JUAN BARRETO CAPÍTULOS 21-30

LA EXTRAORDINARIA HISTORIA DE JUAN BARRETO 

NOVELA ESCRITA POR CARLOS RONCERO
(Ilustraciones de Carlos Fortes)




21

Al hacerse la luz entró en las tinieblas; eso pensó Juan Barreto cuando recuperó el sentido. No hubo de pasar por el desconcierto inicial de temerse perdido pues de inmediato reconoció el lugar en el que yacía. Sellado a golpes, sintió dolor en cada rincón de su cuerpo. No tenía fuerzas para levantarse y, sin embargo, debía hacerlo. La visión de Rocío en manos de aquella vieja demente o en alguna de sus maquinaciones era demasiado intensa como para no reaccionar. Se enderezó con gran padecimiento; hasta los pulmones le pesaban al respirar. De pronto, sintió una punzada aguda en la mandíbula que le recorrió la cabeza. Se llevó la mano a la zona afectada para comprobar con resignación cómo se tambaleaba una de sus muelas. Introdujo la mano en la boca y, tras contar hasta tres varias interminables veces, tiró de ella hasta arrancársela. Miró la pieza con lástima y la lanzó lejos de sí. Fue entonces cuando vio la masacre perpetrada, los cuerpos sin vida. No había tiempo para reflexionar sobre los límites de la defensa propia, de modo que se levantó apoyándose en la pared.
 Vio la pistola a sus pies. La cogió y la examinó como un estudiante novato en un laboratorio. Consciente de que la pistola permitía un único disparo, que él mismo había ejecutado, y que no se hallaba en condiciones de comprender su funcionamiento para cargarla de nuevo, decidió llevarla consigo, contando que, como amenaza, podía darle una oportunidad para defenderse.
Con la siguiente arma tuvo mucho más reparo. Se inclinó ante el cuerpo de Manuel y cubrió el mango del cuchillo con su mano. Cerró los ojos y, luego de un profundo suspiro de rabia, se lo arrancó del pecho. Con más remilgo del que cabía esperar en una situación como aquella, el maestro buscó la manera menos escrupulosa de limpiar el cuchillo. Le llevó su tiempo hasta que al fin se decidió por frotarlo en las ropas del fallecido.
¿Cómo orientarse? Las ruinas se le antojaban inmensas. El día daba sus últimos estertores y la simple idea de que la noche acabara por envolverle le aterraba lo mismo que adentrarse en los pasillos funestos que tanto abundaban en el lugar.
            La lógica le llevó a regresar a la zona de su celda, evitando en la medida de lo posible tener que ver de nuevo al marido de la bruja. Si a él y al escribano los habían retenido ahí, era más que razonable pensar que Rocío estuviera cerca. El hecho de no haberla oído gritar o protestar le desmontaba la teoría, pero por algún sitio debía comenzar. Animado por haber podido coger una de las antorchas de las paredes, se adentró en el laberinto de aquellas mazmorras. Mientras avanzaba se le ocurrió pensar en lo bien que se había conservado precisamente esa parte de la antigua fortaleza, mientras que el paso del tiempo se había mostrado inclemente con el exterior, convirtiéndolo en un pálido reflejo de lo que había sido. Pensó que su observación podría derivar en una buena disertación sobre el concepto de la vejez y el espíritu que la sostiene. Mustio por fuera, vigorizado por dentro. Al menos así distraía su miedo cerval mientras avanzaba.
            Por fin reconoció el pasillo que conducía a su celda. Una vez junto a la puerta, pudo escuchar los lamentos continuos del esposo de la vieja. El corazón se le apretó ante el turbio sonido de su voz, por lo que se apresuró a continuar. El olor se hacía cada vez más nauseabundo, y Juan Barreto empezaba a tener la sensación de ir descendiendo. No le pareció buena idea, pero ya que había llegado hasta ahí, prefirió no echarse atrás. Tras unos metros, se hizo más que evidente que descendía. Pensó en la posibilidad de estar llegando al infierno, tan eterno se le hacía el desnivel. Por fin alcanzó lo que parecía un rellano de piedra húmeda. Un sonido de origen misterioso le hizo detener. Llegaba como un murmullo, un motor o algún tipo de mecanismo, pero intermitente e intrigante. Dudó. Arriba o abajo, esa era su cuestión vital en aquellos instantes. Al acostumbrarse a aquella novedad cargada de incertidumbre, adoptó la actitud del gato más fisgón y siguió andando. El rumor se fue haciendo más intenso y, con ello, más identificable. Ahora no cabía duda: no se trataba de ningún motor, sino de voces humanas, como un coro que se lamentase al unísono. Se detuvo acongojado por la certeza de que al encarar el siguiente corredor se enfrentaría a la realidad de aquella asonancia espantosa. Aunque algo en el corazón le prevenía de dar el siguiente paso, la curiosidad le pudo. Extraño comportamiento humano cuando en vez de alejarnos de una situación que nos aterra, optamos por acercarnos a ella. Con tal de mitigar nuestra intriga somos capaces de todo. Contuvo, pues, la respiración, y dobló la esquina. Su primera reacción fue la de retroceder y correr el camino hecho; sin embargo, el horror le paralizó las piernas. 
            Iluminados por la penumbra, una hilera de hombres y mujeres encadenados a ambas paredes del pasillo se lamentaban pesadamente. El maestro apenas podía respirar, tal era su grado de pavor, pues algo le decía que aquellas personas ya no eran tales sino que compartían su  terrible condición con la del marido de la vieja. Sus cadenas les impedían moverse siquiera un centímetro de las paredes, quedando el espacio justo para pasar entre ellos. Esperanzado por la visión de una puerta al final de aquella hilera de despojos, continuó avanzando. Aquellas personas no habían advertido su presencia; simplemente, perdían sus miradas en el encadenado de enfrente gimiendo sin tregua. Juan Barreto cruzaba el pasadizo a pocos centímetros de sus manos. Con la mirada avizora y la antorcha en guardia, sus pies se movían lentamente, como si temiera despertarlos.
