JUAN BARRETO CAPÍTULOS DEL 31 AL 40










31

            Entraron al alba en Madrid. La capital del reino recibió bulliciosa a los tres fugitivos. Miles de personas deambulaban por sus calles atestándolas de voces, oficios y olores. Como es natural pensar, el maestro miraba pasmado el paisaje urbano tratando de identificarlo, hecho que no sucedió hasta que entraron en la calle de Alcalá. ¿Dónde estaban el asfalto, los automóviles, los clacsons? Cuánta tierra y caballos en su lugar. Los edificios se alineaban en un claro desafío armónico unos frente al otro. Monjes de todas las órdenes, nobles, cortesanos, pícaros, menesterosos y muchos más especímenes completaban la extensa fauna de la calle.
            - Madrid, una de las ciudades más sucias y apestosas que he conocido nunca- anunció Cardosa-. Desconfiad de todos, especialmente de los sombreros anchos.
            Lo cierto es que al maestro le resultaba del todo amenazante la presencia de diversos hombres cuya ocupación más conocida parecía ser la de estar apoyado en alguna pared. Con sus anchos sombreros chambergos, sus rostros cubiertos por la sombra de su ala y el cuerpo oculto bajo una amplia capa podían turbar al más valiente. Como Juan Barreto nunca se había considerado especialmente valeroso, les evitó la mirada cuanto pudo y llevó su mano a la alforja derecha donde llevaba guardada la cartera del escribano. Se preguntaba cómo podría llegar hasta el rey. El conde le había indicado que lo hiciera a través del pintor, pero nada más había añadido.
            Resultó que el capitán Cardosa era conocido en la ciudad. Los que le reconocían le saludaban siempre con una pequeña reverencia. Juan Barreto no podía menos que asombrarse ante su figura. Fue entonces cuando se le vino una imagen que le hizo sonreír.
            - ¿De qué os reís?- le preguntó Rocío contagiada por su sonrisa.
            - De vos- le contestó sin borrar su gesto. Antes de que la joven se ofendiera, el maestro continuó hablando- Dulcinea- y le señaló-, don Quijote- y el capitán frunció el entrecejo nada convencido.
            - Y vos Sancho Panza- completó Rocío feliz con la idea-. Creo que os ha tocado la peor parte, Juan Barreto. Os mantearán y os apalearán. Dime, mi capitán, ¿puedes prometerle una ínsula a tu escudero?
            Cardosa lo miró de arriba abajo.
            - Puedo prometerle que si no se separa de mí quizás llegue a conservar su triste figura de maestro.
            Lejos de ofenderse, Juan Barreto tomó aquellas palabras como un cumplido viniendo de quien venían.
            - Os lo dije- añadió Rocío mirando al maestro -, la peor parte.
            Hallaron acomodo en un edificio contiguo al palacio del duque de Villahermosa, en el Paseo del Prado, llamando la atención del maestro los numerosos arroyos y puentecillos que lo recorrían. Una vez empeñaron el brazalete heredado por Rocío no les resultó dificultoso hospedarse en una zona tan cercana a sus intereses. Incluso el joyero al que acudieron se alegró de reconocer al capitán, haciendo innecesaria cualquier comprobación sobre la autenticidad de la joya. Aquello no hizo más que aumentar el enigma que giraba en torno al militar.
            - Ya veis, Juan Barreto- le comentó feliz Rocío ante la ganancia obtenida-,  nuestro capitán está rodeado de misterio.
            - No existe tal misterio- gruñó el oficial- serví en esta apestosa villa hace mucho tiempo. No hay más.
            Pronto se extendió la noticia de la llegada de nuevos y ricos huéspedes en la casa, de modo que no tardaron en invadirles toda suerte de sastres, sombrereros y peluqueros ofreciéndole sus servicios con una sonrisa tan entusiasta como forzada, con lo que, entre la elegancia y el buen gusto, acabaron por deslumbrar como auténticos hijos de noble cuna. El capitán, imponente con su casaca y sombrero a juego; el maestro, con su conjunto modesto pero distinguido que no terminaba de convencer al militar.
            -Parecéis realmente un hombre de palacio- señaló el capitán al verle-. Dais asco.
            Rocío se les apareció como su nombre anunciaba, como una gota del alba, fresca, grácil, hermosa. Juan Barreto tragó con dificultad al verla. Conocedora de los dones con que la naturaleza le había obsequiado, la andaluza posó vanidosa junto a los dos abanicándose a la altura de los ojos.
            - ¿A que vale la pena ser rica?- preguntó la joven zarandeando el abanico-. Rica, hermosa  y soltera, por supuesto. Si no, de nada sirve.
            Tras una batalla más fatigosa que cualquiera a las que Cardosa se hubiera enfrentado, Rocío accedió a visitar al pintor previsto para su retrato, aunque con una rotunda condición.
            - Que me lleves al teatro- declaró ella acercándose a los labios del capitán.
            - Me parece justo. ¿A qué obra? Espero que entretenga.
            - Eres un necio. No vamos a ninguna obra, sino a preguntar por mi pasión. Don Diego me ha recomendado. Debemos ir y preguntar por un tal Crispín.
            - No pienso preguntar por alguien con un nombre tan ridículo- protestó arrugando el rostro.
            - Oh, no es necesario, ya pregunto yo- y dio media vuelta feliz por la resolución alcanzada. Imposible negarse ante sus encantos.
            Salieron pues los tres con sus mejores galas recién adquiridas hacia el domicilio del artista. Poco sabían de él salvo que Cardosa había memorizado su dirección. Alquilaron un coche para la ocasión, dado que el capitán había insistido en causar la mejor impresión posible. Juan Barreto desplegaba toda su ilusión observando la ciudad a medida que atravesaban sus calles.
            - Estos artistas tienen todos la lengua muy larga- señaló con desprecio el capitán-ya le veo venir con sus galanterías de lisonjero empalagoso, y no me extraña, tal como vas vestida.
            Rocío apretó boca y ojos para contener su enojo. Comprendía que la actitud del capitán era la de un enamorado celoso, y en cierto modo eso le complacía, pero lo que no podía aceptar de ninguna de las maneras era cualquier crítica velada sobre su vestuario.  Miró entonces al maestro sembrando su rostro de dulzura, aunque solo fuera por mortificar a su amante.
            - Juan Barreto, decidme, ¿qué os parece mi vestido?
            Quedó el maestro intimidado por la pregunta. Sabedor de los sentimientos de Cardosa, debía poner mucho cuidado en no excederse con sus opiniones e incluso con el tono de su voz.
            - Estáis preciosa con él.
            Rocío enseñó una sonrisa de victoria al militar.
            - ¿Ves?
            -Es más que probable que a estas horas la guardia nos esté buscando,  pues te recuerdo que has castrado al hijo de un gobernador. Acabamos de llegar y en vez de hacer lo posible por pasar inadvertidos, te engalanas como si fueras ver al mismísimo rey.
            - Pues no hay quien te entienda, ¿no me dijiste que tenía que estar guapa para el retrato? ¿En qué quedamos?
            - Guapa, pero no tanto, ¡pardiez!- se quejó Cardosa de mala gana.
            Rocío sonrió con picardía.
            - Así que te gusta cómo voy.
            - Vamos a dejar las cosas claras, Rocío- dijo inclinándose hacia ella-. Has accedido a venir y a vestirte así porque después iremos a ver al dichoso Crispín pero, sobre todo, porque en el fondo anhelas ser retratada.
            - Ja- protestó ella.
            - Reconócelo, a todas os hace feliz que os hagan un retrato. Está en vuestra naturaleza.
            - Qué poco me conoces. Juan Barreto, defended a Dulcinea.
            Demasiado absorto estaba el maestro en la contemplación de la capital del reino como para defender nada.
            - Déjale- dijo Cardosa-, en Toledo estaba igual. Se queda atolondrado con las ciudades.
            - Claro- añadió Rocío con una mezcla de pena y comprensión-, al ser de pueblo…
            Juan Barreto era consciente que tanto al militar como a Rocío les faltaba el dato de su salto en el tiempo para entender su encandilamiento por las urbes visitadas. Por ello, decidió aceptar sin inconveniente el comentario de la joven.
            - Sí, es eso- señaló humilde.


32

            Al fin llegaron a su destino. El barrio no era elegante, más bien modesto y de calles estrechas, aunque relativamente cercano al palacio real.
            - Vaya, pues no parece que le vaya muy bien a este pintor- comentó Rocío bajando del coche y mirando el aspecto depauperado del edificio.
            - Cochero, ¿estás seguro de que es aquí?- preguntó Cardosa con voz grave.
            - Es la dirección que me habéis dado, señor.
            El militar miró a ambos lados de la calle como si temiera una emboscada.
            - No me gusta- sentenció el militar-. Espera aquí- le ordenó al cochero.
            - ¿Cuánto tiempo?
            -Diantre, el que haga falta- gritó-, que para eso te pago.
            La puerta tenía un aldabón de cobre oxidado con forma de boca. Cardosa lo agarró y lo hizo sonar de forma imperiosa. Los tres se miraban sin nada que decirse, lo que es propio de las tensas esperas.
            - No debe de haber nadie- señaló el maestro desilusionado.
            Justo al final de su frase la puerta se abrió con energía. Un hombre maduro, de cabello revuelto, complexión fuerte y mirada penetrante clavó los ojos en el capitán, que era el único que podía ver desde su lado del umbral. No dio oportunidad a su visita de decir media palabra. Con la misma energía que abrió, cerró. Aún resonaba el eco del portazo cuando Rocío apartó al militar de la puerta.
            - Déjame a mí. ¡Hombres!
            Se retocó escote y peinado antes de tocar y cogió el aldabón sonriendo. En cuanto golpeó la puerta, el mismo personaje se asomó con el semblante notablemente contrariado. Diríase que se disponía a bufar cuando sus ojos se enfrentaron a la figura de la andaluza. Su rostro se relajó y se inflamaron sus ojos.
            - ¿Sí?- preguntó con voz dulce pero firme.
            Incluso Rocío se sintió cohibida por aquella mirada tan categórica y, a la vez, sugerente.
-          Soy Rocío, la hija de don Juan Santana, el Conde de Cerronegro.
            El hombre apretó los ojos activando algún mecanismo remoto de su memoria.
            - Mi padre os encargó un retrato para mi prometido.
            - Oh, sí, sí, el portugués. Muy afortunado vuestro prometido, si me permitís el comentario.
            - Os lo permito- contestó ella sonriendo relajada-. Quizás venimos en mal momento.
            - Oh, no, no, para nada- se apresuró a decir-, pero pasad.
            En aquel momento, Cardosa se colocó justo detrás de Rocío entrando así en el campo visual del pintor. Como Juan Barreto permanecía inmóvil, el militar lo cogió del hombro y lo empujó hasta él para que también pudiera verlo. Rocío sonrió algo incómoda.
            - Ellos vienen conmigo.
            - Pues claro, faltaría más, aquí hay sitio para todos- exclamó afable-, pero pasad, por favor, pasad.
            Juan Barreto quedó impresionado ante la inmensidad del recibidor y su fuerte olor a pintura.
            - Permitidme que me presente. Vais a pensar que carezco de educación. Soy Francisco de Goya y Lucientes, pintor de oficio y a partir de ahora vuestro más humilde servidor- y le cogió con delicadeza la mano a Rocío para besársela.
            Juan Barreto quedó paralizado. ¿Había oído bien el nombre? Su corazón se aceleró. ¿Era posible que estuviera delante del genio aragonés? Ni siquiera oyó cómo se presentaba Cardosa y no fue consciente de que le habían presentado al pintor hasta que el militar le golpeó el hombro, y no el estómago como lo haría ante un noble.
            - Encantado- pudo balbucear al cogerle la mano.
            -Parece que hubierais visto un fantasma- le señaló el pintor sonriendo-. Creedme, Juan Barreto, yo a veces también pienso que en esta casa debe de haber algún espíritu. Extraño nombre el vuestro- le dijo afectuoso cogiéndole por el brazo para avanzar con él por la casa-. ¿De dónde sois?
            - De un pueblo de Almería- dijo con voz débil y sin poder apartar la mirada del rostro magnético del pintor.
Rocío apretó la boca y los ojos como siempre hacía cuando quería ocultar su enojo, provocado esta vez al ver cómo el maestro le robaba el protagonismo. Malestar que rubricó con su habitual soplo a su flequillo. Goya repitió el nombre del maestro varias veces.
- Tiene sonoridad vuestro nombre, Juan Barreto, y vuestro rostro es muy interesante. Sí, sí, esperad que os vea un poco más a la luz.
Cardosa disfrutaba como un niño ante la irritación de la andaluza, pues en el fondo demostraba con esa actitud la certeza de la aseveración expresada en el carruaje sobre su vanidad de mujer. Y es que pocas cosas hieren más que la indiferencia, especialmente cuando esperábamos todo lo contrario de nuestro interlocutor.
- Sí. Sois perfecto. Tenéis mucho volumen en el rostro, Juan Barreto- le decía mientras le movía la barbilla de un lado a otro. Tan anonadado continuaba el maestro que se dejaba hacer como un monigote. Atravesaron un largo pasillo colindante a un patio hasta llegar a una sala amplia y luminosa.
- Este es mi estudio- anunció, apareciendo ante los ojos de los visitantes un lugar ahogado en el desorden y donde dar un paso equivocado podía significar enfrentarse con el suelo sin remedio. Los lienzos, finalizados o no, se habían coronado como dueños y señores de aquel espacio. Junto a una de los ventanales pudieron distinguir un hombre de rostro risueño y cansado a la par-. Y este que honra mi casa con su presencia no es otro que don Gaspar Melchor de Jovellanos; estoy seguro de que le habíais reconocido.
Jovellanos se levantó de inmediato y ofreció una sincera reverencia a los tres. Los ojos de Juan Barreto mostraban ahora su estupefacción por la presencia del famoso ilustrado.
- Desde que le conozco llevo tratando de convencer a don Gaspar para que honre también a la posteridad con un retrato, pero es demasiado modesto para darle ese gusto a la humanidad- y le sonrió con afecto.
Don Gaspar no tardó en irse, no sin antes declararse humilde admirador de la belleza de Rocío, lo que reactivó la presunción natural de la andaluza. Pasaron el resto de la mañana concretando los términos en los que Goya retrataría a Rocío, conviniendo los horarios y el precio.
- Creedme, por vuestra belleza os retrataría gratis.
- ¿Y por qué no lo hacéis?- preguntó Cardosa entre dientes. El militar, como ya había anunciado en el carruaje, no soportaba la actitud aduladora que había estado desplegando el pintor durante todo ese tiempo con Rocío, sin comprender que poco o nada tenía que ver aquel trato con su personalidad y sí mucho con su oficio de pintor.
- No seáis insolente, capitán- le ordenó ofendida Rocío, que en público guardaba las formas con él -. Don Francisco solo trataba de ser amable- y sonrió al pintor agradecida.
- Por supuesto- confirmó este dedicándole una afectada reverencia.


