo- festejó el
pirata-, pero tened presente que al dar ese paso os estaréis convirtiendo en un
proscrito.
Juan Barreto quedó en aquella butaca
toda la tarde meditando la conveniencia de seguir a don Diego en sus fechorías.
De maestro a pirata. La reflexión se le hizo cuesta arriba. Él, que en todo
momento había sido un adalid de la legalidad y el pacifismo, ¿daría el paso
hacia la delincuencia? Angustiado por su moralidad, se levantó y anduvo de un
lado a otro de la platea. Deseaba, ante todo, vengar la muerte de Cardosa y
recuperar a Rocío. ¿Y si una vez conseguido decidía retirarse y emprender una
vida decente lejos del pirata? Estaba seguro de que don Diego lo entendería.
Devolvería a Rocío a su padre y quizás este, en agradecimiento, le diera algún
oficio dentro de sus propiedades. No era mala opción y a ella se aferró, aunque
guardándose mucho de no revelarla al pirata hasta que llegara el momento
adecuado. Por otro lado, esos cuchillos habían despertado en él una intensa
curiosidad por ver la realidad del tan afamado tesoro de don Diego Quintana y
Salazar. Tampoco se le escapaba que fue a aquella misma cala donde llegó desde
la cueva que partía de su pueblo. Debía de ser turbador tenerla de nuevo en
frente; de hecho, no le parecía demasiado descabellado pensar que haciendo el
recorrido inverso podría llegar no solo a su pueblo sino también a su tiempo.
Detuvo su andar nervioso. ¿De verdad quería regresar a su pueblo? ¿Quién le
esperaba allí? Seguramente a esas alturas, el oprobio y la desolación
provocados por la guerra lo habrían convertido en una aldea fantasma. Además,
¿cómo escalaría la sima sin ayuda? Negó con la cabeza y continuó andando,
volviendo a la cuestión principal sobre la moralidad de unirse a la tripulación de don Diego.
Luego de un día entero de reflexión,
el pirata perdió la paciencia.
- Me desconcertáis, Juan Barreto:
primero me dais prisa por rescatar a Rocío y ahora dudáis sobre la rectitud de
nuestras acciones. Pues sin lo uno no tendréis lo otro, de modo que no le deis
más vueltas. Le he anunciado al monarca, bueno, se lo ha comunicado mi hermano,
que marcho al sur. Si lo hubieras visto afligido por la huida de don Diego, o
sea, mi huída- recalcó con orgullo- Me llegó a confesar que le daba vergüenza
mirarme a la cara. ¿Os lo podéis imaginar?- y rió-. Nada, que me ha dado
licencia y partimos mañana, y vos vendréis con nosotros- terminó señalándole
con el índice para recalcar su decisión inapelable.
La
comitiva parecía la propia de un rey, de tal guisa gustaba don Alfonso de
mostrarse al pueblo madrileño. Con sus mejores galas y en su carruaje más
lujoso desfiló por las calles con su ejército de criados, recién salidos del
gremio teatral. Crispín y Juan Barreto tenían el honor de acompañarle en el
coche, asomándose con frecuencia el viejo director de teatro por la ventanilla
para saludar a la gente que les dedicaba su asombro. El maestro enmudeció
durante todo el trayecto, mientras don Diego y
Crispín no cesaron de recordarse anécdotas comunes. Reían y enrabietaban
según el final que tuviera la historia. De vez en cuando, don Diego le brindaba
a Juan Barreto una mirada de respeto, pero no era suficiente para sacar al
maestro de su ostracismo.
- Parecéis un enamorado, eso es lo
que parecéis- le reprochaba el pirata con alegría para de inmediato continuar
hablando con Crispín. Y en verdad que a un enamorado se asemejaba con esa pose abandonada y la
mirada perdida en el paisaje.
Cinco días necesitaron para llegar a
las posesiones de don Diego, teniendo que continuar en ellas el pirata en el
papel de su afeminado hermano, don
Alfonso. Quedó gratamente sorprendido el maestro al ver cómo los campesinos de
sus tierras salían a recibirle con júbilo, sobrecogiéndole la sinceridad
evidente e innegable de aquel acto.