Algo terrible sucedió entonces, algo que no debía ocurrir bajo ningún concepto si quería salvaguardar la vida: el maestro tuvo un acceso de humanidad y se detuvo al ver a una mujer entre los encadenados. Su piel podrida y su boca larvada de sangre la hacían tan repugnante como a los demás, pero su condición de mujer despertaba más compasión que el resto de los allí inmovilizados. Quizás por eso, Juan Barreto acercó la antorcha a su rostro, sintiendo el irrefrenable deseo de verla de cerca. Craso error. Tan concentrado estaba en su deseo que el grito desaforado de la mujer al percibir a un ser humano vivo le hizo perder el equilibrio y caer hacia atrás, golpeando la cara de uno de los resucitados y provocando su reacción. Las manos encadenadas y fijas a un tubo de la pared le salvaron de la masacre, pero el precio a pagar fue el despertar del resto de los allí condenados que, de inmediato, empezaron a gritar como posesos ante la visión de carne fresca.
            Corrió Juan Barreto en cuanto pudo incorporarse, corrió como nunca lo había hecho en su vida atravesando aquel pasillo ataviado de muertos vivientes; corrió hacia lo desconocido, y nunca antes había deseado tanto alcanzar lo desconocido como en esa  hora. Movía la antorcha de un lado a otro para amedrentar a aquellos rostros putrefactos salivados de sangre. Al ver que el recorrido infernal llegaba a su fin, aceleró aún más sus pasos. No obstante, el final del trayecto se le presentó con un panorama aún peor. Al pie de la puerta se amontonaban cinco o seis cuerpos con evidentes signos de haber sido torturados. Los gritos de los encadenados eran tan ensordecedores que le impedían pensar con un mínimo de orden. Como es obvio, si quería abrir la puerta, debía apartar los cuerpos de su camino. Para colmo de su espanto, comprobó horrorizado que la sangre del suelo aún estaba húmeda. Pensó y repensó hasta que por fin pudo darse valor y empezó a empujar los cuerpos.
            Lenta y angustiosa operación le resultó hasta que dejó la antorcha en el suelo y usó los dos brazos para coger los cuerpos. La desesperación refrenaba su grima ante unos cadáveres cuyas heridas aún se mostraban frescas. Por fin le tocó el turno al último de los cuerpos. Nada más cogerlo, su mano derecha fue apresada con fuerza por la víctima. Juan Barreto vio entonces cómo sus ojos cobraban vida.
            - Ayuda- pudo susurrar en un último aliento de vida. El joven maestro desenganchó la mano del, ahora sí, cadáver y se apartó preso del horror. Gritó y pataleó frustrado la pared.
            - ¡Callaos, callaos de una maldita vez!- gritó a los encadenados, que hicieron caso omiso de la orden.
            Juan Barreto recogió la antorcha y respiró hondamente.  Lo más fácil se le presentaba como lo más terrible. ¿Y si la puerta estaba cerrada?, ¿cómo saldría de ahí? ¿Tendría que dar marcha atrás y atravesar de nuevo esa fila de muertos de hambre? Su mano tembló al posarse sobre el pomo; solo quedaba presionar hacia abajo. Cerró los ojos y así los mantuvo al comprobar que, efectivamente, estaba cerrada. Tiró y tiró pero nada pudo conseguir, ni siquiera un ligero movimiento de la robusta madera.  Dejó caer su espalda en la pared. No podía creer que tuviera que desandar lo andado. Cayeron sus ojos entonces sobre una ligera esperanza. A un lado de la puerta había dos palancas paralelas una a la otra. Reprochó a su histerismo el no haber reparado antes en ellas, aunque se preguntó por qué dos palancas. Si una abría la puerta, lo cual era su deseo, ¿para qué era la segunda?
            Acercó el rostro a los dos mecanismos pero nada pudo observar que se saliera de lo normal. Eran dos simples palancas de hierro colocadas junto a la puerta. Su mano derecha se posó en una y otra durante unos minutos. La indecisión le mataba tanto como los gritos de los antropófagos. Por fin optó por la que más cerca estaba de la puerta. La bajó con fuerza pero nada ocurrió. Escuchó, eso sí, un ruido seco e intentó abrir, pero la puerta no cedió. ¿Qué habría accionado entonces? Algo le decía que nada bueno, una sensación de que las cosas, al fin y al cabo, siempre podían ir a peor. Esa misma sensación le impulsó a mirar hacia atrás con resignada aceptación. Había llegado ya al límite de lo soportable. ¿Cómo podía luchar contra algo así? Al accionar la palanca había, simple y llanamente, liberado a los resucitados. Sus cadenas estaban sujetas a un tubo común que pasaba detrás de sus cabezas y que Juan Barreto, en su atrevida ignorancia, había abierto.
            Los condenados no tardaron en percibir la ausencia de sus grilletes. En cuanto uno de ellos empezó a correr enloquecido hacia Juan Barreto, los demás le imitaron sin querer perderse una miga de tan suculento plato. Al maestro ya solo le cabía rezar para que la otra palanca abriera la puerta. La bajó a toda velocidad pues poco tiempo le quedaba ya para ser devorado y un nuevo ruido seco se oyó. Su mano voló hacia el pomo, presionó y la puerta se abrió. Quiso gritar de alegría pero tampoco había tiempo para eso. Pasó al otro lado y cerró de golpe notando el impacto de la jauría contra la madera. Juan Barreto se apartó aliviado aunque preocupado por si los monstruos habían retenido en sus cerebros muertos la capacidad de abrir puertas. Vio entonces cómo las palancas estaban colocadas también en el otro lado, donde se hallaba él ahora,  justo a la misma altura. Subió la palanca que correspondía a la que había accionado en el interior para la puerta y un ruido seco le hizo suponer que la cerradura se había bloqueado. Puso la mano en el pomo y comprobó aliviado que, efectivamente, sus perseguidores habían quedado bloqueados. Oyendo ell chascar de sus mandíbulas dedujo que se entretenían  con los cadáveres que había apartado a un lado. Ni valor tuvo para observar por la pequeña ventana que a modo de mirilla tenía la puerta.