33


            A pesar de todas las zancadillas que la vida le había puesto a lo largo de su existencia, Juan Barreto solo podía sentirse agradecido por la oportunidad única y extraordinaria de haber conocido a Francisco de Goya y Lucientes. Poco importaba el discurso entusiasta que Rocío hacía acerca de sus impresiones sobre el pintor o el sonoro desprecio que sobre el artista replicaba Cardosa, el pensamiento de Juan Barreto se había estancado obnubilado en la figura del genio aragonés. Su energía le había cautivado; su mirada encendida, viva, profunda, le había llegado al alma; con solo mirarle pudo comprender las sensaciones que hubo de vivir frente a cada uno de sus cuadros. Sí, agradecido, esa era la palabra adecuada, junto a la de afortunado.
            Así, con todo el entusiasmo que le había ausentado de la discusión de sus compañeros de carruaje, su mecanismo de alarma, agudo en las personas débiles como él, se activó en cuanto llegaron al exterior del teatro. Sus ojos cayeron por casualidad sobre una persona a la que hubiera jurado haber visto antes. Cierto es que en aquel Madrid, la mayoría de menesterosos se asemejaban con sus capas y sombreros chambergos tan al uso y quizás por ello no le dio mayor importancia; pero esa postura aparentemente reposada y esa cabeza oscurecida por el ala del sombrero habían conseguido, por repetición,  provocarle una turbadora sensación de inseguridad.
            El teatro desangeló a Rocío, quien tuvo que hacer un enorme esfuerzo por tragarse sus ilusiones al ver aquel vetusto edificio incrustado en medio de un barrio populoso y olvidado de la mano de dios. Su orgullo, sin embargo, le impedía mostrar esa impresión delante de Cardosa, de modo que se esforzó por sonreír a cada paso que daba, cuando lo natural hubiera sido apartar la cara con asco y retroceder de inmediato.  Aquella resultó ser su primera lección seria de arte dramático.
            Si el exterior del edificio amenazaba ruina y abandono, en su interior la amenaza era  para el alma del que había tenido a bien entrar. Polvo, humedad, butacas desvencijadas y telas tiznadas eran la carta de presentación del pequeño recinto semicircular de madera. Más ruina amenazaba la figura del viejo Crispín. Parecía haberse escapado de alguna antigua fábula. De cuerpo esquelético, su nariz puntiaguda quería despegársele del rostro. Sus cabellos canos y largos se le pegaban sudorosos a la nuca. Hablaba y se movía como si estuviera representando a algún viejo avaro más propio del teatro francés que del español.
            - Oh, sí, sí, don Diego, claro que sí- se inclinaba ante Rocío como si quisiera rendirle constante pleitesía-. Claro que os recomendó, mi hermosa dama, y os describió muy bien, todo sea dicho de paso.
            - ¿Es que ese mala hierba ha estado por aquí?
            El giro que Crispín dio a su rostro para mirar al capitán se le antojó a Juan Barreto idéntico al que hubiera hecho un buitre hambriento.
            - ¿Acaso le conocéis en persona como para declararle culpable?
            - No, pero es un pirata, un fugitivo, un ladrón…
            - Ah, ah, ah- le interrumpió Crispín negando con su huesudo índice-, no os debéis fiar de las apariencias, mi buen señor.
            - Yo no soy tu buen señor, viejo.
            - No, no lo sois, eso es cierto- y le hizo una profunda reverencia. Acto seguido volvió su rostro hacia la aspirante a actriz. Ya no era un buitre sino un lobo frente a una indefensa oveja lo que ahora veía Juan Barreto-. De modo que queréis ser actriz- Rocío asintió algo cohibida por la mirada del viejo-, pues habéis llegado al lugar perfecto, creedme- y rió-. Ah, veo en vuestros ojos que no estáis muy convencida. ¿Esperabais algún lugar de más alcurnia?, ¿el Teatro Real, tal vez? Mi joven Rocío, os digo como a vuestro protector que no os debéis fiar por las apariencias. Este es vuestro lugar. Os aseguro que con vuestro rostro y vuestro cuerpo os ganaréis al público de inmediato.
            - Pareciera que hablarais de una cortesana- repuso ofendido el capitán.
            - No, no, no- contestó plegándose sobre sí mismo en un gesto de total sumisión. Juan Barreto contemplaba esta vez a un perro echado sobre su espalda ante la presencia de un rival mucho más fiero-. Os equivocáis; nada más lejos de mi intención. Mi buen capitán, en este mundo de la farándula, la presencia es una ventaja y a vuestra protegida le sobra, que no os quepa duda. Subiréis como la espuma, mi hermosa dama, pero primero- dijo tajante- os formaréis con el viejo Crispín. Muy sabio es don Diego en recomendaros a mí.
            - ¿Y sabéis algo de él?- preguntó ilusionada Rocío.
            - Pues que está mucho más cerca de lo que pensáis.
            Miró Cardosa con disimulo y mucho recelo a lo largo y ancho del pequeño teatro no fuera que aquellas palabras de Crispín se ajustaran demasiado a la realidad. Nada vio que le hiciera sospechar pero la desconfianza por el lugar había anidado ya en él. Pronto concretaron las tareas y horarios de Rocío en el teatro.
            - Sin embargo, mi bella dama, debo atreverme a rogaros un favor.
            - Por supuesto- le concedió expectante.
            - Ya que honraréis con vuestra presencia a esta humilde compañía de teatro, os pido que vengáis con unas ropas más acordes al emplazamiento de este recinto.
            - Vamos, que vengáis como una puta- intervino el capitán con indiferencia.
            - Y dale con la puta- protestó Crispín ofendido.
            El camino de regreso se hizo en silencio. Coincidencia o alevosía; el caso es que ninguno de los tres pronunció palabra. Con mucha discreción, aprovechó Juan Barreto para estudiar el ánimo de la lozana andaluza tras el encuentro deslucido con Crispín. Su mutismo inusual ya era un síntoma de su estado. Su mirada perdida en lo más hondo de su orgullo, sus dedos nerviosos buscando una posición cómoda que no terminaba de llegar. Para ella debía de ser una dura prueba: criada en el lujo, habituada al servilismo de los demás y a su propia vanidad, le habían pedido que para ser actriz debía encerrar todo aquello en una cajita a prueba de reconcomios y guardarla en algún rincón fácil de olvidar de su orgullo. A veces, el maestro debía retirar azorado su mirada, pues los ojos de la joven se posaban en él; su expresión era la propia del que se ha perdido en un bosque plagado de fieras. Nunca antes su rostro había reflejado una inseguridad como aquella.
            Al capitán, no obstante, lo vio con una pose más altiva que de costumbre. Quiso ver en ello Juan Barreto la jactancia de saberse victorioso. En sus ojos brillantes podía distinguir el maestro la seguridad de que la joven por la que se desvivía el militar no aguantaría ni tres días en aquel teatro maloliente. Seguramente, ahora estaría pensando en cómo librarse de su compromiso contractual con el Conde para poder así fugarse con ella. En cuanto sintió que el coche se detenía, el maestro sacudió la cabeza con la esperanza de que todas sus elucubraciones le salieran por los oídos. Habían llegado a la pensión.
            No hizo más que sentir el suelo bajo sus pies cuando un escalofrío le sacudió el alma, siendo lo peor de aquel estremecimiento que lo había vivido no hacía mucho tiempo. Antes de que podamos habituarnos a ella, la repetición nos acongoja el corazón y atenaza las piernas. Juega con nosotros al despiste para atraparnos desconfiados. Luego se convierte un elemento más de nuestra vida que ya no nos causa efecto. Para desgracia del maestro, aún no había alcanzado esa etapa con la aparición de los menesterosos de sombrero de ala ancha. Sin necesidad  de mirar lo supo, pero aún así, levantó los ojos con discreción hacia el frente de la calle. Ahí estaba. ¿Sería el mismo hombre? Maldita manía de sombreros. No alcanzaba a distinguirle la cara, pero por su pose, habría jurado que se trataba de la misma persona.
            Al entrar en el edificio, Rocío anunció su retirada acompañando su gesto con un sonoro bostezo, indicador claro de su inapetencia frente cualquier tipo de conversación, salvo la que tendría con su almohada. Juan Barreto miró al capitán para descubrir los ojos de un enamorado. Hasta que su amante no terminó de subir las escaleras no apartó la mirada de ella. Luego, se supo observado.
            - Disimulo mal, ¿verdad?- le preguntó sin mirarle.
            Juan Barreto se sobresaltó avergonzado por ser descubierto.
            - No delante de ella- se atrevió a contestar, aunque con timidez.
            El capitán enseñó una sonrisa poco convincente.
            - Sí, eso es lo más duro: estar delante de ella- dio dos pasos hasta quedar frente al maestro-. Bebamos. Supongo que los maestros como vos beben vino, ¿no? Mal rayo os parta si no lo hacéis- y le puso la mano en el hombro lo mismo que un pescador con su red.
            Pasaron al pequeño salón de la sala. Dos quinqués se bastaban y se sobraban para iluminarlo, dotándolo del típico ambiente hogareño que siempre deseamos para nuestra casa y que solo encontramos cuando nos alojamos lejos de ella. Con una de las llamas el capitán se encendió un cigarro, símbolo del reposo absoluto en un hombre como él.
            - ¿Fumáis?- Juan Barreto negó con la cabeza- Bueno, al menos sí que bebéis.
            Cada uno aguantaba una copa ancha llena de vino tinto. A pesar de las buenas maneras del capitán, el joven maestro no podía evitar sentirse en inferioridad.
            - Decidme, maestro, ¿desde cuándo lo habéis notado?
            Juan Barreto buscó una posición más cómoda en su sillón rococó, algo complicado pues pocos sillones son más desagradables que los rococó. Carraspeó ganando tiempo para hallar la manera más diplomática de explicárselo.
            - Veréis, capitán- se detuvo pensando que hasta ahí había ido bien su parlamento. Respiró profundamente-, esas cosas se perciben; no sé, en cómo fijáis la mirada en ella, en vuestra manera de reprenderla, en vuestras negativas ante sus caprichos,  vuestros gestos, en las palabras, pero, sobre todo, en cómo os despedís de ella. Yo nunca he estado enamorado, pero…
            - ¿Quién demonios habla aquí de enamoramientos?- protestó el militar provocando una parálisis en el maestro cercana al paro cardiaco-. ¿Pero de qué niñerías me habláis? Yo os he preguntado por el hombre de allá fuera. ¿Desde cuándo habéis notado que nos sigue?
            Juan Barreto se frotó nervioso los muslos. Sus mejillas le dolían de sonrojadas.
            - Ah, eso-balbuceó- desde esta mañana, creo, pero no estoy seguro de que nos siga o de que ni siquiera se trate de la misma persona.
            - Claro que no son la misma persona. ¿Cómo demonios haría para desplazarse tan rápido?
            - Es que con esos sombreros no soy capaz de distinguirles el rostro.
            Yo los calé desde el primer día que llegamos a esta maldita ciudad- impuso un silencio para reflexionar-. No sé, me parece demasiado pronto para que la guardia nos haya localizado- ahora se acariciaba la barbilla-. ¿Quién más puede estar al tanto de nuestra llegada? No atino con la respuesta. ¿A vos se os ocurre alguien?
            El tono de su voz le resultaba al maestro, cuanto menos, sospechoso. ¿Le estaba preguntando para probarle? ¿Sabía el capitán la respuesta a su pregunta y con ella quería comprobar su lealtad, o era sincera su ignorancia?
            - Lo cierto es que no, pero…
            El capitán se inclinó expectante hacia él desde su sillón.
            - ¿Pero?- repitió.
            - Pensaba en don Diego.
            Cardosa se irguió como un oso buscando colmena.
            - Maestro, me sorprende vuestra elocuencia. Parece que no sois tan lerdo como aparentáis. Me tenéis confundido.
            - Bueno, don Diego es una persona muy buscada.
            - Sí, tiene poderosas y numerosas razones para ello- y se frotó los dedos simbolizando con ello el dinero-. Esa alimaña lleva robando a diestro y siniestro sin que nadie haya podido ponerle las manos encima. ¿Imagináis hasta dónde pueden alcanzar sus riquezas?- volvió entonces a desinflarse para apoyar su espalda en el sillón-. Lo que no alcanzó a comprender es cómo esos tipos de ahí fuera nos han podido relacionar con él. ¿Sabéis que ese maldito ladrón tiene un hermano aquí, en la capital? Se hace pasar por noble y la gente, atraída por sus fiestas y sus adulaciones, le hacen ver que se lo creen y le tratan como tal. ¿No creéis que la gente es repugnante? Me refiero al concepto en sí de gente, como conjunto- volvió a quedar reflexivo y terminó su copa- ¿Queréis más vino?- A pesar de que el maestro se negó con la mano, Cardosa le volvió a servir-. Sí, esto parece un buen embrollo y solo se me ocurren dos posibles soluciones- Juan Barreto se apretó las manos tratando de ocultar su inquietud-. O bien nos están siguiendo porque conocen la relación de Rocío con ese pirata, o bien a quien están siguiendo es a vos- y le señaló con un gesto en exceso dramático, tanto, que Juan Barreto pensó que le amenazaba con su espada-. Vos también habéis tenido relación con el bucanero. No podéis negarlo, Rocío me lo contó. Fuisteis su compinche.
            - Bueno, tanto como su compinche…- se defendió nervioso el maestro-. Es cierto, le conocí en Cádiz, pero poco sé de él.
            - Lo suficiente como para que os sigan, ¿no creéis?
            El capitán había conseguido inquietarle.
            - Y si fuera así, ¿qué pueden querer de mí?
            - Información, supongo- contestó Cardosa sin darle importancia.
            -Información- repitió el maestro frotándose sus manos sudadas por la congoja. De pronto, la imagen del cocinero del navío pirata le golpeó severamente lo poco que le quedaba de entereza.
            -Pero no temáis, mientras estéis conmigo no os pasará nada, tenéis mi palabra. Ahora habladme de esa cartera que escondéis en vuestro cuarto. Vamos, no pongáis esa cara, ¿o es que creéis que el pasadizo que encontrasteis era el único del palacio? El conde os ha encargado que se la entreguéis al rey, ¿no es así?- Juan Barreto asintió- Bien, pero lo que no entiendo es cómo haréis para llegar al monarca.
            - El conde me indicó que lo hiciera a través del pintor.
             -Oh, ese maldito pintor. ¿Habéis visto cómo puso sus ojos de buitre leonado sobre Rocío? Todos los artistas son iguales- bebió para calmarse-. ¿Así que de ese modo llegaréis al bueno de Carlos III? Muy astuto el Conde. Pretende recuperar el favor del rey entregando una cartera que debía entregar otra persona- hizo una mueca parecida a una sonrisa-. Iluso. No me extraña que su esposa haya fallecido. No merecía una mujer tan hermosa ese borracho- añadió con profundo desprecio-. Sí, ya sé, ya sé. Os debéis estar preguntando por qué estoy a su servicio. Soy un hombre de honor, y el honor implica muchas miserias, os lo aseguro. Estas son las mías- y volvió a llenar su vaso-. ¿Pero es que no bebéis más?- señaló próximo a la ofensa; luego evadió su ojos al pasado- Sí, una mujer muy hermosa. Ese canalla la hizo infeliz, ¿sabéis? Afortunadamente, supo ella tener la habilidad de que Rocío no se percatara de ello. Creedme, Rocío quiso con pasión a su padre hasta que este le obligó a casarse con el dichoso portugués de los cigarros.
            El rostro del capitán quedó tan rígido que Juan Barreto pensó si no se había trocado en estatua. Aprovechó el silencio para sorber de su vaso. Debía de reconocer que el vino era bueno, pero le asustaba su poco hábito; de hecho, la cabeza empezaba ya a espesársele. De pronto, el capitán puso su vaso en la mesita que separaba a ambos sillones y se inclinó hacia el maestro hasta tocarle las rodillas. Sus ojos se ahogaban en súplica.
            - Os lo ruego, Juan Barreto, prometedme que me llevaréis con vos ante el monarca. Prometédmelo. Solo pido que el rey me vea, solo eso será más que suficiente. ¿Podréis prometerle eso a un humilde soldado? A cambio, protegeré vuestra vida con la mía.
            Juan Barreto quedó impresionado ante la degradación que se había auto infringido el militar.
            - Capitán Cardosa- dijo con una voz tan firme que hasta él mismo quedó sorprendido-, lleváis protegiendo mi vida desde que os conozco. No son necesarias las condiciones. Si está en mi mano, os llevaré gustoso ante el rey.
            El militar, deslumbrado por aquellas palabras, miró al maestro como si se tratara de un hermano. Cogió su vaso de vino y lo alzó.
            - Brindo por vos, Juan Barreto.
            Vació de un trago el vaso y se apoyó relajado en el respaldar de su sillón.
            - ¿Qué hacemos con los que nos siguen?
            - Nada- resolvió con firmeza-, no podemos hacer nada, salvo estar ojo avizor. Dejemos que den ellos el primer paso. Ahora, subid a vuestra estancia si estáis cansado, yo me quedaré un rato- y aspiró profundamente  su cigarro.