- Bienvenido a mis tierras, Juan
Barreto- le dijo orgulloso el pirata-. Descansaremos en ellas un día. Moveos a
vuestro antojo pero recordad que partiremos mañana al alba. La fama de mi gruta
se ha extendido más allá de donde yo hubiera deseado; es hora ya de mudar mis
riquezas.
Encontró Juan Barreto en el pequeño
feudo de don Diego unas tierras cultivadas por unos campesinos felices y, a
ojos vista, bien alimentados. No cabía en ellos la zozobra ni el desencanto,
viéndolos moverse con buen ánimo a todos sitios. Le sorprendió la ausencia de
niños en el lugar. Tanto le inquietaba este dato que terminó pro preguntarle a
un labriego, obteniendo por respuesta que a esas horas lo normal era que los
niños estuvieran en la escuela que don Alfonso les había abierto. La noticia le
llegó como un mazazo, no por desagradable sino por inesperada. Cuando al fin
reaccionó, se dirigió con paso vivo al pueblo comprobando que sus calles lucían
vanidosas su empedrado y un simple pero eficaz sistema de alcantarillado. Los
más infantes jugaban en la calles, libres de infecciones. Activando ese
instinto que tenemos los humanos de mirar el interior de una vivienda si la
ventana está abierta, se asomó por la ventana de una de las casas para
comprobar que en ella había más comodidades que en las de su pueblo en 1936.
Los árboles frutales y los jardines terminaban de decorar un lugar anacrónico
si se comparaba con otros latifundios andaluces. Tan consternado quedó que
buscó ordenar sus ideas a la sombra de un abedul que presidía la plaza. De modo
que, después de todo, don Diego era un filántropo. No terminaba de encajarlo.
- No os engañéis- le sorprendió la
voz del pirata a su derecha. Allí estaba él, convertido aún en don Alfonso
mirándole orgulloso.
- ¿De qué no debo engañarme?
Don Diego se dejó caer a su lado.
- De esto- y señaló a su alrededor-.
No robo para dárselos a los pobres.
- ¿Y cómo explicáis un lugar como
este?
El pirata señaló su cabeza.
- La conciencia, amigo mío. Si he
creado este rincón es porque con la conciencia tranquila robo mejor.
- ¿Y por qué robáis?
- Me gusta robar y detesto trabajar.
Fijaos bien que en eso no me alejo mucho de la mayoría de las gentes de este
país.
- Pero robar está mal.
- Por favor, Juan Barreto, no seáis
tan inocente. ¿No sabéis que este es el país de Alí Babá? No conseguiréis
resquebrajar mi determinación ni un ápice. Si os sirve de consuelo, solo robo a
los ricos y, por supuesto, a la corona.
- Pero robando a la corona impedís
que se invierta en el país.
- Ya invierto yo- y volvió a señalar
al pueblo-, no os preocupéis. Mirad, Juan Barreto, me sois en verdad simpático.
Os he cogido cariño. Sois íntegro y eso, hoy en día, es muy difícil de
encontrar- el pirata calló unos segundos para mirar a la plaza- os propongo un
trato. Sí, un trato, no me miréis así. Venid conmigo a rescatar a Rocío y
deshacerme de esos traidores, ayudadme a mover mi tesoro de lugar y cuando
regresemos aquí os nombro maestro del pueblo. El nuestro ya merece el retiro.
¿Qué decís? Ah, sí, olvidaba que vos necesitáis años para decidiros. De modo
que os dejo aquí solo, con vuestros pensamientos y dilemas. Si os alcanzara el
hambre, no dudéis en entrar en cualquiera de las casas. Os invitarán con mucho
agrado.
El pirata se levantó con algo de
dificultad y se alejó del árbol saludando a todo aquel que le salía al paso
adoptando el tono afectado de don Alfonso.
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