            Solo entonces pudo percatarse el maestro de que se hallaba en el exterior del recinto y que la noche se había desplomado sobre su cabeza. Un aire fresco le acarició el rostro animándole a continuar. Podía distinguir la tenue forma de las murallas derruidas y cómo en una de sus esquinas se reflejaba una luz similar a la que desprenden las hogueras con solera. Lamentó entonces haberse dejado la antorcha en el otro lado y caminó a tientas levantando bien los pies para no tropezar.
           
22

Juan Barreto quiso ser viento para ganar tiempo, hormiga para no ser visto ni escuchado, luciérnaga para poder alumbrar su tortuoso camino y león par ir bien provisto de coraje. Nada ello le fue concedido, teniéndose que conformar con ser un  maestro de escuela aterrorizado que caminaba a oscuras hacia lo que parecía ser una reunión intempestiva.
A medida que se acercaba se iba alzando a sus ojos un intenso fuego que alumbraba a un árbol cercano. En torno a la hoguera unas doce personas, entre hombres y mujeres, se agitaban tanto o más que las llamas. Allí estaba la vieja noctámbula, presidiendo la noche y acompañada de otras mujeres y ladrones de la banda, nietos suyos la mayoría. Observaban en éxtasis los movimientos y gritos de la anciana. Su veneración al fuego era tal que no advirtieron la presencia del intruso. Algo clamaba la vieja en una lengua que Juan Barreto no alcanzaba a comprender. Rostros descompuestos por el deseo la observaban con adoración mística.
 Una vez que su corazón alcanzó a domesticar el terror que padecía, pudo el maestro analizar bien la esperpéntica escena, hallando a Rocío atada al árbol. Semidesnuda, parecía estar consciente, aunque desde esa distancia no era capaz de precisar tal punto. La visión de la joven, saber que aún vivía, le alentó más que cualquiera de los rezos que había hecho al altísimo desde que llevara observando  el cenáculo. 
            El plan que urdió resultaba sencillo, aunque no por ello carente de peligro. Solo necesitaba que aquella especie de ceremonia se mantuviera en su locura lo suficiente como para rodear el lugar hasta alcanzar el árbol, liberar a la joven y huir en silencio antes de que nadie se diera cuenta. Fácil, en teoría, pero muchos factores podían jugarle una mala pasada, como el sonido de una rama rota al ser pisada, un tropiezo o dos, un gato dando un quejido histriónico por su rabo aplastado, la inevitable lechuza ululando justo en el momento más inoportuno…Por todo ello, aplicó la máxima precaución al caminar. Suerte para él que aquel rito era bien largo, pues de lo contario lo hubieran descubierto a medio camino. Agazapado tras el árbol, quedó paralizado al ver cómo los presentes se unían a los gritos de la vieja, repitiendo sus palabras, o lo que fueran.
Juan Barreto decidió que ya había visto y oído demasiado y sacó el cuchillo para desatar a Rocío. Sin embargo, en aquel instante un haz de luz explosionó en la hoguera iluminando la noche. El silencio más penetrante se apoderó del siniestro auditorio. Rocío, hasta ese momento en un estado de permanente aturdimiento, levantó la cabeza cautivada por la luz. De pronto, una figura imponente empezó a emerger de entre las llamas. Juan Barreto contemplaba la escena con expectación, aunque, para su asombro, sin apenas temor, quizás escarmentado ya por haber visto a tanto muerto resucitado. Por supuesto, nadie le creería si contara que aquella figura antropomórfica medía cerca de tres metros, lucía orgulloso los músculos de su cuerpo rojo y sus pies de cabra sonaban con poderío cada vez que daba un paso, estando su rostro afilado coronado por una cornamenta imponente.
            Los presentes se arrodillaron, empezando por la vieja. Rocío, prendida, seducida, fijaba los ojos en él. Podía haber gritado, pues no llevaba mordaza alguna, pero no lo hizo. Es más, toda la rabia, impotencia y vergüenza que había sufrido al verse arrastrada  prácticamente desnuda hacia aquel árbol, se habían convertido en una especie de atracción lujuriosa, agradecida, en realidad, de poderse mostrar así ante él.
            - Me habéis convocado y aquí me tenéis- anunció la aparición con voz ronca y profunda.
            - Mi gran señor- empezó la vieja aún arrodillada-, te hemos invocado porque solo a ti adoramos.
            El ser sonrió complacido ante lo que parecía la rutina de un ritual practicado numerosas veces.
            - ¿Qué me habéis traído?- preguntó mirando con sonrisa lasciva a Rocío.
            - Una delicia, mi señor, ya la veis, el mejor dulce para vuestro exigente paladar- le contestó la vieja.
            El ser cambió sus facciones y se irguió aún más desterrando el lívido de su rostro.
            - ¿Y mis planes?
            - Todo va según lo previsto, mi amo. Los resucitados son cada vez más numerosos, e insaciables, tal y como vos habíais dicho. No tardarán en ser un ejército.
            - ¿Y Juan Barreto?- preguntó arrugando el rostro.
            - Muerto, como me ordenasteis.
            - No, vieja estúpida, no ha muerto.
            Juan Barreto temía que su corazón le delatara. En aquella inmensa locura, en el horror de lo indecible, resultó ser que la vieja le había dicho la verdad. Lucifer en persona había pedido su cabeza, nada más y nada menos que por querer destruir su reinado. Rechazando tan dudoso honor, se levantó y con el cuerpo tembloroso, empezó a cortar las cuerdas que ataban a la joven andaluza. Rocío apenas nada percibía pues sus ojos continuaban hipnotizados por la figura del demonio. Sintiendo una presencia, echó la cabeza atrás al ver cómo una mano le tapaba la boca. Quiso gritar pero Juan Barreto había apretado a conciencia. Le rogó con el dedo índice que no hiciera ruido.
            - Eso es imposible, mi señor, yo misma he ordenado su muerte.
            - Inútil vieja desdentada, ¿osas contradecirme? Noto su presencia. Sigue vivo- gritó-.  Fracasó ese estúpido oso en la cueva, ¿y ahora fracasas tú?
            Rocío asintió con la cabeza tranquilizando a Juan Barreto para que le liberara la boca.
            - Ya sabes que es de vital importancia que muera- volvió a rugirle.