  
34

           
            Rocío apoyaba su barbilla en su mano derecha con  tanta ligereza que podría decirse que era su mano la que reposaba bajo la barbilla. El brazo derecho descansaba a su vez en el extremo de un diván tapizado de flores. Su vestido era largo pero Goya había propuesto que mostrara su generoso escote sin tapujos.
            - Tenemos que aprovechar sus dones naturales- decía.
            No le hizo falta mucho más para convencerla. La mirada de Rocío tampoco le costó encontrarla al pintor. Mezcla exacta de fogosidad y dulzura, sus ojos parecían estar deseando un encuentro furtivo con quien gozara del privilegio de mirarla. Su sonrisa mostraba una inocencia que Juan Barreto sabía falsa, pero para el ignorante, para el incauto que se le acercara, lucía aquel gesto como el más honesto jamás concebido. El maestro contemplaba la escena siendo plenamente consciente de que esa expresión actuaba como un dardo carnal dirigido al pintor.
            - Esa es la mirada que quiero- le repetía a cada instante a la modelo.
            No pasaba inadvertido al pintor le tensión que experimentaba Juan Barreto ante una situación con semejante carga sexual. Por ello, buscaba relajarle con alguna conversación intrascendente mientras alternaba su mirada entre su lienzo y la retratada. Su pincelada era asombrosamente rápida, cargada de expresión, aunque suavizada muchas veces por la fricción de sus dedos.
            - Decidme, Juan Barreto, maestro de un pequeño pueblo de Almería, ¿qué os preocupa de mi cuadro? Vamos, decidlo sin tapujos, estoy acostumbrado. Estoy seguro de que cualquier cosa que digáis me servirá de aprendizaje.
            Juan Barreto no pudo distinguir si esas palabras eran honestas o no, pero como se trataba de Goya decidió pensar que sí.
            - Bueno, me preguntaba el motivo del traje de la señorita Rocío.
            - ¿No os gusta?- preguntó ella con tono de niña mimada y procurando no cambiar su expresión.
            - Sí, por supuesto, pero no entiendo cómo habéis insistido tanto en ese vestido cuando le estáis haciendo un retrato de cintura para arriba.
            Goya sonrió como sonríe el experto a su aprendiz ante un nuevo descubrimiento.
            - Cierto, pero tampoco la iba a hacer posar desnuda, ¿no es casí?- y sonrió-. No, ahora en serio- y miró a su interlocutor por primera vez-, aunque no lo creáis, el vestido forma parte de la persona, es natural en ella. De entre todos los vestidos largos que le propuse eligió ese en concreto, por lo tanto, ese vestido y no otro me ayudará a definir su personalidad; porque lo que yo busco con anhelo, Juan Barreto, es poseer la psique del retratado; que quien lo contemple no mire simplemente un retrato sino a la persona en sí, sin disfrazarla, sin mejorarla o empeorarla en su físico, solo carácter. Es por ello que una nimiedad, en apariencia, como un vestido en un retrato de medio cuerpo, resulta para mí de capital importancia.
            Los dos mantuvieron las miradas; Juan Barreto impresionado por la lección que acababa de recibir del genio y este satisfecho de su explicación. Ambos se habían desentendido de Rocío. Por eso, cuando la volvieron a mirar no pudieron más que dar un pequeño paso hacia atrás y paralizar sus rasgos faciales.
            - ¿Qué os parece si me pintáis así?
            La joven andaluza se había recostado en el diván y había hecho descansar sus manos en la nuca. Aquella mirada que buscaba Goya se había multiplicado por varios dígitos. Juan Barreto elevó a deidad la sensualidad de Rocío. Observó al pintor y creyó estar viendo a un toro en celo. De pronto, el pintor cogió del brazo al maestro y lo arrastró  hasta la puerta.
            - Juan Barreto- le dijo en voz baja-, necesito con urgencia vuestra generosidad. Mi esposa está a punto de llegar.
            - Su esposa- repitió el maestro sin comprender.
            - Sí, mi esposa y mi hijo. Llegarán en cualquier momento. Lo primero que hacen es entrar en mi estudio para saludarme, en especial mi hijo- explicó con cara de padrazo-. Necesito que les entretenga, Juan Barreto, al menos unos…-volcó los ojos hacia al techo buscando la cifra-, treinta minutos, cuarenta- señaló con energía. Ambos miraron a Rocío que continuaba con la misma pose. Goya cerró los ojos con incontinencia ante el erotismo que escapaba de cada poro de la joven- ¿Lo haréis por mí, Juan Barreto? Os juro que os recompensaré. Podréis pedirme lo que deseéis, siempre que esté en mi mano, por supuesto. ¿Qué me decís?
            En cuanto Juan Barreto asintió con la cabeza, Goya le abrió la puerta y lo empujó fuera del estudio. El eco del portazo reverberó en su cabeza contribuyendo a esa extraña sensación que le había quedado de ser un pardillo. Su moral chocaba contra todo aquello, pero ¿cómo iba a negarle nada al mismísimo Goya? Solo deseaba que no coincidiera la llegada de la esposa con la de Cardosa. El capitán había decidido echar un vistazo por la villa con la intención de que alguno de esos hombres de sombreros largos le siguiera, habiéndole asegurado llegar antes del mediodía. Poco faltaba.
            ¿Y Rocío?, ¿qué podía pensar de ella? Es probable que incluso en la Segunda República su actitud fuera reprobada por la mayoría, pero eso no era excusa suficiente para que él hiciera lo mismo. La sabía alma libre y él siempre había creído que las almas eran libres, debían serlo. La moralidad de un comportamiento o de un pensamiento lo decidía uno mismo y no las convenciones preestablecidas. En definitiva, se encogió de hombros y resolvió que no era nadie para juzgarla.
            En aquel instante la puerta de la casa se abrió y un niño de unos seis años y de pelo castaño se precipitó hacia el estudio. Se paró en seco al encontrarse con Juan Barreto.
            - ¿Quién sois?
            El maestro carraspeó nervioso.
            - Un amigo de tu padre.
            El niño hizo por rodearle para abrir la puerta del estudio pero Juan Barreto se puso en su camino.
            - No puedes entrar- le dijo.
            - Siempre entro en el estudio cuando llego a casa- protestó.
            - Pues esta vez no puede ser.
            - ¿Por qué?- preguntó tratando de rodearle.
            - Porque tu padre está retratando a una persona muy importante.
            El niño detuvo sus movimientos hiperactivos para clavar los ojos en los de su interlocutor.
            - ¿El rey?- preguntó excitado.
            - No, el rey no, pero una persona muy cercana a él.
            - Mi padre siempre me dice que me llevará a ver al rey pero nunca lo hace- explicó bajando la cabeza desilusionado. El maestro sonrió ante su ocurrencia.
            - Pues, ¿sabes una cosa? Esa persona me ha dicho que si te portas bien te conseguirá una audiencia con el monarca.
            - ¿Sí?- preguntó el niño encantado.
            - Pero solo si te portas bien y no distraes a tu padre en el estudio.
            - Hijo, ¿qué haces molestando a este señor?
            La voz provenía de una mujer madura de rostro cansado pero sonrisa dulce que acababa de entrar en la casa. Juan Barreto procuró ocultar su nerviosismo y se presentó a la esposa del pintor con la mayor humildad posible.
            - Ah, sois maestro- repitió ella con sorpresa- ¿Sería posible pediros consejo? Es acerca de mi hijo.
            - Por supuesto, señora; estoy a su servicio.
            Juan Barreto se sorprendía a sí mismo con lo familiarizado que estaba ya respecto a las fórmulas de cortesía de aquella época. Ferviente partidario de la República, nunca había pensado que diría a otra persona que estaba a su servicio. Esta vez lo hizo tan encantado como alarmado pues, mientras hablaba con la esposa del pintor, su hijo no cesaba en sus intentos de acceder al estudio. Qué poco le había durado su promesa de llevarle ante el rey.  Doña Josefa le contaba preocupada el poco control que tenía sobre su hijo y los anhelos de este de convertirse en soldado de la armada española.
            - No piensa en otra cosa- se lamentaba mientras el niño tomaba como un juego el asedio al taller del padre. Justo en aquel instante, aprovechando que la puerta de la calle continuaba abierta, entró Cardosa en la casa. Juan Barreto creyó estar viendo el cielo abierto.
            - Oh, mira, mira quién ha venido- le dijo al niño señalando efusivamente a Cardosa, que, ante la visión de un infante, erizó todo su cuerpo como un gato acorralado-. Es nada más y nada menos que un capitán de su majestad. Ve a jugar con él.
            Los ojos del niño se agrandaron y su boca empezó a salivar. Corrió entonces hacia Cardosa que, torpe con los niños, no supo dominarlo. El infante hacía por luchar con él como un espadachín; le rodeaba, le daba palmadas en el trasero cuando le esquivaba. Mientras, Juan Barreto opinaba con sinceridad sobre este tipo de niños y cómo actuaba con ellos en la escuela.
            - Mucha paciencia, sobre todo mucha paciencia y que el niño no…
            El maestro quedó mudo. El niño había conseguido desenvainar la espada del capitán, aunque lo más grave no había sido eso sino que la espada relucía ensangrentada. Cardosa hizo un gesto de disculpa y horror ante el maestro mientras trataba de recuperar su arma. Doña Josefa hizo por buscar el origen de tanta algarabía, pero el maestro la cogió por los hombros y le obligó a mirarle para seguir la conversación.
            Por fortuna para el capitán, el juego terminó repentinamente y sin heridos que lamentar pues Goya salió de su taller arreglándose el pelo y con evidentes signos de fatiga.
            - Ah, ya estáis aquí- dijo a su familia a modo de saludo.
            - Papá, papá- gritó el niño abandonando el juego con el militar y corriendo a los brazos de su padre.
            - Cuidado, que te mancho- Goya captó de inmediato la mirada reprobatoria de su esposa- Justo ahora he terminado con la señorita de Cerronegro- y carraspeó, momento en el que apareció Rocío todo sonrisa y haciendo una pequeña reverencia a la señora de la casa.
            - Bien, entonces, podemos irnos ya, ¿no es así?- preguntó Juan Barreto a Rocío incómodo con aquel papel de alcahuete que estaba representando.
            Cardosa desconfió de la expresión de Rocío al salir del estudio, pero compartió de inmediato la petición del maestro.
            - ¿Pero cómo?- intervino doña Josefa- ¿No se quedan a comer?
            Los tres se miraron queriendo excusar la invitación, incluso el pintor aportó su granito de arena para ello.
            - Pero, mujer, estos señores deben de estar muy cansados y tendrán menesteres importantes que hacer.
            - Uy, razón de más para que se queden y repongan fuerzas con nosotros.
            Los tres hubieron de aceptar la invitación, hecho que el niño celebró con júbilo pues continuó intentando apoderarse de la espada del capitán. Para sorpresa de todos,  Jovellanos se les unió en el último momento.
            Juan Barreto no dudó en ningún momento que doña Josefa había insistido en su hospitalidad para hacer incomodar a su marido. La mirada recelosa de la esposa y su tono inquisitivo hacían más que evidente su intención  de perturbarlo. El maestro temía algún desliz del pintor ante tanta pregunta pues eso le desvelaría a él como encubridor y se sabía incapaz de soportar tanta vergüenza.
            - Y dime, mi amado esposo, ¿cómo es que habías dejado a este buen señor- y señaló al maestro- fuera del estudio? No es costumbre en ti.
            Goya masticaba nervioso mientras miraba a su cómplice. Sus ojos delataban su incapacidad para encontrar una excusa creíble.
            - En realidad se lo pedí yo- intervino Juan Barreto a punto de expirar el tiempo que estimamos adecuado para responder. Doña Josefa miró algo irritada al maestro. Tanto tiempo hilvanando su tela de araña para que un maestrillo se la desmoronara sin remedio-. No podía soportar el olor de la pintura.
            - Eso- señaló Goya como si hubiera descubierto la pólvora. Mientras, el capitán continuaba soportando los embates que le asestaba el niño para distraerlo y apoderarse de su arma.
            - Nunca he soportado el olor de la pintura- aclaró el maestro acalorado-. Me sofoca. Necesitaba salir y respirar un poco.
            A doña Josefa le faltó poco para refunfuñar ante una excusa que se presentaba inapelable. Los tres afectados compartieron una mirada de discreto alivio.
            - Contadnos, Juan Barreto- intervino Jovellanos-. Habladnos un poco de vuestro pueblo. Decís que está en Almería. Siempre he presumido de conocer bien nuestra extensa geografía, pero he de reconocer que nunca le había oído mencionar. Me intriga. Complacedme, os lo ruego.
            Cada palabra y gesto de don Gaspar transmitían tal estado de paz que todos olvidaron la conversación precedente para fijar sus ojos en el rostro de tan ilustre comensal. Todos menos el capitán, que hundía la cara en sus manos desesperado por la hiperactividad del niño.
            A punto estuvo la emoción de bloquear a Juan Barreto, pues hacía mucho tiempo que no se detenía a pensar en su pueblo.
            - Bueno, no es un pueblo muy grande, más bien es pequeño. Tiene una plaza, y en la plaza hay una iglesia.
            - Vaya, ¿habéis oído, don Gaspar?- interrumpió el pintor-. Un pueblo en este país con una plaza y una iglesia. Contadnos algo que no sepamos, algo que sea singular en vuestro pueblo.
            Juan Barreto no se tomó a bien el sarcasmo del pintor; sin embargo, su timidez y educación impidieron que su malestar se le visualizara en el rostro; simplemente, se limitó a mirar con gesto serio a su anfitrión.
            - En mi pueblo la gente se muere de hambre.
            Los movimientos propios en un almuerzo cesaron de inmediato. Goya bajó la mirada comprendiendo el agravio sufrido por el maestro. Quiso disculparse pero Jovellanos se le adelantó.
            - Pues he de decir que, por desgracia, esa es una característica común en nuestros pueblos. Mucho ha intentado su majestad enmendar esta situación; ha creado escuelas públicas, mejorado la higiene de las ciudades…
            - El hambre de mi pueblo no se quita con escuelas, don Gaspar- se atrevió a apuntar Juan Barreto.
            - ¿Con qué entonces?- preguntó Goya con curiosidad.
            - Con tierras.
            - Con tierras- repitió el pintor incrédulo-, como si fuera tan fácil.
            Juan Barreto observó que el ilustrado adoptaba una actitud de sumo respeto hacia él.
            - No vais desencaminado, Juan Barreto, no vais desencaminado, pero nuestro querido amigo pintor tampoco. No es fácil. Carlos III ha estado ocupado en la resolución de este mal endémico que sufre nuestro país. No solo con el informe de Olavide sino con algunas tierras de la Corona que han sido entregadas a familias campesinas e incluso se han fundado pueblos, pero mucho me temo que esas nuevas fincas no sean muy fértiles.
            En aquel instante en el que todos atendían al ministro, Cardosa aprovechó para soltarle una cachetada al niño, quien aparte de quedar atónito, alzó la presa de sus ojos para que esta se desbordara de lágrimas estridentes. Cardosa levantó las palmas de las manos exculpándose por completo. Doña Josefa cogió de la mano al niño y se lo llevó reprochándole su escándalo, momento en el que el militar respiró profundamente aliviado. En realidad, todos aprobaron con una minúscula mueca de agrado el abandono del infante.
            - Como os decía, mi buen maestro- continuó el ministro-, la clave para paliar el hambre en nuestro país es, sin duda, el reparto de tierras, pero para tan loable menester es necesario despojárselas a la nobleza.
            - Y a la iglesia- apuntó Goya-, no lo olvidéis.
            - No lo olvido- y aprobó su contribución con una sonrisa propia de los viejos amigos.
            - ¿Cómo?- intervino Rocío con el miedo que genera la confusión- ¿Que le van a quitar las tierras a mi padre? Si es lo único que tiene.
            Jovellanos sonrió posando su mano sobre la de la andaluza.
            - No, mi bella señorita, si me permitís que os llame de tal modo, desde el respeto y la admiración, claro está. Nadie os va a quitar las tierras. Solo apuntaba el tremendo obstáculo que supondría aplicar un reparto igualitario, o al menos equilibrado, de las tierras en este país. Solo el monarca podría hacer tal cosa, pero no lo hará.
            - ¿Por qué?- preguntó Rocío consolada con la revelación.
            - Porque eso sería ir en contra de su propia naturaleza- le contestó el pintor.
            - Entre otras cosas- quiso puntualizar don Gaspar-, entre otras cosas. Si el rey se decidiera a aprobar el informe que estoy preparando y que él mismo me ha encargado, se expondría a perder el trono.
            - Casi lo pierde por un par de sombreros- añadió Goya con una sonrisa de incredulidad.
            - En efecto. Aquello fue solo por unos sombreros, aunque tanto vos como yo, sabemos que fue por algo más complicado que todo eso. El caso es que por unos sombreros y unas capas casi pierde el trono. Imaginaos lo que pasaría si se decidiera a desamortizar las tierras de la nobleza.
            - Y de la iglesia- volvió a puntualizar el pintor.
            - Sí, no me olvido de la iglesia. No obstante, y teniendo en cuenta lo mucho que medita nuestro rey cada vez que debe tomar una resolución, mi informe bien podrá tardar años en que sea considerado.
            Juan Barreto escuchaba la conversación preso de la desesperanza. Aquellas eran las mismas cadenas que pesaban sobre los campesinos españoles en el siglo XX; aquellas eran las causas que habían generado el odio secular de los jornaleros hacia los nobles y los eclesiásticos. Cerca de doscientos años atrás, la historia era exactamente la misma.
            - Juan Barreto, os veo absorto- le llamó el ilustrado-. ¿Acaso tenéis la solución del hambre en España y no la queréis compartir con nosotros?
            El maestro, como era habitual en él, se expresó con timidez.
            - Comparto vuestra opinión, don Gaspar. Quién sabe las desgracias que caerán sobre nuestro país si esta situación se prolonga demasiado.
            - Pamplinas- protestó el capitán Cardosa cansado de la conversación.
            - Es cierto- exclamó animado don Gaspar-, contamos con la representación del estamento militar. ¿Qué pensáis vos de todo esto?
            - No me pagan por pensar, sino por proteger a mi señor, y a su familia- añadió haciendo una pequeña inclinación a Rocío.
            - Pero alguna opinión tendréis- insistió Jovellanos.
            - Ninguna- sentenció con sequedad.
            - ¿Sabéis lo único bueno que tiene este país?- intervino Goya con la intención de cambiar de tema, vista la tosquedad del militar-. Los toros- se contestó alegre.
            - Los toros y los pintores- añadió el ilustrado.

            - Brindo por eso- celebró el artista levantando su copa.





35

            Los toros fueron el centro de la conversación hasta los postres. Luego del almuerzo en casa del pintor, Juan Barreto acompañó a Rocío y Cardosa al teatro, aunque bien podría haberlos acompañado a cualquier sitio, dada la melancolía que padecía desde que hablaran de los males de España. Por mucho que insistió la joven, no consiguió librarse de la presencia del militar.
            - Ni por un barril de oro te dejo sola con esa compañía de haraganes zarrapastrosos.
            Fue entonces cuando Juan Barreto recordó la irrupción de Cardosa en casa del artista.
            -¿Podéis decirme, capitán, por qué vuestra espada estaba ensangrentada cuando llegasteis a casa de don Francisco?- le preguntó Juan Barreto.
            - Por Dios, Cardosa, ¿es que no puedes ir a ningún sitio sin matar a nadie?- le inquirió Rocío.
            - ¿Es que ya has olvidado lo que tú hiciste en Toledo?- protestó el militar, quien posó sus ojos en los del maestro, reprochándole el haber sido tan indiscreto delante de la joven.
            - Seguí a uno de los que nos siguen- confesó.
            - Ay, virgencita, ¿es que nos siguen?- interrumpió Rocío alarmada.
            - Desde que llegamos a esta cloaca de ciudad- escupió Cardosa-. ¿Veis?- dijo mirando con severidad al maestro-, habéis conseguido alarmarla. ¿Es que no sabéis cómo se comporta cuando se alarma?- el oficial acompañó su suspiro con un refunfuño- Nos siguió hasta la casa de ese supuesto pintor. Salí con la intención de despistarlo y lo conseguí; era un aficionado.
            - ¿Era?- preguntó con miedo el maestro.
            - Sí, era, y no me interrumpáis u otro aficionado más le acompañará pronto, ¿entendido? Cuando vio que me había perdido, volvió sobre sus pasos y acabó en una fonda de mala muerte, lo cual me extrañó y me hizo descartar por completo a la guardia del rey. Ese no nos seguía por lo de Toledo. Esperé pacientemente hasta que por fin salió, pudiendo verle la cara. Algo no me encajaba, era como si su rostro no fuera de tierra.
            - ¿Pues de qué va a ser entonces?- preguntó con burla Rocío.
            - Me refiero a que parecía un marinero- explicó molesto con la intervención de su amada.
            - Un pescador- dijo ella.
            - ¿Por qué va a querer seguirnos un pescador?- preguntó él a modo de reproche.
            - No lo sé- respondió ella molesta porque se la tratara como una ignorante- ¿no le preguntaste antes de matarlo?
- Oh- se quejó él golpeando el asiento del coche- confíale una preocupación a una mujer y esta te la multiplicará por mil, os lo garantizo, Juan Barreto; por mil demonios que así es.
De algún modo, Juan Barreto veía cierta substancia de don Diego en el militar. Sus gestos, alguna de sus frases, la mirada. Ni que decir tiene que no se le pasó por la cabeza comentarle su impresión.
- Aproveché que se metió en un callejón para tropezármelo de frente. En cuanto me vio sacó el cuchillo, os lo juro, que me parta un rayo si no fue así. No medió conmigo ni una palabra y saltó sobre mi yugular. Debieron informarle mal sobre quién era yo, de lo contrario no hubiera cometido semejante osadía.
- ¿Y no pudiste preguntarle nada?- protestó Rocío perpleja.
Cardosa negó con la cabeza.
- Mi estocada fue certera, no podía ser de otra manera. Solo tuvo tiempo de expirar en mis brazos.
- Qué tierno- apuntó ella con ironía.
- Pero de una cosa estoy seguro: ese hombre olía a mar.
Poco pudieron añadir a la conversación pues el cochero detuvo su marcha anunciando la llegada al destino indicado.
Encontraron a Crispín menos hospitalario que en su primera entrevista. Sonreía y adulaba, e incluso se inclinaba aparentemente sumiso, pero para Juan Barreto era evidente que el viejo trataba de ocultar sus nervios, o, al menos, algún tipo de inquietud. No tenía la soltura con la que se había presentado, sus ojos no brillaban, su sonrisa asomaba encogida y su comportamiento era extrañamente torpe con Rocío.
El maestro y Cardosa observaban los ensayos desde el patio de butacas. De pronto, una voz irrumpió en la escena.
- ¡Alto a la guardia del rey!
El propietario de la voz no se hizo esperar, apareciendo en el escenario vestido de oficial de la guardia real y con su espada desenvainada. Por el otro lado de las bambalinas se asomaron otros soldados en clara actitud hostil. El oficial se acercó a Rocío y la cogió por el cuello.
- Estáis todos arrestados.
Sus hombres avanzaron hasta el filo del escenario y apuntaron con sus armas a los dos espectadores que, perplejos, se miraban el uno al otro.
- ¿Eso es de la obra?- preguntó el maestro.
Cardosa apretó la mandíbula con rabia pues había comprendido la trampa en la que habían caído.
- No, maldita sea- susurró entre dientes para de inmediato levantarse-. Venid aquí y apresadnos si sois tan valientes como vuestros gritos parecen indicar- y mostró su espada aún ensangrentada.
A poco que miraron a los lados, vieron que por el patio de butacas también se habían apostado varios soldados.
- Vamos, venid, os estamos esperando- continuó gritando el capitán. Juan Barreto se convenció de que él era el único de los dos con la cordura suficiente para conocer la gravedad del asunto. Por ello, se atrevió a coger al capitán del brazo y contener su furia.
- Capitán, os lo ruego- le susurró-, estos no están muertos, ni son resucitados. Estos están muy vivos, son muchos y tienen armas de fuego. Recapacitad.
Cardosa clavaba la vista en el oficial. Con respiración agitada asimilaba con trabajo  las palabras del maestro. Ni aunque el honor se hubiera aliado con la dignidad, habría podido derrotar a tan numerosa hueste. Con un resoplido tiró la espada.
- Por esta vez tenéis razón, maestro, pero solo por esta vez- le señaló el militar-. Y tú, rata de cloaca- le gritó a Crispín-, no eres más que un sucio traidor. Debimos darnos cuenta nada más ver tu cara de sapo estreñido. Escupo sobre tu apestoso teatro.
Y lo hizo. Fueron encadenados y arrastrados para sacarlos del recinto, incluida Rocío. Los insultos y juramentos volvieron a llover sobre el viejo director al pasar a su lado. Cardosa hacía por alcanzar con las manos su cuello para estrangularlo.
- Por favor, comprendedlo- se disculpaba el actor apretando las manos a modo de súplica-, llegaron antes que vosotros, llegaron antes que vosotros- repitió más alto para asegurarse de ser escuchado.
Los separaron en dos carromatos, viajando sola la joven andaluza.
- No te preocupes- gritaba el capitán a Rocío desde su vehículo-, iremos a por ti; por mi vida que lo haremos.
El capitán apretó los barrotes de la puerta al ver alejarse el carro de su amada.
- Tú y tu estúpida idea de ser actriz- dijo en un lamento más para sí mismo que para ella, tras lo que  se sentó hundiendo la cabeza en sus manos.
- Capitán, nos hubieran arrestado en cualquier otro sitio.
- Callaos, os ordeno que os calléis. No tengo mi espada, pero tengo mis manos y os juro que son tan letales como ella, de modo que cerrad la boca.
En silencio entraron en prisión y en silencio permanecieron durante las primeras horas de encierro. Ante el sufrimiento silente del capitán, Juan Barreto tuvo a bien meditar sobre los acontecimientos recientes. Su primera reflexión empezó por ser un lamento pues  aquella era la tercera vez que le encarcelaban en muy poco tiempo. Temía acabar acostumbrándose a la pérdida de libertad, en especial porque en esa ocasión el peligro era mucho más grave de lo que había sido en las ocasiones anteriores. Encubrir y ayudar a una mujer que había castrado con sus propios dientes al hijo del gobernador de Toledo. No se lo ocurría cómo iban a poder salvar semejante situación. Pensó en Rocío, en los tormentos por los que debía de estar pasando en medio de la oscuridad de su celda. Si ellos dos compartían su estancia con ratas y humedades, no quería ni imaginar el escenario carcelero de su amiga. Esta vez no podría salvarla, empezando porque no se le ocurría quién podría salvarle a él.
            Miró al capitán y sintió lástima. Un hombre rudo, intolerante, cerrado y, sin embargo, profundamente enamorado de una mujer que jugaba con él lo mismo que una niña con un perrito faldero. Podía imaginar su tormento, encerrado como un tigre, dando una y mil vueltas sobre la imagen de su amada, conteniendo su furia y su sed de venganza. Al ver cómo sus manos se cerraban continuamente con rabia adivinaba, sin temor a errar, que el capitán estrangulaba repetidas veces el cuello nervudo de Crispín. Quiso hablarle, pero ¿qué podía decirle?, ¿cómo animarle sin que le soltara un zarpazo? Bien sabía que si en esa celda tuviera lugar una conversación,  debía empezarla el militar.
            Juan Barreto apoyó la espalda en la fría pared de ladrillos y pensó en la libertad. No se imaginó nada peor que perderla. Pero, en definitiva, ¿qué era la libertad?, se preguntó con escepticismo. ¿Quién podía realmente afirmar que gozaba de libertad plena? ¿Solo las desgracias nos reducían la libertad o también las responsabilidades? ¿Ser libre podía equiparse a la felicidad?, ¿podía existir esta sin libertad? ¿Y viceversa? Movió la boca impresionado por esa última cuestión.
            - ¿Qué barruntáis?- preguntó el capitán sin levantar la cabeza- parecéis una vieja en un velatorio.
            - Nada- contestó Juan Barreto con el temor de haber estado haciendo algo digno de ser reprobado.
            - ¿Cómo que nada? No habéis parado de gesticular; lleváis horas haciéndolo. Sinceramente, ¿creéis que a un hombre como yo en estas circunstancias es conveniente mentirle?
            - No, lo cierto es que no.
            - Entonces, contestad, demonios.
            Juan Barreto buscó las palabras adecuadas.
            - Pensaba en la libertad.
            - ¿Y para eso gastáis tanto tiempo? Ya os lo digo yo: no existe.
            - ¿Ni un poco?
            -Nada, ni una pizca, ni lo que pesa una hoja de azafrán, ni lo que pesa el viento- le contestó mirándole.
            - ¿Ni siquiera ahí fuera?
            - Es que yo hablaba de ahí fuera- protestó-, ¿de qué podía estar hablando si no? ¿No habéis aprendido nada en todos esos libros? Uno cree ser libre, pero está atado a su trabajo, a las deudas, a la lealtad; incluso el amor le oprime su pretendida libertad.
            - ¿No será que la comparte con la persona amada?
            - Patrañas. Nada de eso ocurre; son fantasías, Juan Barreto; y, sin embargo, caemos en ella una y otra vez, irremediablemente, sin posibilidad de escape- dejó pasar unos segundos en silencio para luego sonreír con desilusión-. ¿Y vos me preguntáis por la libertad? Esperad a que pasemos unos cuantos años aquí; ¿qué digo años? Semanas-recalcó-, y entonces sabréis lo que es la verdadera libertad. La conoceréis tan a fondo que incluso está celda de mierda os parecerá un mundo por descubrir. Os desviviréis por visitar aquel rincón, o aquél, o ese otro. Y en cada uno de ellos disfrutaréis de la más pura libertad. Contaréis varias veces al día cada uno de los ladrillos de este calabozo; incluso les pondréis nombres a todos. Hasta las ratas serán vuestras amigas, podéis estar seguro.
            Juan Barreto decidió no hablar más. Era evidente que el capitán había sucumbido a la desesperanza que conlleva la impotencia. Convenía, pues, guardar silencio y esperar a que el destino le proporcionara un nuevo giro a su vida. La cuestión era, ¿habría un nuevo giro o esos barrotes representaban el final del camino?