            - ¡Socorro, socorro!
            El joven maestro quedó boquiabierto y con sus músculos paralizados al ver que Rocío había empezado a gritar como una posesa.
            - ¿Pero qué hacéis?- protestó-, si soy yo, Juan Barreto, el maestro de escuela- le dijo haciendo lo posible por silenciarla.
            - Socorredme, mi señor, socorredme.
            Todos desviaron la mirada hacia el árbol.
            - ¿Ves,  vieja inservible, como aún está entre nosotros?- le dijo el demonio esperando de ella una reacción que estuviera a la altura.
            - Por poco tiempo, mi señor.
            La anciana sonrió enseñando su boca de arpía y sus ojos centellearon de maldad. Dio un grito de guerra y corrió hacia el árbol como jamás se había visto correr a una vieja. Todos los miembros de su grupo la siguieron tan endemoniados como ella. Juan Barreto veía avanzar hacia él a la muerte vestida de jauría humana.
            - Soltadme, soltadme- gritaba y forcejeaba Rocío.
            - No- gritó con decisión-. Vos venís conmigo.
            Se aferró con vigor a la mano de la joven y tiró de ella para obligarla a correr.
            - Soltadme, soltadme.
            Corría a su pesar la joven andaluza pues Juan Barreto no se resignaba a perderla. En una carrera tan forzada era lógico que no tardaran en tropezar. Rocío cayó al suelo  golpeándose la cabeza con una piedra. Dolorida, no entendía bien qué era lo que hacía allí. Miró la expresión dramática del maestro y empezó a entenderlo. Los gritos encendidos de sus perseguidores la orientaron hacia su trágica circunstancia.
            - ¿Qué pasa?- preguntó confusa.
            - Nos matan- se apresuró a contestarle con la mano tendida para que se aferrara a ella. Rocío no tuvo más que mirar su ropa interior para recordarlo.
            - Ay, virgencita, ¡cómo me han puesto!
            La poca ventaja que habían cogido en la carrera se agotaba por segundos. En cuanto Rocío distinguió el rostro desencajado de la vieja clamando venganza, se levantó y puso pies en polvorosa.
            - Esperad, esperad- le gritaba Juan Barreto impresionado por la velocidad alcanzada por la rescatada. Avanzaba Rocío sin freno colina abajo directa a la puerta por la que el maestro escapara de los resucitados. Acto seguido, guiado por un impulso del todo equivocado, sacó su pistola y apuntó a sus enemigos. Comprendiendo en el acto la ineficacia de semejante acción, se reprochó su actitud con un chasquido de labios y arrojó el arma contra el clan de la vieja para, de inmediato, correr tras la joven.
            - Por ahí no, por ahí no- le gritaba, pero sin resultado pues Rocío solo pensaba en correr para sobrevivir. Llegó a la puerta y, asfixiada por lo recorrido, apretó el pomo.
            - Ay, no, virgencita, que está cerrada- se lamentó. En ese momento fijó la vista en la ventanilla central de la puerta para toparse con uno de los rostros ensangrentados  de los caníbales. Se echó atrás gritando cayendo en los brazos de Juan Barreto.
            - Ay, ay Virgencita ¿qué es eso? ¿Qué demonios es este lugar?- lloraba Rocío viendo que por un lado y otro se hallaban sin escapatoria-. Si yo solo quería ser actriz- clamó esperando una muerte segura en manos de aquella secta satánica.
            Ocurre a menudo que en las ocasiones más espinosas se enciende en nosotros un mecanismo que nos ilumina la sesera. No sabemos cómo funciona pero suponemos que se debe al instinto de supervivencia. Juan Barreto, estando a unos pocos segundos de morir, comprendió sin dudarlo lo que debía hacer.
            - Escuchadme- le gritó Juan Barreto- cuando os diga, echad a correr.
            - ¿Hacia qué lado?- preguntó sin comprender.
            - Hacia cualquier lado, corred y no miréis atrás; si nos separamos, nos reuniremos en el mismo árbol.
            - Ah, no, ni loca subo ahí otra vez.
            - Hacedlo- le ordenó. Puso entonces la mano en la palanca que accionaba la puerta-. ¿Preparada?
            - No- gritó ella llorando.
           La vieja y sus secuaces se hallaban ya a un par de metros de clavar uñas, dientes y cuchillos sobre sus víctimas. Justo entonces, Juan Barreto bajó la palanca y abrió la puerta. Los muertos resucitados salieron en tromba, excitados ante la perspectiva de tanta carne viva que comer. Algunos incluso surgían ardiendo del interior por haber entrado en contacto con la antorcha que abandonara el maestro. La vieja se percató demasiado tarde del desastre en el que se habían precipitado y la matanza comenzó. En aquella batalla desigual, los vivos hicieron cuanto pudieron por sobrevivir pero la violencia de los muertos les sobrepasó.
            Rocío  se esforzó por no separarse de su rescatador y corrió todo el tiempo junto a él.
            - Ay, virgencita del Rocío, ¿qué era eso?
            - Os dije que no mirarais.
            - Como para no mirar con los gritos que dan.
            Cuando consideraron que estaban lo suficientemente lejos se pararon exhaustos. Miraron entonces hacia la devastación. Algún vivo continuaba aún en pie; los otros, incluida la vieja, eran ya devorados. Jugar a ser Dios mata.
            - Tenemos que irnos de aquí- ordenó el maestro rogando porque los muertos no les divisaran.
            La hoguera aún crepitaba. Hasta ella llegaban las súplicas de los últimos vivos y los gritos de los muertos. No había rastro de demonio alguno.
            - ¿Vos visteis lo que yo cuando estuve en ese árbol?- le preguntó Rocío con los ojos fijos en la lumbre.
            - Sí.
            - ¿Entonces él era real?
            El maestro tardó en contestar. Le hubiera gustado decirle que dudaba de la realidad de cada minuto de su existencia, que con cada paso que daba su único deseo era despertar de semejante pesadilla, que su único anhelo era descansar el sueño de los justos en la pila de muertos de la sima de su pueblo, pero optó por una respuesta más comprensible para ella y aceptable para él.
            -Sabe Dios.  Salgamos de aquí antes de que esos salvajes nos descubran.



23

La luna les iluminó hasta alcanzar la salida de las ruinas. En aquella escena más propia de un lienzo de Friedrich que de la experiencia que habían vivido, uno y otro deambulaban famélicos, agotados, casi como los resucitados por la vieja noctámbula. Por ello, no es de extrañar que se alegraran al encontrar intacto el coche en el que habían viajado. Los caballos se quejaron por lo intempestivo de la hora pero, en general, colaboraron ante semejantes inexpertos en el arte del dominio equino. Juan Barreto se subió a la silla del coche e insistió en que Rocío viajara en el interior, pero esta se negó tajante y, naturalmente, mentando a su virgencita del Rocío. Al joven maestro no le pasaba inadvertido cómo podía cambiar la apelación a la virgen en función del sentimiento que la andaluza aplicara a su voz.
            Huyeron pues a paso vivo los dos jóvenes de aquellas ruinas de muerte sin mirar atrás. Un escalofrío les recorrió el cuerpo al pasar bajo el arco que coronaba las decadentes murallas cubiertas de hiedra. Sin mediar palabra, el maestro se quitó su casaca sucia y raída para ponerla con delicadeza sobre la espalda de su compañera. Al poco, la joven apoyó la cabeza en el hombro de su salvador y quedó dormida.
            Hambre, sueño, terror, desasosiego, ansiedad, incertidumbre…tal era el cuadro anímico del maestro mientras permitía que los caballos hicieran lo suyo avanzando, ahora sí, pausadamente. Aunque se empeñó y luchó vivamente por evitarlo, sus ojos rendidos acabaron por cerrarse. En el sueño no halló descanso pues decenas de imágenes llenas de muerte y sangre le inundaron una historia del todo surrealista sobre la vida y el destino. En medio de todas ellas, el pirata don Diego Quintana y Salazar aparecía y desaparecía a su antojo taladrando con su risa cavernosa la endeble fortaleza del maestro.
            Juan Barreto despertó ante la pausa de los caballos. La ausencia de movimiento alertó sus sentidos. Abrió los ojos para encontrarse con que el alba rayaba el horizonte de un enorme descampado. A lo lejos, la inmensidad de Sierra Morena se dibujaba como la silueta de un gigante dormido. Sin embargo, no fue la belleza del amanecer lo que sobrecogió al maestro, sino el motivo por el cual los animales se habían detenido.
            Unos seis hombres armados les miraban en un silencio que no podía presagiar ningún trato cordial. Juan Barreto no podía creer que una suma tan grande de desdichas pudiera acumularse sobre sus hombros. De una secta satánica caían ahora apresados por una cuadrilla de bandoleros, aunque para ser tales se mostraban pulcros y bien ataviados. Por instinto, el maestro cubrió con su cuerpo las piernas desnudas de Rocío, quien en aquel momento despertaba. El silencio era exasperante.
            - Ay, virgencita mía- dijo esta vez con cansino fastidio-, no puede ser.
            - Sí puede ser- afirmó con voz rotunda y grave el que parecía jefe de aquel puñado de taciturnos.
            - No conseguirán nada pues nada tenemos- anunció fusta en mano y con un coraje que desconocía en él Juan Barreto-. Déjennos seguir.
            - ¿Sabéis cuánto tiempo os hemos buscado?- preguntó el mismo hombre con fuerte acento castellano.
            El maestro empezaba a fastidiarle ya la manía que tenía todo el mundo en aquel siglo de conocerle. Le exasperaba que no ocurriera al contrario, para así al menos poder saber sus nombres o qué buscaban de él. En tal frustración se hallaba cuando se percató de que el hombre no apartaba los ojos de Rocío.
            - Debí esconderme mejor- refunfuñó la joven cruzándose de brazos y soplando sobre su maltratado flequillo.
            - ¿Sabéis las preocupaciones que habéis causado a vuestro padre?- prosiguió el hombre.
            - Bah, mi padre- dijo ella con una mezcla de indiferencia y desprecio.
            Juan Barreto la observaba perplejo.
            - ¿Pero es que le conocéis?
            No pudo obtener respuesta pues el líder del grupo volvió a alzar la voz.
            - ¿Bajáis u os bajamos?
            Rocío giró el rostro a un lado con tales aires de superioridad que hizo suponer al maestro que aquella actitud era frecuente en ella en presencia del hombre que la interpelaba.
            - Me bajáis, si os atrevéis, capitán- retó ella remarcando con toda la intención la última palara.
            El capitán hizo un gesto y dos de sus hombres desmontaron con celeridad. Rocío se aferró al brazo de su salvador.
            - No dejéis que se salgan con la suya, os lo ruego, por la virgencita del Rocío- le rogó con cara de minina acorralada.
            Juan Barreto pensó que después de haberse enfrentado a una tropa de resucitados caníbales, bien podía intentarlo con una patrulla de vivos. En cuanto uno de los hombres subió al cabestrante el maestro le soltó una patada en la barbilla haciéndole caer.
            - Bien- gritó Rocío como si animara a su héroe desde el palco de una plaza de toros.
            El capitán resopló con aire cansado e hizo un nuevo gesto, tras el cual el resto de secuaces desmontaron para dividirse en dos grupos, uno para la joven y otro para Juan Barreto.
            - Quietos- gritaba la andaluza-, quitadme de encima esas patas de becerros.
            Así como Juan Barreto fue reducido con facilidad tras un certero golpe en la cabeza con la culata de una pistola, someter a Rocío fue una tarea más ardua que la de  atrapar a un gato acorralado.
            - Ya veréis cuando se lo cuente a mi padre- le gritó al capitán-. Ese hombre al que habéis tumbado me ha salvado la vida. Es un héroe. Tenéis que soltarle y agradecerle que siga viva.
            - Eso lo veremos- sentenció el capitán con serenidad-. Por de pronto, subid al coche. Os llevaremos a palacio.