36

            Las horas se convirtieron tortuosamente en días y estos dieron una vuelta completa a la semana. Juan Barreto creía haber pasado hambre en su vida pero viendo el miserable régimen al que los tenían sometidos, tuvo que reconocer que no había pasado por nada semejante. No era ya hambre, era dolor, desfallecimiento. Con dos sorbos de agua, un poco de sopa y pan duro por día resultaba espinoso sobrevivir. Desde el tercer día había decidido levantarse lo menos posible y ahora, sencillamente, se arrastraba para alcanzar el rincón donde hacían sus necesidades. Eso sí, reservaba todas las fuerzas restantes para rechazar a las ratas, tratando de impedir que se cumpliera así la predicción del capitán sobre el afecto que les profesaría a tan repugnantes animales. Su principal terror era, por encima de cualquier otro, que le royeran las orejas o la nariz mientras dormía. Se convirtió en una obsesión que apenas le permitía cerrar los ojos y, cuando lo conseguía, era para soñar con ratas que le devoraban las orejas y la nariz. También retenía algo de arrojo para admirar a su compañero de tribulaciones.
Cardosa no se movía. Permanecía sentado durante horas con la vista perdida en algún punto de la pared. Diríase que se encontraba de cuerpo presente, pero su mente seguramente andaría muy lejos estrangulando a alguno de sus enemigos. ¿Cómo era posible que jamás saliera de su boca un lamento, que sus expresiones  no marcaran jamás los síntomas del decaimiento? Pensó el maestro en algún tipo de entrenamiento militar para cuando, tras el desarrollo de alguna batalla, le retuvieran como prisionero. Intentó imitar comportamiento tan encomiable ante la adversidad pero le resultó imposible; en cuanto perdía sus ojos en la pared, el hambre le llevaba a pensar sin remedio en las carestías de su familia, en la muerte por tuberculosis de su madre y de su hermana pequeña.
            La llegada de la comida se convirtió en el acto más deseado del día, pero no por la calidad del alimento, huelga decirlo, sino porque rompía el silencio asfixiante del lugar. Aunque al principio le molestara, llegó a adorar los golpes que el carcelero daba siempre en las rejas solo para molestar. Deseaba oír los insultos que le dedicaba con especial inquina y por sistema, como si ello fuera una condición propia e indispensable para ser carcelero; Juan Barreto las recibía ya como palabras llenas de dulzura y esperanza. Luego el carcelero se iba y regresaba la desolación de la soledad.
            Empezó a perder el sentido del tiempo: ¿llevaba siete días o siete años? Incluso había dejado de preocuparse, por olvido, del paradero de Rocío. Cuando miraba al capitán veía en su rostro a la andaluza y empezó a odiarle por eso; al menos él podía evadirse con bellos recuerdos. Deseaba Juan Barreto sumergirse en la fantasía, volar, bucear en las profundidades, escalar a lo alto de un mástil, luchar con la habilidad y fiereza del capitán, pero siempre que lo intentaba el hambre le abría los ojos. Creyó morir; de hecho, estaba convencido de que su última hora había pedido cita para visitarle. Quería llorar, pero no podía, no por vergüenza, sino por la sequía de sus lagrimales. A semejante ritmo, su degradación total como ser humano no tardaría en completarse.
            Un día, el carcelero golpeó los barrotes con más tirria de lo acostumbrado, como si descargara en ellos una frustración reciente. Juan Barreto quiso animarse por la novedad pero le fallaron las fuerzas. Sus párpados apenas aguantaban abiertos lo suficiente como para ver que el cancerbero venía acompañado. No los distinguió bien, pero intuyó que se trataba de la misma guardia que les había arrojado en aquel agujero; al menos los uniformes les delataban como tales. El chirrío de la puerta le desgarró el alma. Sintió entonces que lo levantaban del suelo. Quiso explicarles que no tenía fuerzas para mantenerse en pie, pero no hizo falta pues dos de ellos le sujetaron por las axilas mientras un tercero le vendaba los ojos. Fue entonces cuando los alaridos del capitán le taladraron el cerebro. Creyó que dos cuchillos le entraban con saña por sus oídos indefensos. Gritaba el capitán jurando y perjurando que los mataría a todos, que su honor no quedaría mancillado y que de ninguna de las maneras se lo llevarían de ahí con los ojos vendados. Si al maestro le quedaban por aprender insultos y maldiciones de la época, las aprendió todas en ese instante de la boca del capitán.
            Anulada la visión, Juan Barreto hubo de guiarse por sus sensaciones. Abandonaban esa cloaca inmunda, de eso no le cabía duda. A medida que avanzaban, el aire se presentaba menos viciado, más respirable,  agradeciéndolo sus pulmones a cada paso que daban. A pesar de su severo vendaje, percibía la claridad del día. La agradecía incluso en aquellas circunstancias. Habían sido conducidos a una especie de patio, donde el capitán continuaba con sus blasfemias y amenazas; él, sin embargo prefería la dulce sensación de no oponer resistencia. No le importaba lo más mínimo su nuevo destino, simplemente disfrutaba del traslado como si fuera la mejor experiencia de su vida. Oyó el relinchar de unos caballos que se aproximaban. Figuró enseguida que la mudanza era lejana. En efecto, pronto les obligaron a subir a un carromato cuyo fin era el traslado de presos. En cuanto el sostén de los soldados desapareció de sus sobacos, se desplomó al suelo. Hizo por sentarse mientras Cardosa juraba vengarse de todo lo movible.
            Un látigo fustigó el aire y el carro empezó a moverse. Juan Barreto se aferró a los barrotes y sacó la nariz entre ellos; aquel aire era como una bendición para sus vías respiratorias. Abandonaban la prisión. De inmediato se le hizo evidente que recorrían la ciudad, pues sus olores y rumores invadían sus sentidos; lo recibió todo con alegría, incluso los insultos y risas que les dedicaban los viandantes, agradecidos con encono de ver a personas más desgraciados que ellos.
El aire surtido de Madrid se fue diluyendo con el paso de los minutos hasta abandonarlo por completo. Atravesaban el campo, la brisa fresca de la mañana así se lo indicaba. Por fin pudo llorar; creía que jamás volvería a hacerlo, pero aquel aire puro, limpio, bañado de monte le humedeció lo suficiente sus lagrimales. Lloró en silencio pues bien sabía que el capitán le increparía esa actitud con quién sabe cuántos improperios. El canto de los pájaros acompañó al carromato durante kilómetros. Tan reconfortado se sentía, tanto agradecimiento salía de su corazón que al maestro no le importó morir en aquel momento; si aquel iba a ser su destino, lo recibiría de buena gana tras el festival de sensaciones que se le estaba brindando.
            El silencio del militar durante el camino le extrañó, pero no tanto como para pedirle explicaciones; adoraba su mutismo pues contribuía al hechizo del momento. De pronto, los cascos de los caballos le anunciaron que abandonaban la tierra del camino para entrar en una calzada. Supuso que  se aproximaba el fin del trayecto. Un aroma intenso y fresco de arrayanes le golpeó el rostro. Poco lo pudo disfrutar pues la voz del cochero ordenó detenerse a las bestias.
            El cerrojo de la puerta se abrió y dos manos le sacaron del carro sin contemplaciones. Para su sorpresa, las piernas ya le respondían. En cuanto le tocaron, el capitán reanudó su catálogo de insultos provocando el definitivo final de aquel viaje encantado. Les obligaron a subir por una interminable escalera de piedra. La luz natural se atenuó, haciendo suponer al maestro que habían entrado en una mansión o un palacio a juzgar por el larguísimo recorrido que hacían. Se detuvieron al fin. Uno de los hombres llamó a una puerta asustando al maestro. Con un débil lamento la puerta indicó que  había sido abierta, momento en el que dieron unos pasos más hasta volver a pararse.
            Nada sucedió durante unos minutos. Era como si les hubieran dejado ahí solos, esperando a que el silencio convenciera al capitán de la conveniencia de interrumpir sus furiosos y perennes improperios. La situación  hizo a Juan Barreto sentirse observado; era una sensación que le incomodaba en grado máximo. ¿Se trataba acaso de una especie de tortura?, ¿esperaban a algún tipo de señal para ejecutarles? La estrategia empezaba a dar resultados pues el militar había cesado en sus quejas, ¿o lo habían asesinado en silencio? Los nervios hicieron mella en el maestro.
            - ¿Hola?- dijo probando suerte.
            Su llamada fue contestada por un sonoro golpe en la cabeza.
-          ¡Silencio, habla cuando se te pregunte, prisionero!
            Lejos de asustarse, el maestro se tranquilizó; si debía responder cuando se le preguntara significaba que alguien estaba interesado en sus respuestas, por lo que podría disfrutar de la vida los minutos que se prolongara el interrogatorio. Sintió entonces que le desamarraban con brusquedad la venda. Tanto la luz como el lujo del lugar le cegaron por un instante; cuando sus pupilas pudieron asimilar las nuevas circunstancias buscó al militar para encontrarlo en una profunda y rígida reverencia. El maestro siguió la dirección de tan intensa cortesía hallando a un hombre de aspecto ceremonial sentado en una gran butaca que le miraba con expectación. Llevaba una peluca que a punto estuvo de hacerle sonreír de no ser por el golpe que el capitán, sin abandonar su postura, le propinó en el estómago. Eso le hizo inclinarse ante el hombre sentado.
            - Majestad- dijo el capitán con absoluta pleitesía.
            Juan Barreto levantó atónito la mirada. Ahí estaba, el monarca, Carlos III en persona, con aquellas facciones amigables, los ojos ligeramente estrábicos y el rostro consumido por la edad. Posaba tranquilamente las manos sobre sus piernas cruzadas. El sentido común le dictó al maestro mantener su reverencia hasta que el rey diera señales de vida, cosa que no tardó en suceder.
            - General Cardosa- dijo al fin con serena admiración, al tiempo que con un leve gesto de su mano les indicaba que se reincorporaran. Juan Barreto miró impresionado a Cardosa pues el monarca le había ascendido varios grados en el escalafón militar.
            - Excelencia- saludó Cardosa, esta vez con un ligero movimiento de la cabeza.
            No muy lejos, a la derecha del monarca y detrás de él, un hombre vestido con elegancia exquisita y larga peluca oscura aguardaba en silencio, lo mismo que una fuente a la espera de ser activada. Fruto de una irritante sensación de familiaridad, el maestro no pudo apartar la vista de su rostro, aunque procuró estar atento a la conversación entre el rey y el militar.
            - Ha pasado mucho tiempo-, continuó el monarca.
            -Mucho, majestad.
            -De hecho, pensé que nuestros caminos no volverían a cruzarse, pero henos aquí- y alzó con ánimo las palmas de las manos-. Tengo entendido que te haces pasar por capitán.
            - Os lo puedo explicar, majestad, no fue algo que yo buscara a posta, quiero decir…
            Nunca antes había visto Juan Barreto al capitán en una actitud sumisa; el contraste le conmocionó tanto como ver a un león dominado por una gacela.
            - Tranquilízate, Cardosa; conozco tu historia, no vayas a creer que te había olvidado. Parece que andas recorriendo mi reino con un maestro- y miró a Juan Barreto, quien no comprendió por qué todas las miradas le apuntaban. Ante su inmovilidad, el militar le volvió a golpear el estómago provocándole una nueva reverencia; solo entonces el monarca continuó hablando-. Y todo para entregarme unos papeles del Conde de Cerronegro- Juan Barreto abrió los ojos impresionado por la noticia-. Sí, no os extrañéis, mi buen maestro. La guardia registró el cuchitril donde os hospedabais. Pobre Conde, está desesperado por recuperar mi favor, y en realidad, no ha hecho mal en enviarme estos papeles, pues contienen una información muy valiosa y que, en cierto modo, os concierne a vosotros dos.
            Carlos III guardó silencio deliberadamente para estudiar las reacciones de los presos ante esa revelación. Cardosa se mostró impasible, mientras que el maestro miró con sorpresa al capitán.
            - Nada sé de esos papeles, majestad- anunció Cardosa con la calma del inocente.
            - Disimulas muy mal, general, pero lo mismo da; eso ahora es irrelevante. Don Alfonso, si tenéis la bondad- y el rey movió su mano derecha indicando que se acercara  aquel hombre que se había mantenido en segundo plano y en total silencio. Con un andar muy afeminado y la mano izquierda ligeramente alzada, don Alfonso se detuvo a la vera del monarca. Cuanto más lo miraba, más terriblemente familiar le resultaba su rostro al maestro, en especial la mirada- No sé, Cardosa, si conoces al Marqués de Cercedilla- Don Alfonso inclinó ligeramente la cabeza, aunque dándole a su movimiento un tinte algo melodramático. El lunar de su mejilla derecha dulcificaba su ancho rostro. Juan Barreto quiso intervenir para anunciar que él sí que le conocía y que se moría por saber de qué.
            - No, majestad, me temo que no.
            - Yo sin embargo sí que he oído hablar de ti, general- la voz de don Alfonso estaba totalmente desproporcionada respecto a su cuerpo corpulento; una voz fina llena de amaneramiento y algo gangosa; además, el marqués era incapaz de hablar sin mover de forma ostensible su mano izquierda- Conozco todas tus proezas, incluida tu triste historia de Toledo.
            - No remuevas el pasado del general, te lo aconsejo, Alfonso- intervino el monarca.
            El marqués se disculpó con una afectada reverencia. Juan Barreto sufría hasta el tormento tratando de recordar la presencia del marqués en su vida.
            - El bueno del marqués, que de manera tan eficaz me ha servido en numerosas ocasiones- Don Alfonso se inclinó esta vez al rey- tiene la desgracia…¿podríamos calificarlo como desgracia, don Alfonso?- este afirmó sentidamente con la cabeza-. Bien; desgracia será, pues. Como te decía, Cardosa, el marqués sufre la desgracia de tener un hermano un tanto díscolo, por dulcificar un poco el epíteto- y sonrió. En aquel momento, una lucecita reveladora se encendió en la cabeza de Juan Barreto.
            - ¡Claro, vos sois hermano de don Diego, el pirata!- exclamó feliz el maestro, llegando incluso a dar una palmada para celebrarlo. Los tres le miraron estupefactos, en especial el rey, atónito al ser interrumpido de semejante manera. No tardó el maestro en percatarse de su error y se inclinó, esta vez sin necesidad de ningún puñetazo- Os ruego perdonéis mi osadía, majestad- y permaneció con la reverencia esperando el dictamen del monarca, quien, al fin reaccionó.
            - Tu temeridad queda perdonada, mi buen maestro, pero te ruego que no concedas a ese pirata el título de don; no lo merece, es un ladrón; un ladrón que ha hecho un significativo daño a mi reinado- volvió a levantar la mano para que prosiguiera  don Alfonso.
            - En efecto- dijo el marqués ante la venia del Borbón- Diego es la mácula que deshonra mi familia, mi linaje, limpio, pío, incorrupto hasta nuestra generación. Reconozco ser responsable de parte de este desastre- y se llevó la mano a la cabeza con aire dramático-. No supe controlarle.
            - Por favor, marqués, no te tortures; ya hemos hablado de esto. Tú no eres responsable de las fechorías de tu hermano.
            - Sois generoso en verdad, majestad- y quitó con gesto trágico la mano de su frente- Como iba diciendo, mi hermano es la desgracia de la familia. Mucho he intentado hacerle entrar en razón, pero siempre en vano.
            Juan Barreto imaginaba al marqués con una profusa barba y solo le quedaba llamarle don Diego, tal era el parecido entre ambos.
            - Pero eso se acabó- intervino el rey siempre con expresión complaciente-, o al menos eso es lo que pretendemos, pues ha llegado a mis manos un artilugio, dos para ser concreto, que ese maleante debe de estar anhelando volver a tener en su poder- miró entonces al marqués.
            - Dos cuchillos, dagas, para ser más precisos de una calidad extraordinaria- casi deletreó esta palabra don Alfonso- Originarias de oriente, de la India, o eso creemos. El caso es que tenemos poderosas razones para pensar que estas dos dagas están relacionadas de alguna manera con el tesoro de mi hermano. Al menos, eso es lo que hemos deducido del informe que el escribano llevaba en su cartera.
            - Ya imagináis- continuó el monarca- que ese tesoro representa las riquezas que ha ido saqueando a los buques de mi armada. Las dagas llegaron a mí por extrañas circunstancias, pasando de mano en mano, aunque parece ser que el primero en tenerlas fue precisamente, el comandante de la Santísima Trinidad- entonces, por primera vez, las facciones plácidas del monarca se tensaron- Ese inepto le dejó escapar en Cádiz, justo delante de tus narices, ¿no es cierto, Juan Barreto?- un escalofrío que partió del corazón y le llegó a la mirada dejó sin respiración al maestro- Oh, no es para tanto-le calmó el Borbón-, sobradas razones tenemos para pensar que no tienes nada que ver con él, pero el caso es que has estado en su presencia, ¿no es así?- el maestro asintió temeroso con la cabeza- tú y la hija del de Cerronegro…-chasqueó los dedos mostrando su esfuerzo por hacer memoria.
            - Rocío, majestad- le ayudó don Alfonso.
            Cardosa quedó alerta al oír el nombre de la andaluza, a lo que el rey sonrió con deleite.
            - Bella mujer, hermosísima, aunque un tanto…-buscó la palabra sin apartar la vista de Cardosa- tosca, eso es, tosca, ruda. Ella, a su manera, ¡Y qué manera!- añadió simulando asombro- me ha hecho un gran servicio. Cuando llegó a palacio la fechoría que la hija del Conde había cometido en Toledo, todos coincidimos en escandalizarnos, aunque, en el fondo, yo me alegré; sí, y mi alegría la ha salvado de consumirse en la cárcel. Cardosa, si tu cometido era cuidar de esa joven, me temo que no has sido muy hábil en ello. ¿Acaso has perdido facultades?- el monarca compartió su sonrisa con el hermano del pirata, que parecía disfrutar de la escena- El caso es que el hijo del gobernador de Toledo se había convertido en un incordio. Decenas de denuncias de violación me habían llegado a través de su secretario, al que tú conoces bien, Cardosa; hombre recto y leal donde los haya, desde luego. ¿Pero qué podía hacer yo ante un hijo de La Grandeza española? Tenía atadas las manos, así, como lo oyes. Mi moral sufría y mi rectitud como monarca también hasta que esa joven me solucionó el problema de forma tajante, nunca mejor dicho, pues ese incordio ya no volverá a violar a nadie más- y esta vez compartió una risa breve con don Alfonso-. Resumiendo, Cardosa, he perdonado a tu protegida. Si veo que el gobernador me molesta mucho con su sentido de la justicia, le ofreceré algún cargo apetitoso en Las Américas que, de seguro, no rechazará.
            A medida que le escuchaba, Juan Barreto comprobaba que el monarca era tal y como lo describían los libros. Justo, recto, templado. Había leído a historiadores que incluso lo catalogaban como el mejor de los monarcas borbones que había tenido España.
            - Como comprenderás, mi buen general, si perdono a…-volvió a chasquear los dedos.
            - Rocío, majestad- le contestó servicial don Alfonso.
            - Eso. Si la he perdonado a ella, también os he perdonado a vosotros dos- el maestro trató de esconder su alivio; Cardosa, sin embargo, continuaba tan impávido como una roca- Claro que mi perdón no está exento de un pequeño servicio. ¿Qué me dices, Cardosa? ¿Estás dispuesto a prestar un servicio a tu viejo rey?
            El militar mantuvo la mirada en el monarca el tiempo que le duró el orgullo.
            - Por supuesto, majestad- y se inclinó.
            - ¿Y tú, Juan Barreto?
            El maestro se inclinó visiblemente agradecido.
            -Estoy a vuestros pies.
            -Bravo entonces por los dos. Umm, Juan Barreto- mencionó meditativo- tienes un nombre de lo más peculiar. Resulta muy…- miró a don Alfonso buscando de nuevo su ayuda-¿cómo dijo Goya que era?
            - Sonoro, majestad.
            - Eso es, coincido totalmente; es el tuyo un nombre muy sonoro. Lo celebro- el Borbón alzó la voz animado- Bien, por de pronto vosotros dos os daréis un buen baño, pues el olor que desprendéis roza lo nauseabundo. Permaneceréis aquí los tres, en este palacio de Segovia hasta que recibáis instrucciones. No estáis confinados pero se os aconseja que no salgáis de los límites del edificio y sus jardines. Mientras tanto, llevaréis una vida normal e incluso podréis recibir visitas, siempre bajo la supervisión de don Alfonso y mi consentimiento, por supuesto.
            - Por supuesto- ratificó Cardosa repitiendo su reverencia.