           

24

Despertar para descubrir que le dolía enormemente la cabeza; triste y sufrido sino el de Juan Barreto. Hubiera preferido seguir sin conciencia, ajeno a una vida que no hacía más que apalearle. Una vez más, había dado con sus huesos en prisión, y con esta, perdía una cuenta que no deseaba llevar. Prefería la muerte a continuar de celda en celda en aquella centuria desbocada. Apoyó la espalda en la pared fría y resopló. La imagen de Rocío no tardó en asomarse a sus pensamientos. ¿Quién era realmente?, ¿por qué la buscaban esos hombres?, ¿y por qué no le habían matado? ¿Qué podían querer de él para mantenerlo vivo en aquel calabozo? Sintió hambre, un hambre atroz. Si una rata hubiera tenido el atrevimiento de pasearse frente a él, hubiera olvidado todos sus padecimientos con tal de atraparla para desayunársela.
            De pronto, la puerta se abrió con estrépito apareciendo en toda su inmensidad el capitán que había ordenado su prendimiento. Era alto, de apuesta figura, un líder nato de rostro castizo y mirada profunda. La sangre fría dirigía su vida. Vestía un uniforme militar granate acompañándolo con un sombrero de ala ancha del mismo color.  Le escrutó con los ojos como si buscara confirmar en la triste figura del maestro algún dato reciente y arduo de creer.
            - Seguidme- ordenó el capitán, dándose de inmediato la vuelta para rehacer el camino andado. La perplejidad del maestro le impidió reaccionar como lo hubiera deseado su carcelero-. Vamos- le espetó impaciente reapareciendo a su vista-, al conde no le gusta esperar, y a mí tampoco.
            Juan Barreto se levantó sospechando que era mucha mejor opción no soliviantar al capitán que al conde. Le siguió atemorizado, pero también extrañado de que no le atara o de que ningún guardia le custodiara. Lo único que veía era la espalda enérgica del capitán que se oscilaba de un lado a otro al ritmo impuesto por sus pasos prestos y firmes. El maestro temió no poder seguir semejante ritmo, especialmente porque la extensión del lugar le superaba. Era evidente que en su larga marcha ascendían y que de la más rancia austeridad habían ido pasando al lujo más desenfrenado. Había perdido la cuenta de las estancias atravesadas, de los inmensos patios y salones desbordantes de rococó. Los tapices asfixiaban las paredes. Tanto fasto le cegaba. Empezaba a pensar que llevaba recorrido más metros dentro de aquel edificio que en todo su pueblo cuando, al fin, alcanzaron su objetivo. Un criado abrió las dos hojas de una inmensa, aunque muy elaborada, puerta de madera estofada en oro, y escolta y escoltado entraron.
           Un salón colosal anclado en el churrigueresco abrumó a Juan Barreto como lo hubieran hecho los rayos del sol. En el centro de la estancia una mesa de proporciones astrales les hizo detenerse. Aunque el extremo del fondo estaba presidido por un hombre de enorme peluca blanca reducido por la perspectiva, los ojos del maestro cayeron en picado sobre el banquete pantagruélico en ella servida. El olor de las perdices en salsa y otros manjares estuvo a punto de hacerle desmayar.
            - Juan Barreto- señaló con voz pastosa el hombre de la peluca, a lo que el maestro levantó la vista. Su primer impulso fue reírse de la peluca pero para ello hubiera sido necesaria una fuerza que no tenía-, extraño nombre el vuestro, ¿de dónde es?
            - El nombre no sé- contestó con voz débil-, yo de Almería.
            - Almería…eso queda un poco lejos…Pero acercaos, por favor, tened la bondad de acompañarme en esta modesta colación.
            Juan Barreto se acercó lamentando tener que apartarse de toda aquella comida. Siguió la indicación que su anfitrión le hacía con la mano y se sentó a su vera. El hombre sonrió complacido. Era grueso, pero los kilos de más no le desentonaban. Era su obesidad de tipo agraciada pues hasta los pliegues de la papada sintonizaban con el resto de su rostro orondo, siendo dominado este por dos enormes ojos de besugo estimulados con mucho esfuerzo por una presión arterial atiborrada durante años por la ingesta de todo tipo de grasas animales.
            -Gracias. Yo también me llamo Juan, como vos. Juan Santana Sánchez, Conde de Cerronegro, y mucho me temo que os debo una disculpa- e inclinó levemente la cabeza-. Él es el capitán Cardosa y también os debe una disculpa- a la señal del Conde, el capitán inclinó su pecho, aunque con cierta mueca de orgullo-. Habéis salvado la vida de mi hija. No tengo forma de poder compensar algo así, pero, por de pronto, comed algo.
            Dio dos palmadas y uno de los criados afincados al pie de las cortinas se acercó presto a la mesa.
            - Servid a este buen hombre lo que os pida- señaló el conde con voz firme. El criado miró a Juan Barreto y esperó con cortesía sus órdenes. Tal era el festín presentado que el maestro fue incapaz de decidirse-. Ponedle un poco de todo- intervino el conde con menos paciencia que su criado.
            - Muchas gracias- dijo Juan Barreto inclinando la cabeza.
            - No, insisto: quien debe agradecer aquí soy yo, que no os quepa duda, Juan Barreto.
            El Conde observó el yantar ansioso del maestro en respetuoso y meditativo silencio. Tras unos segundos en ese estado, terminó por suspirar.
- Veréis, tengo un enorme problema, debo confesároslo, y ello es mi hija. ¿Cómo decirlo?, ha resultado ser un poco…díscola, no sé si me entendéis- el maestro asintió mientras daba buena cuenta de una de las perdices-, especialmente desde la muerte de su madre, mi esposa. Sí, aquello fue un duro golpe para todos, pues ella era el alma de mi humilde casa y el origen de la belleza de mi hija. Porque como comprenderéis, con esta cara que os contempla- y sonriendo señaló su rostro con la mano derecha-, mi hija…- Borró su sonrisa y prosiguió- Desde ese momento, pues, me correspondió a mí en exclusiva velar por Rocío, buscar lo mejor para ella, y he aquí que dispuse su matrimonio, ¿entendéis?- Juan Barreto volvió a asentir, pero esta vez por educación pues apenas comprendía nada-. Es lo que hubiera hecho cualquier padre en mis circunstancias. Hallé buen partido en un joven portugués, hijo de la principal familia tabaquera del Algarbe. Un joven agradable, dicen, y de aspecto viril; ya nos han enviado un retrato. En fin, no quiere oír hablar de matrimonio. Ella quiere ser actriz- y salpicó de desprecio e incomprensión la palabra-. Actriz, mi hija. ¿Podéis imaginaros a la heredera de mi título sobre un escenario? ¿Dónde se ha visto semejante afrenta a nuestro sagrado estamento? ¡Actriz!- repitió como si se lo hubiesen manifestado por primera vez- Esto es culpa de ese pirata, ese maldito Diego Quintana- Juan Barreto dejó de masticar al oír el nombre-. Sí, como lo oís, mi hija cayó en manos de ese criminal que le llenó la cabeza de estúpidas aventuras. A pesar de mi guardia personal- continuó, adoptando un tono de decepción mientras miraba de reojo al capitán Cardosa-, mi hija ha podido escapar de palacio dos veces. En la primera quiso el trágico destino que diera con Diego Quintana. Afortunadamente, llegamos a tiempo de evitar que pertrechara alguna desgracia irreparable, aunque ese miserable pudo escapar; en la segunda,  mi hija pudo esconderse en uno de los refugios de ese rufián, una apestosa taberna de Cádiz, e incluso llegó a pagar al tabernero para que la hiciera pasar por su empleada y trazar así un plan para enviarla a Madrid sin levantar sospechas. Ahí quiso la providencia que diera con vos, y el resto ya lo conocéis de sobra, siendo lo que nos reúne aquí en este instante.
            El conde dejó pasar deliberadamente varios segundos tras su extenso soliloquio. Era consciente de que sus palabras debían entrarle a su invitado con la misma intensidad que el alimento que engullía.
            - Debo preguntaros una cosa- continuó el noble inclinándose al maestro como si le fuera a confesar un secreto-. ¿Es cierto?, ¿era la vieja noctámbula en persona?- le interrogó en un murmullo.
            Juan Barreto detuvo en seco su yantar al oír ese nombre. De hecho, la imagen del resucitado comiéndose al notario le hizo quebrar su apetito.
            - Sí, eso creo.
            El Conde miró a su capitán con aire de reproche.
            - ¿Veis, Cardosa, como no es ningún cuento de niños? Esa vieja existe.
            - Existía, me temo- se atrevió a intervenir el maestro.
            El asombro salpicaba los ojos de pez del noble.
            - ¿Qué me decís? Una gran noticia, en verdad, pues tenía atemorizada toda la región, incluido a mí, he de reconocerlo. Y decidme- se inclinó aún más-, ¿es cierto que resucitaba muertos? Dicen que en la cárcel de Cádiz hay un preso loco que no para de jurarlo; por lo visto, era uno de los hombres de su gavilla.
            Juan Barreto recordó de inmediato a aquel pobre paria.
            - No sé si los resucita, pero hizo cosas muy extrañas con la gente.
            - Con la gente que capturaba, claro- afirmó acariciándose el primer pliegue de su papada-. Asombroso. Y vos habéis rescatado a mi hija de sus garras. Sois en verdad valiente, Juan Barreto, por eso he de pediros un gran favor.
            El maestro tuvo un pequeño escalofrío al oír esa última parte. No supo ni cómo ni por qué, pero ese escalofrío le pareció un presagio de lo que se le venía encima si no ponía remedio pronto. Su problema era que jamás había podido decir que no. Siempre había formado parte de su personalidad, de su alma quizás, el complacer a los demás.
            - Por supuesto- dijo el maestro con algo de dificultad. No se percató en aquel instante de la sonrisa espontánea, y con algo de desprecio, del capitán Cardosa.
            - Es un doble favor, en verdad- continuó el Conde para volver a golpear sus palmas por dos veces. En esta ocasión el criado apareció con una cartera de cuero- ¿La reconocéis?- le preguntó una vez la tuvo en sus manos.
            - Sí-contestó atónito- es la cartera de…
            - En efecto, del escribano real don Rodolfo de Sotomayor, amigo mío y que les acompañaba en su desdichado viaje. He de suponer que el buen funcionario ha pasado a mejor vida, ¿no?
            - Me temo que sí, señor- le contestó dudando si debía narrar los hechos de su terrible muerte.
            - Una gran pérdida, sin duda- añadió el conde con un pesar que al maestro se le antojó algo forzado-, pero afortunadamente, la cartera continuaba en el mismo sitio donde, sin duda, él la había ocultado: bajo el asiento de la collera. Pues es precisamente de esta cartera de lo que quería hablaros y también de mi hija.
            Juan Barreto apoyó la espalda en la silla buscando la mejor posición para recibir la información que no deseaba oír. Lo que en realidad ansiaba era desaparecer de ahí y perderse en las páginas de los escasos libros de la biblioteca de su pueblo. El conde se aferró a la cartera y con un gesto de su abundante barbilla ordenó a Cardosa que se retirara. Don Juan no pronunció palabra hasta ver que la puerta se cerraba. Incluso esperó a que el eco de los pasos del capitán se disipara entre las paredes.
            - En confianza- le dijo al maestro en un susurro-, dudo de él, de Cardosa. No de su lealtad, por supuesto. Creo que está enamorado de mi hija. Sí, como lo oís, y ya sabéis que cuando el amor se cruza en el camino, nadie entiende de lealtades. No sé quién lo inventó, pero es así- el conde suspiró con desconsuelo-. Os necesito, Juan Barreto; necesito desesperadamente vuestra ayuda; habéis llegado a esta casa como agua de mayo. Veréis, mi hija ha de partir inmediatamente a Madrid. En realidad, debía de estar allí desde hace un mes. Esta demora está siendo para mí una fuente de disgustos. Pero no creáis, que no irá a Madrid para ser actriz, no, sino para ser retratada. Me han enviado un retrato de su pretendiente, ¿entendéis? Me corresponde ahora a mí enviarles un retrato de mi heredera. He contratado en la capital a un pintor de reconocido prestigio para que la retrate; es el mejor, creedme, pero tiene un pequeño defecto que puede poner en peligro mis planes, quiero decir- se precipitó a corregirse-, el matrimonio de mi hija: según cuentan, es un mujeriego; parece ser que le conocen bien tanto en la corte como en las casas de mala fama, supongo que me entendéis. Ahí es donde entráis vos. Debéis estar en todo momento con mi hija, protegerla.