Capítulo suelto. Justo anterior al 37. Cardosa cuenta su pasado.



Tras el padecimiento, la dicha; eso debió pensar Juan Barreto al verse inmerso de nuevo entre la opulencia y el lujo. Sumergido hasta el cuello en los efectos aromáticos de las sales de baño, fijaba los ojos en la decoración estofada del servicio. Movía las manos lentamente, introduciéndolas y sacándolas del agua de manera mecánica, como si tuvieran vida propia. Ese movimiento era su único enlace con la realidad. Había alcanzado el grado máximo de relajamiento en un cuerpo humano. 
            Al terminar su aseo, le vistieron como a un noble. Lo mismo que una marioneta, los criados dirigían los brazos y piernas del maestro, incapaz de reaccionar tras semejante baño. Quizás estuviera aún bajo la influencia de una experiencia tan balsámica como para acceder a usar peluca. Al mirarse en el espejo, tuvo serias dudas de que esa persona jovial que le sonreía complacida fuera su propio reflejo.
Le condujeron al comedor, donde el capitán Cardosa daba buena cuenta de unos faisanes. Las ropas proporcionadas por el servicio de palacio lucían en el militar otorgándole una dignidad que creía muerta y enterrada. Se dedicaron un gesto de amistad y comieron juntos sin mencionar palabra. Los verdaderos manjares han de comerse en silencio, y eso hicieron. Tras los postres les ofrecieron unos cigarros y los fumaron con ceremonial placer sentados frente a la chimenea, aunque el maestro tosiera con cada calada.
 Como había dicho el rey, no estaban confinados, pero, desde luego, sus movimientos estaban controlados pues siempre encontraban la presencia de algún criado en las proximidades.
            - Debéis de estar impaciente- dijo al fin Cardosa perdiendo la vista en la bruma de su cigarro.
            - ¿Por ver a Rocío?
            El militar hizo una mueca de sorpresa.
            - No, por eso estoy impaciente yo, no seáis necio. Impaciente estaréis vos por conocer mi historia.
            - Ah, bueno, yo…
            Un buen observador hubiera detectado desde el principio que Cardosa no estaba interesado en escuchar la respuesta del maestro. La prueba es que le interrumpió sin hacerle el menor caso.
            - Supongo que habéis escuchado que nuestro rey me nombraba como General. Ese es mi verdadero rango: general- y lo repitió saboreando en su memoria momentos más propios de la gloria y la felicidad que de su estado actual- Mi historia, en realidad, es como la de cualquier mortal: está llena de dicha y tristeza, aunque el destino quiso aderezarla con una pizca de violencia y otra de traición; sí, traición. Aun falta un condimento para completar la receta: la venganza que permita limpiar mi nombre y mi honor. Sin embargo, mi mayor tormento es no haber encontrado al desgraciado de quien vengarme, ¿comprendéis?- dejó que transcurrieran unos segundos antes de continuar hablando. Juan Barreto tuvo la sensación de que  el militar estuviera ordenando sus ideas.
            - Todo sucedió en Toledo- continuó el militar-, ciudad hermosa donde las haya, vos mismo lo habéis comprobado. Y, sin embargo, yo la detesto. Sus gentes me hicieron detestarla hasta la más profunda inquina. Me vendieron, ¿sabéis?, me vendieron como a nuestro señor Jesucristo frente a Barrabás. Así me vendieron los vecinos de tan ilustre ciudad; los mismos vecinos a los que yo protegí durante tantos años- aclaró con la rabia contenida entre los dientes- Toledo, fría en invierno y cálida en verano. No sé si la habéis visto nevada; un espectáculo, os lo aseguro. ¿Y habéis presenciado sangre derramada sobre la nieve? No es lo mismo que si ésta se derrama sobre la calzada o sobre la húmeda hierba del campo. No. La sangre en la nieve deslumbra, no ofrece dudas sobre su origen; es sangre, inconfundible, innegable. Imposible apartar la vista de ella porque sabes que tras su reguero encontrarás una tragedia. Yo la hallé, yo seguí el reguero; era mi obligación, mi oficio.
            Cardosa arrojó con desprecio el cigarro al fuego. Sus ojos acuosos se fijaron en las chispas saltarinas que provocó el impacto.
            - Ocurrió mucho antes del actual gobernador, mucho antes del actual obispo, mucho antes de todo. Debido a mis eficientes servicios en la guardia real, nuestro rey me obsequió con un regalo muy goloso para un general: la protección de una ciudad como Toledo- suspiró ahogado en sus recuerdos- Siempre después de un periodo de prosperidad se nos viene encima la hecatombe. ¿No os habéis fijado? Pues es así. Te enamoras, te casas, tienes una hija preciosa…No sé, se supone que eso es lo que debe suceder, ¿verdad? Para eso Dios nos concedió la vida. Yo lo cumplí; se me concedió tal dicha. Pero de la misma forma que se me ofreció, me fue arrebatada sin piedad.
“A nuestra querida Toledo le sucedió algo similar: tras una época de dicha y abundancia, la asoló la escasez y la tragedia. La primera quiso nuestro señor que así fuera porque las cosechas no fueron propicias y el ganado enfermaba con facilidad; la segunda la provocaron los hombres, uno en concreto.”
            “Su primer crimen lo cometió entrando el otoño, al robarle la vida a una niña; luego, ya no paró. Cada semana aparecía un nuevo cadáver, una nueva desgracia. Imposible dar con el culpable; era sigiloso, nadie le veía nunca, solo sus víctimas y por poco tiempo. Las degollaba, principalmente mujeres, aunque también infantas. No dejaba señales, no daba un mal pie ni cometía un error o un pequeño despiste. Imaginaos el terror, la angustia; imaginaos todos esos ojos pavorosos volcados hacia mí, pidiéndome una solución, exigiéndome que detuviera el desastre. La gente, Juan Barreto, olvida rápido, sobre todo cuando las adversidades nos acechan. Ellos olvidaron pronto la época de paz que les ayudé a cimentar. Las protestas eran cada vez más intensas hacia mi persona. Por supuesto, yo tenía mis sospechosos, pero eran solo eso, meros indicios incapaces de conducirte a ninguna parte”
            “Un día, despachaba yo con mi secretario, al que habéis conocido vos mismo en Toledo, el hallazgo del cadáver de una niña. Estábamos en el cuartel de la guardia y Alejandro me advertía de la tensión intolerable que había invadido la ciudad y yo le daba la razón desde mi impotencia. ¿Qué podía hacer? De pronto, empecé a percibir un olor que llamó mi atención. Olía a quemado y era lejano pero, por alguna razón, mi cuerpo se estremeció y salí corriendo temiendo lo peor. Corrí como nunca lo había hecho pero no llegué a tiempo, Juan Barreto, no llegué a tiempo. Mi casa ardía por los cuatro costados. La multitud se agolpaba delante con sus caras sedientas de venganza. Solo unos pocos sensatos hacían lo que podían con unos cubos de agua; alguno incluso trataba de acceder al interior pues se oían los gritos de mi esposa y de mi hija. Yo logré entrar. Las vigas llameantes me cerraban el camino para llegar al salón. Hubiera necesitado la ayuda de unos ocho hombres para poder removerlas, pero nadie movió un dedo. Todos disfrutaban viendo morir a la familia de quien había fracasado en protegerles”
            “Mis ojos alcanzaban a ver a mi esposa acorralada por las llamas; llevaba a mi hija en brazos. Gritaba mi nombre, pedía mi ayuda. Yo hacía lo que podía pero el humo me debilitaba. Entonces las vi arder; murieron quemadas delante de mis ojos, Juan Barreto. Quise morir con ellas pero el odio me mantuvo con vida. No era yo quien salió de mi casa, sino un monstruo infectado por la rabia. Sin mediar palabra, descargué mi espada sobre la cabeza del primero que hallé a mi alcance y así continué hasta que pudieron detenerme. Cinco hombres pagaron con su vida la osadía de haber asesinado a mi familia. Di con mis huesos en la cárcel, pero a mí ya todo me era indiferente, así me encerraran de por vida- de nuevo interrumpió su relato con el silencio-. Fueron cinco años en galeras los que me obligaron a cumplir; eso y perder mis galones. Hubieran sido muchos más años, pero mi buen secretario declaró a mi favor. El único que lo hizo.”
            “Cumplí mi condena y cuando llegué a España me dediqué a recorrer Andalucía ofreciendo mis servicios como hombre de armas hasta que di con el Conde de Cerronegro. Me pidió que protegiera a su hija y eso he hecho hasta ahora. En sus tierras empecé a ser conocido como el capitán Cardosa, y capitán me quedé. Desde entonces no había vuelto a pisar Toledo. Ya habéis visto lo bien que reconstruyeron el palacio. Ni rastro del incendio- volvió a callar. Sus ojos caían en el fuego de la chimenea- ¿Os imagináis entrando en una ciudad en la que aún podéis reconocer los rostros de quienes destrozaron vuestra vida?”.
            Se hizo el silencio. Juan Barreto miraba consternado al capitán mientras este perdía la vista en la lumbre.
            - ¿Y el asesino?, ¿le cogieron?- preguntó el maestro.
            Cardosa sonrió con ironía.
            - No, nunca. Eso es lo más gracioso. En cuanto di con mis huesos en prisión, los asesinatos cesaron. ¿No os parece gracioso?- y le miró.
            - Me parece que es mucha casualidad.
            - Sí, eso lleva pareciéndome a mí todos este tiempo- señaló apretando la mandíbula.
            Un criado se les presentó para indicarles que ya tenían libertad de movimientos en el palacio y sus jardines.
            -Pues veamos esos jardines- propuso el capitán esforzándose por recobrar el ánimo.




37

            La tarde acariciaba la vegetación simétrica del lugar. Al salir del edificio maestro y militar respiraron como si hiciera décadas que no lo hacían.
            - Hay que reconocer que estos Borbones saben vivir bien, ¿eh, maestro? Venga, estiremos un poco las piernas.
            Ambos pasearon en silencio por los jardines disfrutando de cuanto se presentaba a su vista. De pronto, Cardosa se detuvo en seco y agarró del brazo a Juan Barreto para que le imitara. Le señaló entonces con la cabeza hacia delante. No muy lejos, en la confluencia con el frondoso bosque que albergaba al palacio, Rocío recogía unas flores con la probable intención de confeccionar un ramo. Su perfil recortado entre los serrallos, su sonrisa ante el olor de cada flor representaba para cualquier observador el hallazgo fortuito del sentido de la vida.
            - ¿No es hermosa?- preguntó retóricamente Cardosa.
            La respuesta era tan obvia que Juan Barreto permaneció en silencio observando el hechizo que se había apoderado del militar contemplando a la joven andaluza. Comprendió entonces que el enamoramiento de Cardosa era sincero, pues esos ojos solo podían destilar franqueza.
            - ¿Queréis dejar de mirarme?- se quejó el capitán en voz baja y sin dejar de mirar a su amante. Juan Barreto carraspeó avergonzado mientras desviaba la vista. Rocío se incorporó para descansar y respirar mirando al cielo. Fue entonces cuando su mirada cayó sobre los dos espectadores. Una gran sonrisa apareció en su rostro, tiró las flores y corrió hacia ellos.
            - Por fin, por fin, por fin- gritaba jadeando por la carrera. Al llegar se arrojó a los brazos del militar y lo besó en la boca intensamente. Cardosa no tardó en unirse a semejante efusividad, provocando que el maestro desviara la vista incómodo, pero feliz.
            - Venid acá- le indicó Rocío mostrándole su brazo. Juan Barreto se acercó con timidez hasta que la andaluza le agarró del cuello y lo atrajo hacia ella generando un abrazo sincero entre los tres. Empezaron a reír espontáneamente, con la extraña certeza de que no se repetiría una oportunidad como aquella para disfrutar de su amistad. Las risas aumentaban sin remedio como si quisieran con ellas invadir el firmamento; luego, exhaustos por el esfuerzo, se dejaron caer sobre el césped.
            Juan Barreto pensaba que dios le apretaba pero que, después de todo, no terminaba de ahogarle. Los días transcurridos en el palacio de Segovia pasaron a ser los más felices de su vida. Las noticias del rey tardaban en llegar, de modo que se dedicaron a disfrutar al máximo el tiempo que les quedaba para cumplir su estipulado servicio a la corona. El maestro tuvo tiempo hasta de tomar unas primeras lecciones de esgrima, comprobando que Cardosa era un profesor con muy poca paciencia. La biblioteca del palacio le sobrecogió, pasando la mayor parte del tiempo entre sus libros, ora sentado, ora de pie junto a la ventana. Desde ahí podía observar a sus dos amigos correteando por el jardín, ejecutando improvisados pasos de baile, riendo y besándose sin reparo.
            A veces se sorprendía pensando en las palabras del capitán. ¿Sería verdad que después de una dicha prolongada el destino te castiga con un golpe contundente? Él solo podía recordar desgracias a lo largo de su vida, salpicada de algunos momentos escasos, de alegría. Por ello, la dicha vivida esos días en el palacio era tal que le empujaba a sospechar la llegada de una inminente tragedia. Luego, se encogía de hombros y continuaba disfrutando de la lectura junto a la ventana.
            Para sorpresa de todos, Goya se instaló con ellos hasta terminar el retrato de Rocío. Juan Barreto observó que el pintor se mostraba distante con la andaluza, cancelando de sus ojos la chispa del primer día. El maestro lo atribuyó al hecho de que el artista hubiera conocido el encuentro de Rocío con el hijo del gobernador de Toledo. En cualquier caso, Rocío posó siempre con su vanidad innata, sonriendo a la vida, más que al heredero de un imperio del tabaco.
            Jovellanos les honró con su visita en más de una ocasión, dando largos paseos con el maestro. Encontraba el ilustrado gran satisfacción al poder compartir sus ideas con alguien ajeno a su círculo.
            -Pues no sabéis los obstáculos que encuentro cada vez que propongo una reforma- le confesó en soledad. Mucho había pensado desde su último encuentro en su conversación sobre las expropiaciones a los nobles.
            - ¿Y se lo habéis dado a conocer al rey?
            Don Gaspar suspiró con cansado desencanto.
            - En eso estamos, Juan Barreto, en eso estamos. El monarca en persona me encomendó el informe; aquí, entre nosotros, él no emprende nada sin un informe delante, y que conste que no me parece mal, nada mal; pero esto en lo que insistís tan fervientemente es un paso que nunca hemos dado, mi buen amigo.
            - Creedme que es necesario. Os puedo asegurar que  se evitarían muchos males futuros en el país.
            - Y surgirían males nuevos, ¿no lo habéis pensado así?
            - ¿Cuáles?, no se me ocurre ninguno.
            - Pues que, de algún modo, la gente acabe acaparando tierras de nuevo. ¿De verdad pensáis que las diferencias sociales pueden desaparecer? ¿No estáis conmigo en que, en el fondo, son necesarias, que mantienen un equilibrio?
            - ¿Qué equilibrio, don Gaspar? Os aseguro que en mi pueblo no hay ningún equilibrio. Miradlo de este modo, si me permitís.
            - Adelante.
            - ¿Cuánto tiempo sería capaz de soportar el pueblo de cualquier nación bajo estas circunstancias? ¿Cuántos siglos son, dos, tres, los que en La España unos pocos detentan la mayor parte de las tierras?
            Don Gaspar meditó las palabras del maestro desviando la vista hacia el perfil del palacio recortado por el atardecer.
            - ¿Me estáis sugiriendo, por caso, que en una situación como la actual prolongada en el tiempo, más temprano que tarde el pueblo se levantaría en una especie de revolución?- no le dejó responder-. Interesante planteamiento. Por lo tanto, si no aplicamos el remedio del que estamos hablando, la enfermedad sería mucho peor de lo temido- volvió a desviar la vista, esta vez contrariado-, pero es mucho poder el de los nobles, Juan Barreto, no os podéis imaginar cuánto. El rey nunca emprendería algo así. No olvidéis que él mismo es un noble.
            -En mi opinión, los beneficios serían mucho más grandes y duraderos que los inconvenientes que la nobleza pudiera presentar.
            Dialogaban por las tardes, durante horas, empezando a nacer entre ellos una profunda estima. En presencia del ilustrado, Juan Barreto se sentía mucho más útil que delante de sus alumnos. Era una sensación extraña que nunca antes había experimentado, la de la utilidad profunda y veraz. Al darle sus opiniones sobre la situación del país, el maestro creía estar haciendo un bien al porvenir de la nación, aunque nunca se atreviera a confesarle tal sentimiento.
            Por las mañanas las tertulias eran con Goya. Así como cuando conoció a Rocío, el pintor le había rogado que esperara fuera del estudio, ahora le insistía encarecidamente que permaneciera con él mientras la andaluza estuviera cerca.
            - No os reconozco, Francisco- se quejaba Rocío con su habitual gracia- ¿dónde está vuestro ánimo y ese espíritu libre del que disfruté cuando os conocí?
            Cada modelo que vestía hacía de su sensualidad un arma de la que difícilmente nadie podía defenderse. Juan Barreto estaba seguro de que la joven se alborozaba con aquel tipo de preguntas que, por otro lado, nunca hacía en presencia de Cardosa.
            - ¿Tiene acaso que ver con algún tipo de hecho escandaloso que hayáis conocido de mí?- continuaba manteniendo la sonrisa de su pose.
            - Ciertamente, mi bella dama, no sé a qué os referís; yo soy un artista, y me limito a hacer mi trabajo lo mejor que puedo- contestó con evidentes signos de incomodo en su voz.
            - Vamos, vamos, Francisco, que desde que habéis llegado me miráis como si fuera una bruja.
            El pintor dejó su pincel a medio camino del lienzo cambiando su semblante.
            - ¿Bruja?, yo no creo en brujas- repuso casi con desprecio, tras lo que Rocío dejó escapar una pequeña carcajada.
            - Pues deberíais- le dijo con una mueca enigmática.
            - Tonterías, ese tipo de creencias es lo que mantiene a este pueblo hundido en la ignorancia.
            - De ignorancia nada; aquí nuestro maestro os puede hablar largo y tendido de las brujas y sus efectos, ¿no es cierto, Juan Barreto?- le preguntó disfrutando con la expresión de turbación que mostró el maestro en cuanto se vio inmerso en la conversación. Goya le interrogó con la mirada, a lo que Juan Barreto desvió la mirada cohibido. El artista vio en esa evasiva motivo suficiente para insistir en que le contara su historia. Antes de que el pintor llegara a la súplica Juan Barreto accedió, sucediendo algo que le estremeció sobremanera.
            Relató, pues, sus andanzas con la andaluza en la morada ruinosa de la vieja noctámbula, añadiendo su lucha a garrotazos con el criado del escribano. Quedó sumamente afectado pues esto último jamás había salido de su boca; incluso Rocío sucumbió al dramatismo de la historia. Sin embargo, lo que más conmovió al maestro, lo que agitó su alma fue percatarse de que su relato había sido la exacta narración de tres cuadros de Goya que había visto en el museo del Prado cuando cursaba sus estudios de magisterio. Fue una sacudida extrema la que se desarrolló en su pensamiento pues, a partir de entonces, no dejó de planteare si su explicación no sería la inspiración futura para que el artista realizara esos lienzos. Fue plenamente consciente de que las posibilidades de influir en la obra del artista eran tan reales que creyó estar sufriendo un ataque de vértigo.
            - ¿Os encontráis bien?- preguntó Goya dejando su pincel a un lado para acercarse al maestro-, de repente os habéis tornado pálido como la luna.
            - Como para no tornarse- comentó Rocío, que con las palabras del maestro había revivido la parte de la historia que le había correspondido protagonizar.
            - Será mejor que descansemos; bebamos algo de vino- propuso cogiendo del brazo a Juan Barreto para salir con él de la habitación. Rocío quedó perpleja ante la soledad en la que le habían dejado los dos hombres.
            Largo fue el paseo que pintor y maestro dieron por los jardines del palacio, insistiendo el artista una y otra vez a Juan Barreto para que le permitiera retratarle. Ante semejante propuesta, el almeriense cayó en otro vértigo aún mayor: formar parte, él mismo, de la obra del insigne aragonés.
            - Volvéis a palidecer- le comentó preocupado-¿queréis más vino?


38
           
            Los días se sucedían dulcemente, como si el paso del tiempo no fuera con ellos. Incluso Cardosa había relajado sus facciones; sin poder afirmar su dicha, se atrevía a calificar de alegre el estado del militar. Pensó en su trágica historia y no pudo menos que admirar su entereza, aunque en el fondo supiera que el odio le había ido corroyendo los huesos sin descanso. Rocío se mostró todo esos días tan accesible y cariñosa que no era extraño ver al oficial sonreír e incluso reír. Sí, en lo último en que pensaron esas jornadas los tres inquilinos del palacio era en el servicio que, a cambio de su libertad, debían prestar a la corona.
            Como se ha dicho, gustaba Juan Barreto de leer junto a una de las ventanas de la biblioteca. Esa mañana no leía; su felicidad era tal que le impedía concentrarse en la lectura. Apoyaba la cabeza en el cristal y perdía la mirada en el jardín, justo donde empezaba la pequeña arboleda que limitaba los terrenos de la residencia. Mezclaba la felicidad con la melancolía, pues irremediablemente su madre y su hermana pequeña se le aparecían deseando con todo su corazón que pudieran estar con él en aquel momento. Qué caprichoso es el destino cuando insiste en separarnos a toda costa de nuestros seres queridos. A veces su enseñamiento es tal que suena a venganza. Recreaba el maestro en su cabeza el deseo imposible de reunirse con su familia cuando sus pupilas, ellas solas, definieron con claridad el paisaje de la arboleda.
            En cuanto fue capaz de asimilar lo que sus ojos trataban de mostrarle, separó con brusquedad la cabeza del cristal. ¿Era cierto lo que estaba viendo? Se restregó los ojos, no fuera que su vista le estuviera engañando y volvió a mirar. No, era cierto; no había sido un espejismo. Un hombre con capa y sombrero largo observaba el palacio parapetado en uno de los árboles. Juan Barreto sintió que su corazón se aceleraba. Sus manos temblaron hasta hacerle caer el libro. Les habían encontrado. Sin duda debían tratarse de los mismos hombres pues vestían de igual modo. Un pensamiento fugaz le cruzó la mente al maestro y echó a correr.
            Cada vez que se cruzaba con alguien de la servidumbre por el pasillo, aminoraba el paso hasta convertir su carrera en una marcha forzada. Nada más darles la espalda reanudaba la carrera procurando que sus pisadas fueran tan gráciles como las de una bailarina. Lo mismo hizo al atravesar el salón en el que Goya retrataba a Rocío. Tan concentrado estaba en su objetivo que el maestro no escuchó la observación que le hiciera la bella dama al ver correr al maestro. Por fin entró en la estancia deseada. Corrió hacia la mesa y cogió el catalejo que sobre ella descansaba. Lo abrió con premura y se acercó a la ventana. Con el instrumento posado en su ojo buscó desesperado al espía junto al árbol. Nada. Movió y movió el catalejo sin éxito. Pocas veces se había sentido tan frustrado, y tan nervioso. Se disponía a volver a buscar cuando sintió una opresión fuerte en la nuca. Una mano se había aferrado a ella y lo arrastraba hasta la pared impidiéndole mirar hacia atrás.
            - No quiero que hagáis ni un movimiento, Juan Barreto.
            Quien quiera que fuera su opresor, le conocía o, al menos, conocía su nombre.
            - Es muy importante que no habléis.
            La voz era poderosa, profunda y carrasposa; el maestro tenía la certeza de haberla oído antes.
            - Es absolutamente necesario que no gritéis. Debéis prometérmelo.
            Esa voz…Juan Barreto sufría más por no poder identificarla que por la presión que se ejercía en su cogote.
            - No tengo intención alguna de haceros daño. Sería del todo deshonroso para mí hacer daño a quien con gran arrojo salvara mi vida.
            Juan Barreto sintió que la presión desaparecía. Ya no tuvo duda sobre el propietario de aquella voz.
            - Podéis volveros, pero, he de insistir, no gritéis.
            Juan Barreto giró lentamente su cuerpo sabiendo a quién iba a encontrar. Sin embargo, quedó atónito al descubrir la realidad.
            - ¿A que me imaginabais con barba?- preguntó el pirata don Diego Quintana y Salazar con una gran sonrisa. El maestro era incapaz de hablar- Pero decid algo, demonios, ¿no os alegráis de verme?
            - Pero, pero- empezó a balbucear-, vos sois don Alfonso.
            - Y don Diego también- festejó en voz baja-. El imaginario es don Alfonso, mi hermano, aunque ya a estas alturas no estoy seguro- y rió procurando no ser escandaloso.
            - Pero, pero…
            Eso era lo único que era capaz de pronunciar el maestro. Don Diego vestía con el lujo y el estilo amanerado de su falso hermano.
            - El truco está en la barba y los cabellos enmarañados- le explicó comprendiendo la estupefacción de su amigo-. Imaginadme con ambos y todo se arregla.
            - Eso hice la primera vez que os vi; quiero decir, cuando vi a vuestro hermano, pero es que resulta asombroso.
            - ¿A que sí?- dijo con orgullo-. Eso sí, el lunar es real. Mi buen maestro- y le estrechó los hombros con las manos-. Cuánto me alegro de que estéis vivo, de que estéis aquí, conmigo; bueno, con don Alfonso.
            - Pero, pero…
            Don Diego volvió a reír.
            - Vamos, vamos, Juan Barreto, recomponeos, que no estáis viendo a un fantasma. El secreto está en la interpretación- y adoptó una pose típica de don Alfonso-. ¿No lo creéis así?- preguntó con la voz sensible y afectada del hermano imaginario.
            - Asombroso- exclamó sincero el maestro.
            - Todo esto es obra de mi buen amigo Crispín. Vos lo conocisteis en el teatro. Es el más grande entre los grandes. Ha sido capaz de convertirme en lo que veis sin que nadie sospeche lo más mínimo, ¿no es para desternillarse? Todos creen en la existencia de mi hermano; es más, le respetan, diría incluso que le aprecian. Ya habéis visto cómo me trata el rey; el rey, Juan Barreto, el rey- y rió-. Ese Borbón no se entera de nada. Bueno, para descargo suyo, nadie se entera de nada. Voy y vengo como me place. Cuando se me agotan las riquezas, regreso a mi escondite de Cádiz, me dejo crecer la barba y don Diego el pirata reaparece dispuesto a saquear cuantos navíos encuentre; cuando mis arcas están llenas, me afeito y regreso a Madrid como don Alfonso- y volvió a posar con amaneramiento.
            - Pero no entiendo por qué me confesáis algo así.
            - ¿Ah no?- sonrió con afecto- ¿Acaso habéis olvidado que me salvasteis la vida? ¿No sabéis que desde ese momento contraje una deuda con vos que he de cumplir como si vos fuerais mi hermano? No don Alfonso, otro hermano. ¿No comprendéis que estamos unidos, mi buen maestro? ¿Qué ocurre?, ¿acaso dudáis de mi palabra?- preguntó al ver la desconfianza en el rostro de Juan Barreto- Ah, ya entiendo- y sonrió satisfecho con su descubrimiento-, sin duda cuestionáis mis palabras porque os abandoné en aquella apestosa prisión del puerto de Cádiz.
            En efecto, era eso exactamente lo que estaba pensando el maestro.
            - Tenéis razón, tenéis mucha razón- prosiguió el pirata sincero-, pero todo tiene su explicación, y es justo ahora el momento adecuado para dárosla. Os abandoné para protegeros. Vamos, Juan Barreto, la duda vuelve a aparecer en vuestro rostro. No seáis injusto con este pobre hombre de mar y escuchadme primero antes de juzgarme; y podéis dejar ya eso- dijo refiriéndose al catalejo-, el hombre al que buscabais ya no está ahí.
            - ¿Sabéis quién es?- preguntó alarmado el maestro.
            - Claro, pero os la explicaré más tarde. Dejadme primero contaros mi historia. Os prometo que no os defraudará.
            Don Diego retrocedió unos pasos buscando mayor comodidad para su narración. Aunque algo de escepticismo asomaba en su rostro, Juan Barreto no podía menos que continuar admirando la magnética personalidad del pirata.
            - Bien- empezó tras aclararse la voz-, como recordaréis, os dejé en la cárcel del puerto de Cádiz. A simple vista, estoy de acuerdo con vos, pareció un vil abandono por mi parte, pero comprendedlo, a mi lado hubierais sido una carga y no consideré justo que os relacionaran conmigo en el caso de que nos capturaran. Mi principal cometido en aquel momento era seguir la pista de mis dagas. Seguro que os acordáis de aquellos dos hermosos cuchillos que me robó el almirante en la Santísima Trinidad. En esas dos pequeñas joyas está el secreto de mi tesoro, pues son la llave que accede a mis riquezas. Esas armas fueron un obsequio de un sabio egipcio por haberle recuperado una especie de ratón; sí, como oís. No los robé, os lo juro; es, probablemente, lo único que no he robado en mi vida.
            “Los cuchillos sirven para acceder a mi tesoro, que, como bien intuís, está en la playa donde nos conocimos. Sin ellos ni siquiera yo puedo entrar a la guarida; sin embargo, tienen sobre sí un encantamiento. Sí, no me miréis así. Están embrujados. No os debería sorprender algo así en el país de las supercherías. Aquellas personas que osen arrebatármelos sufren una poderosa maldición, pues aflora en ella sus sentimientos más profundos; las ansias de realizar aquello que el pudor o la decencia les impide. Os preguntaréis qué clase de maldad es esa y qué daño puede hacer; pues mucho, os lo aseguro. ¿Sabéis qué miserias sacó de su alma ese maldito almirante en cuanto tomó ilícita posesión de mis dagas? ¿No tenéis curiosidad en saber en lo que se convirtió?”
           Tal era el énfasis que empleaba el pirata en su relato que Juan Barreto escuchaba obnubilado. Sin decir palabra, asintió con la cabeza.
            - En un asesino. Como oís,  en un miserable asesino. Y mirad que se lo advertí.  Ya incluso estando nosotros encerrados en las pulcras bodegas del barco cometió su primer crimen quitándole la vida al más joven de sus hombres. Desde Cádiz no me resultó difícil seguir su pista pues el reguero de sangre que dejaba tras sus pies lo delataba. Aún así me costó lo mío encontrarle, pero llegué tarde. En Valencia las autoridades le habían prendido y condenado a muerte por el asesinato de no sé cuántas jovencitas. Un desastre.
            - ¿Y los cuchillos?- preguntó absorto el maestro
            - ¿No lo imagináis? En manos del gobernador de la región. Ah- exclamó jovial-, veo en vuestros ojos que os morís de ganas por saber en qué le convirtieron las dagas embrujadas. Pues os lo creáis o no, el gobernador empezó a vestirse de mujer, así como os lo cuento, que me parta un rayo si no es cierto. Pero no es que lo disimulara, no; vestía alegremente como la dama mejor ataviada del reino recibiendo en audiencias o acudiendo a misa. Un comportamiento tan pecaminoso no pasó inadvertido y, a instancias del obispo, el gobernador fue recluido en un manicomio. Obviamente, los cuchillos le fueron retirados y, ahí está el desgraciado gobernador preguntando a todo el mundo qué demonios ha hecho para estar recluido entre locos; porque si una cosa tiene el maleficio es que, en cuanto las dagas cambian de manos, el anterior dueño recupera el recato y guarda de inmediato sus más recónditos instintos sin recordar apenas lo hecho. ¿No es genial?- Y rió.
            - ¿Y los cuchillos a qué manos pasaron?
             - Por dios y por la virgen, Juan Barreto, me decepciona vuestra falta de perspicacia.
            - ¿En el obispo que le denunció?
            - ¡Bravo!- gritó para bajar de inmediato el tono de su voz- Así es, en el mismísimo obispo. Vamos, reconocedlo, os desvivís por saber qué instinto se despertó en su interior.
            El maestro volvió a asentir.
            - Pues parece ser que empezaron a desaparecer misteriosamente algunas de las joyas, reliquias y obras de arte de la catedral. ¿Os orienta eso un poco?
            - ¿Se convirtió en un ladrón?
            - No es que se convirtieran en un ladrón, un asesino, un afeminado…es que ya lo eran, solo que lo ocultaban, lo reprimían en su interior, ¿no es fantástico este encantamiento?
            - ¿Y en qué os convierte a vos?
            El pirata abrió la boca felizmente sorprendido.
            - Ah, buena pregunta, sí señor. Sois muy despierto, después de todo. A mí no me convierte en nada; eso es lo mejor. ¿No veis que soy su legítimo propietario? Con semejantes comportamientos no me fue muy difícil seguirle la pista a mis dos pequeñas joyas; lo complicado era acceder a ellas- protestó cruzándose de brazos para enfatizar su malestar-. Al obispo lo descubrieron, era de esperar. El escándalo fue de proporciones colosales, podéis creerlo.
            - ¿Y los cuchillos?
            - Tened paciencia, buen maestro, tened paciencia- don Diego se tomó su tiempo para continuar-. No es fácil pues el relato es largo- Juan Barreto empezó a pensar en la falsedad de toda esa historia, pues don Diego parecía estar buscando inspiración en lo más profundo de su imaginero- Se armó una trifulca importante entre las autoridades eclesiásticas y el monarca, pues era él quien decía tener el derecho de juzgar al obispo y la iglesia no le reconocía tal derecho. Sin embargo, y aún en el recuerdo la expulsión de los jesuitas, el rey quiso mostrarse enérgico con los obispos amenazándoles con no se qué expropiaciones. Pronto se plegó el clero a sus exigencias, a lo que el rey, siguiendo su habitual estrategia, se mostró clemente y permitió a los obispos que juzgaran al reo. Los obispos para mostrar su gratitud, decidieron enviarle un presente y he aquí que encontraron el regalo perfecto en mis dos hermosos cuchillos al confiscarle los bienes al otrora obispo. ¿Me seguís? Bien.
            “Encargaron el transporte de las dagas a un pobre funcionario judicial, quien los llevó encima hasta llegar a Madrid. Me hubiera sido fácil arrebatárselos, pero, por alguna razón, fue precavido rodeándose siempre de gente. Comprended que yo en estos momentos carezco de tripulación; soy un pirata solitario, si es que esto es posible. Soy diestro con la espada, pero ante una multitud ¿qué puedo hacer?
            - ¿Y en qué se convirtió el funcionario?
            Don Diego se movía aún en la añoranza de una tripulación de fiar.
            - ¿Qué?
            - La maldición de los cuchillos.
            - Ah, otra virtud que tiene ese encantamiento es que a las personas honestas les desata algún sentimiento honesto que, por vergüenza o un exceso de, precisamente eso,  de humildad, no han podido o atrevido a desarrollar. El funcionario era honesto, ¿lo podéis creer?- preguntó riendo con fastidio-, convirtiéndose la criatura en un inspirado poeta- y su expresión cambió al aborrecimiento-. Estuvo todo el camino a  Madrid componiendo poemas y debían ser buenos a tenor de los aplausos de sus acompañantes. Cuando llegó a la villa tuve que abandonar a don Diego y transformarme en mi hermano don Alfonso, confiado en la buena estrella que siempre he tenido con el monarca. Cuando llegué a palacio, ¿sabéis con lo que me encontré?
            “- Ved qué hermosos cuchillos me han traído como presentes desde Valencia”-fue lo primero que me dijo Carlos III cuando entré en el salón de audiencias. Había llegado tarde; maldije no haber podido evitar que cayeran en sus manos. Veréis, a pesar de toda esta farsa de don Alfonso- y se señaló a sí mismo con exagerada cortesía-, le tengo estima al monarca. Le miré fijamente a los ojos, buscando algún atisbo del hechizo en su persona, pero nada hallé. Me pareció extraño pues el encantamiento no hace excepciones. En algo le debe de estar afectando, pero lo desconozco- y se encogió de hombros.
            - “¡Majestad!-le dije-“Pero qué ven mis ojos. ¡Loado sea Jesucristo nuestro señor!”
            - “Don Alfonso, buen amigo, dime cuál es el motivo por el que tanto te alborotas”- me dijo con su habitual serenidad.
            - “Majestad, esos son los cuchillos de mi hermano”- le expliqué llevándome las manos a la cara para remarcar mi escándalo y sorpresa.
            - “¿Estáis seguro de ello?”
            - “Los reconocería con los ojos cerrados”
            El rey jugueteó con los cuchillos unos segundos, mientras yo me encendía por no poder hallar en él ningún efecto del embrujo.
            -“Son en verdad hermosos”-dijo al fin-“seguramente los habrá robado”
            - Sentí rabia en aquel instante, Juan Barreto, porque, como ya os dije, aquellos artilugios son de mi legítima propiedad y me molestó horrores que me acusara de haberlos robado. Puse mi mejor cara y continué con la conversación.
            - “Pero Majestad”-exclamé-“No ha sido la bella Valencia quien os ha mandado este presente sino la providencia”
            - “No te entiendo, explícate, te lo ruego”
            - “Es bien sencillo, majestad, enseguida lo entenderéis y compartiréis mi dicha. Tengo entendido que mi hermano no es nada sin estos cuchillos”- ay, Juan Barreto, a punto estuve de arrebatárselos de las manos. Mis dedos se movían impacientes por tocarlos, pero, gracias a dios, pude contenerme- “Sabéis que el muy canalla siempre me escribe cada vez que comete una de sus fechorías; pues bien, en una de sus misivas, recuerdo perfectamente que me nombró esos cuchillos como la clave para acceder a su tesoro, que, como bien sabéis, es, hoy en día, el escondite más buscado de todo el reino”
            - “No exageres, Alfonso”- se atrevió a decirme el rey- “tampoco es que sea el más buscado. Sí que es verdad que a la corona le gustaría recuperar lo que es suyo”
            - Y justo en ese instante nos enteramos de vuestra detención en la capital, Juan Barreto- puntualizó lleno de jovialidad.
            - No lo entiendo.
            - Pues claro que no lo entendéis, pero yo os lo explico. Llegasteis como agua de mayo pues portabais con vos la cartera del escribano. ¿Lo entendéis ahora?
            - Pues no.
            - Es mi obra maestra. Aún sin haber salido de Cádiz, tuve la precaución de elaborar un segundo plan para recuperar mis cuchillos sin saber demasiado bien a qué me conduciría. Le hice llegar al escribano don Rodolfo, que conocisteis en vuestro trágico viaje, un anónimo advirtiéndole sobre la importancia de los cuchillos para el pirata más buscado del reino, es decir, para mí. Ah, grande es la codicia de los escribanos, creedme y pronto salió nuestro Rodolfo de camino a la capital para informar al rey en persona. La providencia quiso que os cruzarais con él y acabarais siendo vos el portador de tales novedades, sirviéndome a mí para improvisar un nuevo plan magistral.
- “Pues precisamente por eso. Estos cuchillos lograrán que lo recupere y , de paso, apresar a ese ladrón deshonra de mi familia”- continuó don Diego con el timbre afeminado de don Alfonso.
            - “¿Cómo es ello posible? Seguimos sin conocer el lugar del escondite”
            - “Si me permitís la sugerencia, majestad, pregonad a los cuatro vientos que daréis una recepción para mostrar los magníficos cuchillos procedentes de Egipto. Os aseguro que llegará a los oídos de mi hermano y vendrá, vaya que vendrá. Se amparará en que solo yo conozco su rostro para pasar inadvertido”
            - ¿Y accedió?- preguntó Juan Barreto
            - Pues sí- contestó el pirata abandonando la pose y el tono afeminado usado para crear a don Alfonso-. Eso es lo extraño. Puedo jactarme de conocer bien al monarca y os aseguro que tiene como hábito reflexionar mucho sus decisiones; es muy metódico, hasta el punto de exasperar a sus secretarios, pero, para mi sorpresa, no solo accedió sino que me felicitó por mi idea. Y ahí es exactamente donde entráis vos, la bella Rocío y ese amargado de Cardosa.
            - No entiendo.
            - Pues es bien sencillo. El servicio que prestaréis al monarca y que lleváis esperando en este hermoso palacio consiste en ser el cebo para atrapar a don Diego.
            - Pero si don Diego sois vos.
            - Pero el monarca no lo sabe- y mostró una enorme sonrisa.
            La incomprensión aumentaba en el rostro del maestro.
            - Pero vos seréis don Alfonso en esa recepción.
            - Ah, mi buen amigo, veo que empezáis a inquietaros. Os sacaré de vuestra ignorancia, pero antes debo advertiros de algo realmente serio- el pirata acercó su rostro al del maestro avisando así de la gravedad del asunto-. Os siguen.
            El maestro se acercó hasta la ventana buscando al hombre que viera en la arboleda.
            - ¿Os referís a…?¿Quién puede ser?,  ¿y qué quiere?
            - ¿No os lo imagináis? Son los hombres de mi antigua tripulación. Esos malditos  bastardos, con Carrasco a la cabeza, os siguen a vos.
            - ¿Por qué?, ¿qué tengo que ver yo con ellos?- preguntó nervioso.
            - ¿No lo recordáis? Están convencidos de que conocéis el paradero de mi tesoro. Esperan algún desliz para poder raptaros y torturaros hasta que me traicionéis.
            - Pero si es que no sé dónde está vuestro tesoro- protestó cercano a la desesperación.
           - Entonces sospecho que la tortura será bastante larga- el pirata se encogió de hombros- Pero no os preocupéis, procurad no quedaros solo, buscad siempre la compañía de Cardosa; intuyo que esos cobardes no se atreverán a atacaros con él presente.
            - ¿Y por qué no os siguen a vos?
            - Pues porque aun no me han localizado. Pero no os creáis, que a alguno de ellos he visto merodeando en las posesiones de mi hermano aquí en Madrid. Ahora, escuchad bien, os explicaré lo que el rey quiere de vos en esa fiesta pues para eso me ha enviado hoy aquí.
            - Sí, pero antes decidme vuestras intenciones con Rocío.
            - ¿Mis intenciones?- preguntó asombrado- Juan Barreto, Rocío es una auténtica leona, como ya habréis tenido oportunidad de comprobar, y yo no guardo intenciones de ningún tipo con animales tan salvajes. Entendedme bien, es un encanto de mujer, una princesa; congeniamos desde que la vi perdida en las calles de Cádiz, convirtiéndome en, digamos, una especie de protector, cargo que, tengo entendido, habéis usurpado, ¿eh, pillastre?- y sonrió con socarronería-. Ahora no me interrumpáis y escuchad atentamente los planes del rey para la gran fiesta de los cuchillos.



39

            El plan propuesto al monarca por don Alfonso era de una insensatez tal que su fracaso no se contemplaba. Los cuchillos quedarían expuestos en una cámara privada a la que solo se tendría acceso con el permiso del rey. Además, la puerta estaría custodiada por dos guardias y se había tapiado la única ventana de la estancia. Todos confiaban en que don Diego no soportaría la tentación de acudir a la fiesta, amparado en su anonimato y probablemente disfrazado, para recuperar sus amadas armas. Juan Barreto y Rocío se pasearían entre los invitados con el objetivo de llamar la atención del pirata quien, sin duda, acudiría junto a ellos. Juan Barreto le convencería de tener acceso libre a la cámara de los cuchillos y, una vez dentro, ya no tendría escapatoria.
            Desde luego, el monarca era consciente de que para que el plan funcionara era imprescindible que el pirata acudiera. Había una probabilidad importante de que no lo hiciera, pero, aún así, el rey deseaba intentarlo. Don Alfonso, por su parte, ya se había encargado de insistirle en la infalibilidad de lo trazado.
            - Mi hermano quiere a esos cuchillos más que a su propia vida. ¿No veis, majestad, que sin ellos no tiene acceso a sus riquezas?
            - Queréis decir mis riquezas- y enfatizó el pronombre con todo la intención.
            - Por supuesto, majestad- tras lo cual, don Alfonso se inclinó con pomposidad.
            Cualquier sentimiento de inferioridad que pudo haber provocado a Juan Barreto entrar en el palacio real, que se lo causó, quedó anulada por sus nervios. Paseaba de un lado a otro del salón enfocando constantemente su mirada hacia la puerta a la que se accedía a los cuchillos. Los guardias apostados a ambos lados, tan fornidos como serios, contemplaban con indiferencia sus idas y venidas. Incluso el maestro empezó  con una manía que creía haber vencido hacía tiempo.
            - Os mordéis las uñas, Juan Barreto- le dijo Jovellanos llegando por la espalda-. No deberías estar nervioso. ¿Qué lugar más seguro que este podríais hallar en Madrid, mi buen maestro?
            La visión del ilustrado le calmó momentáneamente.
            -Tenéis razón, don Gaspar, pero permitidme que mi miedo campe a sus anchas hasta la hora convenida.
            Jovellanos sonrió complaciente.
            - Os lo permito. Me alegra tropezarme con vos pues precisamente quería anunciaros algo.
            Juan Barreto disimuló su parálisis pues lo primero que se le pasó por la cabeza fue el desenmascaramiento de don Alfonso como hermano imaginario de don Diego.
            - Lo ha firmado- le dijo con la voz del secreto.
            El maestro lo miró sin comprender.
            - ¿Lo ha firmado?
           - El decreto, el monarca lo ha firmado. ¿No os alegra? Precisamente erais vos quien más había insistido en ello.
            - ¿Os referís a la expropiación de las tierras de lo nobles?- preguntó incrédulo.
            - Y de la iglesia, como añadiría nuestro querido Goya, quien me ha pedido que os comunicara que ha finalizado vuestro retrato.
            Juan Barreto no sabía cuál de las dos noticias le maravillaba más, si la firma del monarca o haber pasado al catálogo de obras del pintor más importante de España tras Velázquez.
            - Habéis convencido al monarca- pudo expresar al fin el maestro.
            - ¿No es maravilloso? No obstante- y de la sonrisa pasó a la incertidumbre-, no me hizo falta usar mucho mis dotes de convicción. Casi podría decirse que accedió a la primera tentativa y os aseguro que eso es muy extraño en él.
            Juan Barreto recordó con claridad que aquella inquietud también le había asaltado a don Alfonso cuando convenció al rey de su plan.
            - ¿Y cuándo se hará efectivo?
            - Eso es un misterio; difícilmente antes de que acabe el verano, pero tal y como está ahora el monarca, nunca se sabe. Sabe Dios las consecuencias que tendrá esta firma-  y suspiró- Bueno, mi buen amigo, yo me despido por esta noche.
            - ¿Os vais?-preguntó sin ocultar su desánimo.
            - Sí, mucho me temo que estas celebraciones no cazan ni con mi ánimo ni con mi persona. Pero no temáis, que estaréis bien custodiado. Sí, os comprendo-continuó al ver la desazón de Juan Barreto al contemplar el salón-, a mí también me abruma este palacio.
            - Creo que mi pueblo cabría todo aquí dentro.
            Jovellanos dejó escapar una pequeña carcajada.
            - Aunque exageráis, lleváis algo de razón: las monarquías creen que cuanto más boato muestren más poder tienen, sin comprender que son justamente sus súbditos los que han de enriquecerse para que el país se fortalezca. Qué le vamos a hacer.
            Don Gaspar se despidió y el maestro contempló su marcha con envidia. Después de todo, no podía evitar sentirse prisionero del monarca, por mucho que este les hubiera prometido la libertad al capturar a su codiciado pirata. Deambuló un tiempo por los salones abiertos a la recepción. Un mar de pelucas lo habían invadido. La pequeña orquesta de cámara amenizaba la velada con las piezas más celebradas de Boccherini.
            Una repentina agitación junto a una de las ventanas llamó la atención del maestro. Se acercó con discreción y temor hasta comprobar aliviado  que el motivo de su falsa alarma no era otra que Rocío. La joven andaluza había sido ataviada para la ocasión con un gusto exuberante. Los hombres la miraban con el aturdimiento de los lobos y las mujeres con los celos de la rivalidad. En realidad, era un ejercicio muy arduo no desviar los ojos hacia ella. Una vez se posaba la mirada en su belleza, se caía sin remedio en su embrujo. De este modo, un grupo de moscardones con peluca revoloteaban a su alrededor para mayor vanagloria de Rocío. Con todos ellos jugaba, a todos les reía las gracias o les golpeaba en el hombro con su abanico, presuntamente escandalizada ante algún comentario fuera de tono.
            - No es de esa joven de quien debéis estar atento.
            La voz, en extremo aguda para ser de un hombre, sonó enérgica, autoritaria. Juan Barreto, a punto de cuadrarse, miró intimidado a su izquierda para encontrarse con un oficial de la guardia. No era muy alto, y su edad parecía avanzada pero su actitud briosa y mirada amenazante enmudeció al maestro. Para reforzar su actitud había colocado los brazos en jarras.
            - Recordad, joven, por qué estáis aquí esta noche. Os va la libertad en ello. No defraudéis al rey, ¿entendido?
            Juan Barreto asintió como un niño al que reprendieran una trastada. Respiró aliviado al ver marchar a personaje tan singular, cayendo en la cuenta de que, después de todo, su rostro le había resultado familiar.
            - Con qué gusto les rebanaría el pescuezo.
            Ahora la nueva voz había sonado en un susurro rebosado de celos. Aunque el comentario a sotto voce sorprendió al maestro, quedó más tranquilo al comprobar que había salido del amor silente del capitán Cardosa.
            - Pues ella no parece estar pasándolo mal- le dijo alegrándose en el fondo de tenerle a su lado.
            - Justo el comentario que necesitaba para tranquilizarme- Juan Barreto se mordió el labio cohibido por su propia torpeza-, pero tenéis razón; de hecho, es la única que está disfrutando con todo esto.
            Cardosa vestía un uniforme de oficial de la guardia del rey que, supuso el maestro, le harían recordar esos años tan felices y gloriosos que había vivido. Quizás por ello se mostraba más tosco que de costumbre. Ambos observaron que, sin motivo aparente, Rocío ignoraba los comentarios de los moscardones para mirar con disimulo hacia la escalera. Juan Barreto siguió la mirada de la joven para encontrarse con algo que lo dejó paralizado.
            -¿Qué os ocurre?- preguntó el capitán sin entender su actitud- ¿Quién es ese hombre al que miráis tanto vos como Rocío como si hubierais visto un fantasma? No fue más que terminar la pregunta, Cardosa supo la respuesta sin necesidad de que le contestara-. Santo Dios- susurró-. Es él, es ese pirata, ¿verdad?- el maestro asintió conmocionado-. Ha sido capaz de venir- dijo con cierta admiración.
            El maestro no supo si alabar la decisión de don Diego de aparecer en la fiesta o tacharlo de soberana estupidez. ¿En eso consistía su plan? ¿Realmente  pretendía robar los cuchillos y salir del palacio como si nada? Sin embargo, ahí estaba, inmóvil, junto a la escalera, buscando alguna cara amiga como si oteara el horizonte en busca de algún barco que abordar. Encontró los ojos de Rocío que se iluminaron de alegría. Don Diego tuvo tiempo de indicarle con un gesto discreto que se contuviera. Luego, caminó con gran parsimonia hacia el maestro y el oficial.
            - Pero…
            Fue lo único que pudo decir Juan Barreto pues el pirata le interrumpió de inmediato.
            - Mi buen amigo Juan Barreto, me alegro mucho de veros. Habéis medrado considerablemente desde la última vez que os vi en la prisión de Cádiz, ¿eh, bribón?- y rió dándole un golpe en el hombro. Su entusiasmo y fingida sorpresa eran tal que el maestro empezó a preguntarse si no serían realmente dos personas distintas don Alfonso y don Diego- ¿Cómo vos por palacio?- dijo con la intención de que le oyeran los más próximos.
Los nervios del maestro terminaron por traicionarle dejándole sin poder pronunciar palabra. En realidad, solo deseaba preguntar al pirata cómo tenía pensado escapar de semejante situación. Don Diego, consciente de la parálisis del maestro desvió la atención hacia Cardosa.
- Vos debéis ser el general Cardosa; es un honor- e hizo un ligera pero cortés reverencia que no alteró el mutismo y la seriedad del militar- yo soy…
            - Diego Quintana y Salazar, un pirata, un vulgar filibustero- le interrumpió Cardosa con desprecio.
            - Bueno- repuso el pirata reflexivo- es un punto de vista. No lo comparto, pero teniendo en cuenta que yo os he nombrado según vuestro antiguo escalafón, vos podrías mostrarme algo de respeto.
            - ¿A un criminal? Jamás. ¿De verdad pensáis que podréis iros de rositas de aquí?
            - Mi buen oficial- le contestó el pirata sin perder la compostura-, de algún modo que desconozco, llamadlo providencia o buena estrella o, simplemente, buena suerte, el caso es que yo siempre me salgo de rositas- y sonrió complacido de sí mismo.
            - Nada me impide deteneros aquí mismo y cortar por lo sano vuestra buena suerte- amenazó Cardosa llevándose la mano a la empuñadura de su espada.
            - No, no, no, capitán- reaccionó al fin Juan Barreto llevándose del brazo a Cardosa para hablarle en voz baja-, recordad las órdenes del rey: soy yo quien debe llevarle a la habitación de los cuchillos y allí será detenido.
            - Está bien- dijo el capitán apretando la mandíbula-, pero daros prisa- y mostró al pirata una mueca parecida a una sonrisa, gesto correspondido por don Diego por una sonrisa más amplia.
            Juan Barreto se acercó al pirata tratando de contener sus nervios. Sentía que las piernas se le agarrotaban al tiempo que una fuerte presión en el pecho le dificultaba la respiración. Las manos le sudaban y padecía de una terrible sed. Por alguna razón que no era capaz de comprender, le inquietaba el hecho de que don Diego pudiera ser apresado. Era como si él mismo lo condujera directo a la horca, y, sin embargo, el pirata no mostraba la más mínima preocupación al respecto; es más, parecía hacer gala de su presencia mostrándose a los cuatro puntos cardinales.
            - No es buena idea soliviantar al capitán- le reprochó Juan Barreto al llegar junto al pirata.
            - Y no lo pretendía. Conozco bien su fama de espadachín, descuidad. ¿Y bien?, no tenéis que llevarme a cierta habitación- le dijo en voz baja.
            - Ah, ¿pero seguís empeñado en ir a sabiendas de que ese será vuestro fin? ¿He de re recordaros que la ventana está tapiada?
            - No hace falta, la mandé tapiar yo, es decir, mi hermano; además, el rey nos está observando, ya no hay remedio.
            En efecto, Carlos III les observaba sin demasiados disimulos desde su silla.
            - ¿Y vuestro hermano no está con él?- preguntó Juan Barreto.
            - Pero mi buen amigo, yo soy mi hermano, no puedo estar en dos sitios a la vez.
            - Me refería a la excusa que le habéis dado al rey.
            - Que estoy indispuesto; nada más sencillo- y sonrió-. Ahora llevadme en presencia de mis cuchillos del alma.
            Justo en ese instante sintió el pirata que se le echaban encima. No se trataba de ningún guardia, era pronto aún para eso, sino de la fogosa Rocío que lo rodeó enseguida con sus brazos.
            - Diego, qué alegría, qué alegría- gritaba sin discreción.
            - Mi buena Rocío, estáis más hermosa que nunca.
            - Pero qué loco sois, ¿cómo se os ocurre venir? ¿No sabéis que somos los encargados de apresaros?
            -¿Os referís a estos preciosos brazos que rodean mi cuello?
            Rocío rió. Juan Barreto no podía menos que asustarse al ver el rostro de ira contenido de Cardosa al observar la escena.
            - No, bobo, claro que no. Os advierto que habéis caído en una trampa- dijo feliz, como si no se percatara de la trascendencia del momento.
            - Me encantan las trampas. Hay algo de encantador en ellas que acabas atrapado- y rió.
            - Antes de que os prendan quiero bailar con vos- propuso poniendo morritos de niña mimada.
            - ¿Bailar, mi lozana andaluza?, ¿ahora?- y miró alarmado al maestro, quien se encogió de hombros indicando así su falta de ideas para evitar dicho baile.
            - Claro, aprovechemos que han empezado los demás.
            A pesar del amparo solicitado por el pirata, Juan Barreto no pudo remediar que la pareja danzara. Para su sorpresa, don Diego dominaba con soltura el arte del baile. El pirata y Rocío hablaban y reían, teniendo que reconocer el maestro que hacían buena pareja. Cardosa, sin embargo, se movía de un lado a otro, como tigre enjaulado, sin quitarles ojo. El monarca había cambiado el desprecio hacia el pirata por la curiosidad hacia semejante espécimen que tenía el descaro de danzar delante de sus narices. El maestro observaba al viejo oficial que le había reprendido su distracción teniendo una vez más esa extraña, y molesta, sensación de familiaridad. La pieza terminó y la pareja se inclinó delante del monarca sabiéndose, además, protagonistas del momento, pues todos los asistentes les aplaudían. Don Diego y Rocío regresaron junto al maestro.
            - Ahora bebamos algo- propuso la andaluza entusiasmada.
            El pirata miró al maestro abriendo los ojos con alarma. Se imponía una reacción rápida.
            - Desde luego- confirmó Juan Barreto sonriendo-, pero primero he de acompañar a don Diego a un lugar.
            Rocío cogió con violencia del brazo al maestro retrocediendo unos pasos con él.
            - ¿Pero no veis que si os lo lleváis a esa habitación le prenderán?- se quejó en un susurro enrabietado.
            - Ese es el trato- le respondió el maestro-, ese es nuestro cometido. Nos darán la libertad por ello. ¿Es que no ansiáis ser libre?
            - Sí- Rocío arrugó la boca para contener sus lágrimas-, pero es que no quiero que lo apresen.
            - Pues así tendrá que ser- señaló Juan Barreto con una seguridad que desconocía tener-. Además, ya veis que a él no parece importarle a pesar de que se lo habéis advertido, poniendo el plan en peligro, por cierto.
            El maestro abandonó a la andaluza para sonreír a don Diego.
            - Vamos, pues.
            Ambos caminaron en silencio hacia la estancia de los cuchillos sonriendo a quienes les saludaban. Lo que más irritaba al maestro era esa seguridad desvergonzada con la que avanzaba don Diego, como si el peligro inminente que le acechaba no representara más que un pequeño contratiempo en sus planes. Poseía el don innato de la elegancia; su sonrisa contagiaba; sus gestos estudiados los ejecutaba con la naturalidad de quien ha nacido para agradar. Encararon el pasillo de la estancia en soledad. La puerta se les apareció sin la guardia que la custodiaba. Se detuvieron frente a ella meditando el último paso.
            - ¿Estáis seguro de que esto es lo que queréis?- le preguntó el maestro asustado.
            - Mi buen maestro, desde el momento en que pisé este imponente palacio fui consciente de mi condena. Vamos allá- y sonrió.
            - Esperad, ¿cómo…?- e hizo el gesto de mesarse una barba imaginaria.
            - ¿La barba, decís? Es postiza, por supuesto. ¿Qué pensabais?, ¿que la había hecho crecer por arte de magia.
            Entró en la habitación.
            - Vamos, ¿a qué esperad?- le espetó al maestro, quien permanecía tan inmóvil como incrédulo-, entrad de una vez, demonio.
            El pirata se acercó embelesado a los cuchillos. Sus ojos brillaron ante tan ansiada contemplación. Respiraba profundamente como si en sus empuñaduras estuviera viendo la inmensidad de un tesoro acumulado tras treinta años de fechorías. De pronto, cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza.
            - Rápido, no podemos perder tiempo.
            Don Diego alzó la pequeña urna que custodiaba las dagas y la colocó en el suelo. Acto seguido, cogió los cuchillos con delicadeza y los besó con pasión. Como si se percatara de que aquello era un amor imposible, corrió con los cuchillos en mano hacia Juan Barreto, quien retrocedió asustado. Don diego lo detuvo asiéndole de las ropas y le abrió su casaca.
            - Custodiad esto con vuestra vida- le pidió. Colocó los cuchillos en los bolsillos interiores del maestro y corrió hacia el pedestal vacío. Se sacó dos cuchillos de sus botas y los acomodó sobre el terciopelo bermellón en los que se exponían. Los cubrió con la urna y sonrió.
            - Son idénticos- señaló con admiración el maestro mientras se acercaba a la urna.
            - ¿No os dije que el sabio egipcio me regaló cuatro cuchillos? Todo un previsor ese sultán, sí, señor. Pero los buenos los tenéis vos, de modo que protegedlos. Tengo vuestra palabra.
            Juan Barreto no recordaba haberle dado ninguna palabra, pero su perplejidad era tal que le impedía negarlo.
            - ¿Y ahora?- pudo decir.
            - ¿Ahora?- repitió satisfecho- solo cabe esperar.
            - ¿A qué?
            La puerta se abrió con violencia.
            - A eso- señaló el pirata.
            En cuestión de pocos segundos, la estancia se había llenado de guardias. Don Diego no opuso resistencia.
            - ¡Traidor!- empezó a gritar mirando a Juan Barreto-¿Cómo habéis podido, rata inmunda? ¡Soltadme, que lo mato!- e hizo fuerza para liberarse de las manos de los guardias-¡Traidor!
            Tan sobresaliente era su actuación que el maestro temió realmente por su vida. En aquel instante entró el viejo oficial y el pirata enmudeció. Se miraron como si entre ellos hubiera una cuenta pendiente.
            - Por fin- dijo el oficial con una clara sonrisa de satisfacción-. Por fin en mis manos.
            - Dad gracias a ese vil traidor- y don Diego escupió con intención de alcanzar al maestro.
            - No seas salvaje- le espetó el oficial dándole una bofetada-. Estás en el palacio Real. Ya tendrás tiempo de escupir mientras te pudras en prisión.
            - ¡Su majestad, el rey!- anunció uno de los soldados.
            Los presentes abrieron de inmediato un pasillo por donde pasó el monarca acompañado de dos nobles. Carlos III se detuvo frente al pirata.
            - Por fin- señaló el rey con su habitual serenidad-, por fin.
            Don Diego se inclinó.
            - Majestad, vuestro anhelo es para mí un honor.
            - Celebro que tengáis educación- dijo el monarca mostrando una pequeña sonrisa.
            -No os fiéis, majestad- intervino con autoridad el oficial-, no es más que una rata.
            Carlos III miró al oficial con cierto desconcierto.
            - No os reconozco- señaló-. Presentaos de inmediato.
            El oficial se cuadró en el acto.
           - Coronel Francisco de la Torre y Bermejo, al mando de la guardia de palacio, majestad- e hizo una reverencia.
            - ¿Desde cuándo?
            - Majestad, me han convocado desde provincias. Parece ser que el coronel titular ha caído enfermo. He ahí la explicación de mi presencia aquí, lo cual debo decir que es un honor, porque…
            -Sí, sí- le interrumpió el monarca con algo de cansancio-, te he entendido. Parece que hoy a todos les corresponde enfermar- comentó con disgusto.
            - Debe de ser una epidemia majestad, mi madre ha enfermado también-explicó el oficial.
            Carlos III miró atónito al oficial.
            - ¿Tu madre?, ¿y cuántos años tiene esa buena mujer? Al menos noventa.
            - Noventa y seis, majestad.
            - Vaya-y miró de nuevo a don Diego- Es una pena que tu hermano también se haya indispuesto, precisamente hoy. Estoy seguro de que le complacería en grado sumo ver tu captura.
            - Sí, estoy seguro de que esa señorita se hubiera puesto a dar saltitos de alegría.
            -¡Prisionero!, ¿cómo te atreves a responder al rey?- le gritó el viejo oficial poniéndose de puntillas frente al pirata para mirarle a los ojos.
            - Está bien, coronel, no te alteres, no pasa nada- le dijo el rey-. Espero por tu bien, pirata, que colabores con la justicia y nos indiques el emplazamiento exacto de las riquezas que habéis robado a la Nación. Llevadlo a los calabozos- ordenó a la guardia que lo sujetaba.
            Don Diego dedicó una última y disimulada mirada a Juan Barreto, quien continuaba sin comprender nada.
            - Esperad- ordenó el monarca cuando el prisionero ya encaraba la puerta. La guardia hizo girar al pirata para que le mirara-. Ya sé por qué tu hermano no está aquí esta noche- y sonrió. Juan Barreto creyó estar al borde del infarto; incluso percibió cómo se tensaba el rostro de don Diego- Muy astuto, sí señor, muy astuto- continuó hablando mientras se acercaba al reo-, si tu hermano no está aquí es porque sencillamente aún os aprecia y no ha querido ver tu prendimiento- Juan Barreto respiró aliviado-, lo cual dice mucho a su favor. No te mereces un hermano como él. Apartadlo de mi vista- ordenó.






40


            Antes incluso de que la fiesta terminara, el rey tuvo a buen término licenciar al trío cautivo.
            - Habéis cumplido con creces- les dijo en privado el monarca- el pirata ha sido apresado. Sois libres- y mostró esa sonrisa triste que solía tener al final de sus alocuciones.
            El único de los tres que se alegró de la noticia fue el capitán Cardosa. Incómodo en la banalidad de tanto lujo y sintiendo que en nada había contribuido a la captura de don Diego, lo único que deseaba era abandonar el edificio. Rocío hubiera gustado de seguir jugueteando con los moscardones y Juan Barreto solo pensaba en la actitud suicida del pirata.  Todo se había desarrollado de modo muy extraño, como si el pirata tuviera prisa por ser prendido. Algo no le encajaba, pensaba, mientras se palpaba los cuchillos acomodados en los bolsillos interiores de su ropa.
            Bajaban ya las escaleras del salón principal cuando Juan Barreto sintió una conmoción en su cuerpo; un insólito impulso que le hizo detener.
            - ¿Qué os ocurre, Juan Barreto?- le preguntó Rocío animada al ver el comportamiento de su amigo-  Espera, Cardosa, algo le pasa al maestro.
            Juan Barreto empezó a palparse el pecho a la altura del diafragma. Algo ocurría ahí dentro; lo notaba, era como una fuerza interior, una cámara llenándose de aire.
            - ¿Os duele ahí?- le preguntó la andaluza empezando a preocuparse- ¿Llamo a un médico?
            - No lo sé- dijo él con el miedo que provoca lo que no se comprende.
            - Estamos en palacio; seguro que hay uno de servicio.
            Cardosa se frotaba impaciente el rostro. De pronto, el maestro abrió la boca de un modo poco común, como si deseara formar un embudo con ella. Rocío quería reír, pero el temor a que fuera algo grave se lo impidió. Entonces sucedió: Juan Barreto emitió un sonido agudo pero intenso, similar al de una soprano calentando su voz.
            - ¿Qué ha sido eso?- preguntó Rocío sin poder evitar una pequeña carcajada. El maestro la miró confuso y volvió a hacerlo, solo que esta vez el sonido agudo e intenso se prolongó tanto en el tiempo y en el espacio que se transformó en una canción. No podía saberlo pero Juan Barreto había empezado a cantar uno de los temas más celebrados del castrato Farinelli.
            - Y encima con voz de mujer- murmuró Cardosa en pleno ataque de vergüenza ajena.
            En efecto, la similitud de su voz con Farinelli era tal que pronto empezaron a asomar los invitados por el hueco de la escalera. Escuchaban embelesados al improvisado cantante haciendo los más viejos comparaciones con el artista italiano. Rocío le escuchaba con las manos en la boca, como si quisiera evitar que se le escapara el asombro. Incluso el rey y sus allegados se asomaron atraídos por tan bella voz. Juan Barreto deseaba que alguien le diera una explicación razonable de lo que le estaba sucediendo. Por fin finalizó la canción. Un profundo silencio se hizo hasta que Carlos III empezó a aplaudir agradecido; fue entonces cuando una ovación acalorada se derramó escaleras abajo. Rocío siguió su impulso y abrazó emocionada al maestro. Los aplausos se prolongaban tanto que Juan Barreto no tuvo otro remedio que inclinarse para corresponderlos.
            - No sabía que supierais cantar tan divinamente- le comentó Rocío saliendo del palacio.
            - Yo tampoco.
            - Daros prisa, ¿queréis?- les conminó Cardosa.
            - ¿Y el carruaje?- preguntó la andaluza una vez fuera.
            - No hay carruaje- le contestó Cardosa alejándose a paso vivo-. Son así de miserables.
            - Pero yo no puedo caminar así.
            - Hoy sí.
            Rocío apretó los labios y, en un gesto impulsivo, se quitó los zapatos para empezar a andar y se hubiera soplado el flequillo de no ser por el tocado que recogía su cabello. Juan Barreto continuaba ensimismado, tratando de averiguar qué es lo que le había pasado.  En tales barruntos entretenía su sesera cuando se percató de lo mucho que se habían alejado sus amigos. Los tres parecían haber discutido acaloradamente, a tenor de las distancias que se guardaban. Tomó aire el maestro para rogarles que les esperaran cuando sucedió algo tan terrible como inesperado.
            Unos diez hombres salieron de las sombras en dirección a Rocío, quien no tardó en gritar auxilio. El maestro y el militar corrieron hacia el grupo prestos a salvarla, aunque, en realidad, Juan Barreto no tuviera ni la más remota idea de cómo enfrentarse a ellos. Solo sabía que su dignidad le había pedido correr  y que el corazón se debatía entre escapársele por la boca o pararse en seco. El que parecía el jefe del grupo había cogido del cuello a Rocío protegiéndose con su cuerpo; sus compañeros habían hecho corro a su alrededor enseñando sus armas.
            - Te dije que no me olvidaría de ti, Juan Barreto.
            El maestro fue incapaz de reaccionar al reconocer a Carrasco, el antiguo contramaestre de don Diego.
            - Soltadla, sabandijas- gritó Cardosa, quien no necesitó más presentaciones para empezar tan dispar pugna.
            El contramaestre no hacía por luchar, simplemente confiaba en la habilidad de sus hombres para frenar a Cardosa, quien ya había acabado con dos de los asaltantes.
            - Pero no os quedéis como un pasmarote- se quejó Cardosa ante la actitud del maestro-. Haced algo, moveos.
            - ¿Cómo?- le gritó desesperado desde su lado-, no voy armado.
            Rocío, mientras, hacía cuanto podía por soltarse de tan rudas manos. Dos de los hombres rodearon al indefenso maestro, prestos a atravesarles con sus armas. Quiso la providencia, los nervios, o lo que fuera, que Juan Barreto se palpara el pecho con temor, recordando al fin que, en realidad, sí que iba armado. Sacó los dos puñales y se echó atrás justo antes de ser embestido por los piratas. Aprovechando su fallo, a uno le clavó el puñal en el estómago y al otro en la espalda.
            El contramaestre quedó paralizado.
            - Los cuchillos de Diego- murmuró-. Dame esos cuchillos inmediatamente- le gritó.
            - Suelta a la dama- gritó él.
            - Los cuchillos primero.
            - ¡No!
            Viendo el contramaestre que la negociación no tomaba la dirección deseada para sus intereses y temiendo verse amenazado por Cardosa, que ya había dado buena cuenta de cuatro de los atacantes, sacó su pistola y la colocó en la sien de Rocío. Justo iba a hablar cuando recibió un aviso de uno de sus hombres. El contramaestre giró la cabeza y con un acto reflejo, disparó casi a bocajarro a Cardosa; el oficial paró en seco con la espada levantada a punto de dar la estocada sobre el criminal, quien sonrió orgulloso de su tiro certero. Fue tal el gritó de horror lanzado por Rocío que el contramaestre tomó la opción de retirarse con los hombres que le quedaban y con su presa, pues bien sabía que entre el disparo y el alarido la guardia no tardaría en aparecer.
            - Si quieres verla de nuevo con vida, no tienes más que entregarme esos cuchillos. Ya sabes dónde puedes encontrarme.
            Corrieron los criminales llevándose a la andaluza a cuestas. Quiso el maestro correr tras ellos, pero la figura malherida de Cardosa en el suelo le hizo desistir.
            - ¿Estáis bien?- le preguntó el maestro colocando la cabeza del militar en su regazo.
            - Acaban de dispararme en el pecho, ¿cómo creéis que me encuentro?- se quejó él a duras penas. Su voz era débil y entrecortada, su respiración agitada hacía pensar lo peor-. Parece mi buen maestro que aquí acaban mis días.
            - No digáis eso, enseguida vendrán a ayudarnos. ¡Ayuda!- gritó-, ¡auxilio! ¡Por dios, si estamos junto al palacio!
            El militar arrugó molesto el rostro.
            - Dejad ya de gritar. Prefiero morir antes que escuchar vuestros graznidos.
            - ¿Pero por qué no viene nadie?- se preguntó el maestro mirando a todas direcciones.
            - Vendrán- dijo con creciente dificultad Cardosa-, pero cuando ya no hagan falta.
            - No digáis eso, os lo ruego.
            -Digo lo que me place; y ahora, cerrad esa boca, no me interrumpáis más- tuvo que callar ante el esfuerzo de tantas palabras pronunciadas; un pequeño hilo de sangre comenzó a manar de su boca- Mucho me temo que no podré daros vuestra ínsula, maestro. No he sido un buen Quijote, precisamente. Decidle a nuestra Dulcinea que es una puta- Juan Barreto arqueó las cejas sorprendido ante aquella petición-. Una puta que me hizo feliz.

            Cardosa sonrió con el recuerdo de Rocío en sus ojos y eso fue lo último que hizo en vida. Sintió el maestro su último aliento acariciando sus manos. Las lágrimas empezaron a brotarle ante una pérdida tan injusta como insospechada. Con cada llanto, con cada gemido, recordaba los cruentos golpes que a lo largo de los años había recibido el oficial. Y, en efecto, cuando ya nada podían aportar, llegaron los guardias al lugar de la tragedia. Juan Barreto estrechó el rostro de su amigo contra su pecho y comenzó a llorar en silencio.















































No hay comentarios:

Publicar un comentario