            - Del pintor.
            -Y de Cardosa, por supuesto- exclamó dando una palmada para reforzar la terrible evidencia de su respuesta.
            - ¿Es que también viene?
            - Santo Dios, ¿no pretenderéis que mi hija pase por Despeñaperros sin guardias?
            - No, claro que no- se disculpó el maestro algo impresionado por la vehemencia empleada por su anfitrión.
            - Tengo la impresión- volvió el conde a bajar el tono de su voz- que mi hija corresponde a mi capitán. Sí, increíble, pero cierto, a pesar de la diferencia de edad. Por mi parte, estoy seguro de que lo hace solo para incordiarme. Todo es muy casto, por supuesto, pero imaginad si ocurriera el desastre, ¿entendéis?
            Juan Barreto permaneció con la expresión típica de quien oye sin escuchar. No es expresión fácil de aplicar y requiere de mucho ensayo, pero si se ejecuta con corrección nuestro interlocutor no solo nos agradecerá que le hayamos escuchado sino que además alabará nuestra cualidad de saber hacerlo. En el caso de Juan Barreto, no fue la descortesía quien le impulsó a mostrarla sino el cansancio.
            - Mi hija ha de llegar virgen a la noche de bodas- dijo exasperado-. Es de vital importancia este detalle, de lo contrario la rechazarían y ya podéis imaginar la vergüenza para el nombre de mi familia; una mancha, señor Barreto, una mancha imborrable. Por eso, he de preguntároslo abiertamente- se inclinó más que nunca hacia el rostro del maestro. Movía los labios buscando las palabras adecuadas para plantear la cuestión. Incluso carraspeó antes de empezar-. ¿Vos creéis que en el cautiverio de mi hija con esa vieja maldita mi hija llegó a ser, cómo decirlo, forzada?
            El rostro del conde reflejaba una clara plegaria por escuchar una respuesta negativa. Aún así, Juan Barreto estaba convencido de que había llegado a tiempo para evitar  que el honor de Rocío fuera mancillado.
            - No.
            - ¿Estáis seguro?
            - Sí.
            - ¿Cómo podéis estarlo? Mi hija me ha dicho que os encerraron en celdas diferentes y a ella debieron drogarla con algún brebaje pues no recuerda apenas unos detalles de su encierro.
            Juan Barreto no contaba con la versión de Rocío. ¿Qué podía decir?, ¿que la joven había sido reservada para que la vilipendiara el demonio en persona? Era de locos.
            - Lo estoy- dijo con rotundidad-. Creedme, lo estoy.
            El conde permaneció con los ojos fijos en los de su invitado durante unos interminables segundos. El maestro rogó porque no pudiera leerle los pensamientos pues en aquel instante recordaba la actitud de Rocío en su habitación de la taberna de Cádiz. Dio por descontado que el Conde desconocía la realidad de su hija.
            - Os creo- dijo al fin-, os creo y os aseguro que me dejáis complacido- dijo volviendo a buscar la comodidad de su silla-, lo que me confirma que sois la persona indicada para ayudarme. Por supuesto, os recompensaré con creces, podéis estar tranquilo.
            - Conde- empezó con torpeza Juan Barreto pues no sabía cómo tratar a los nobles-, os ayudaré con mucho gusto sin necesidad de recompensa alguna, pero permitidme una pregunta.
            - No faltaba más, preguntadme lo que queráis. Os escucho.
            - Si tan preocupado estáis, ¿por qué no hacéis que el pintor venga a vuestra casa?
            El rostro del Conde se descompuso en indignación.
            - ¿Qué creéis?, ¿que no lo he pensado? Sus honorarios son muy elevados. No es que no los pueda pagar- se apresuró a aclarar-, es que me niego a desembolsar semejante cantidad de dinero a un pintor. Estaréis de acuerdo conmigo.
            - Sí, sí, claro- le contestó sin ánimo de contrariarle.
            - Ahora, debo hablaros de esta cartera- anunció el conde como si fuera a dar una extremaunción-, pero he de advertiros que al hablaros de ella os estaré ligando a un secreto de Estado. ¿Accedéis?
            Juan Barreto dudó un instante, pero finalmente asintió con la cabeza, aunque su gesto no fuera, precisamente, un derroche de energía.

            - Me reconforta saber que sois en verdad un hombre de coraje. Muchos otros se hubieran echado atrás ante esa misma pregunta. Veréis, nuestro amigo el escribano, en gloria esté, no viajaba a Madrid por placer. Debía entregar esta cartera a su majestad, el rey, y, parece ser, es de extrema importancia, pues así lo indica el sobre de su interior. Por supuesto, el sobre está lacrado; ya quisiera yo poder abrirlo y echarle un buen vistazo. En fin- el conde volvió a suspirar-, os ruego, Juan Barreto, os suplico que entreguéis esta cartera al monarca en mi nombre. Es para mí de suma importancia poder hacerle tan alto servicio. Por supuesto, iría yo mismo- se precipitó a precisarlo-, pero las obligaciones de mi casa me lo impiden; estamos justo en la cosecha y los jornaleros de por aquí son muy haraganes. Estoy seguro de que lo entendéis- dijo brindándole su sonrisa más servil.



25

            El Conde dispuso que la comitiva marchara en dos días. Mientras tanto, Juan Barreto fue alojado en uno de los mejores aposentos del palacio. La estancia encogió al maestro, que calculó podía ser mayor que toda la escuela de su pueblo. La presidía una cama ciclópea de colcha bermellón, coronada por un dosel dorado algo pomposo incluso para el rococó que definía al lugar. Una legión de amorcillos de tez grisalla adornaba cada una de las esquinas superiores de la habitación. A pesar de sus tiernas y pueriles sonrisas, Juan Barreto no pudo evitar sentirse intimidado por su presencia. Los divanes de enrocados respaldares rodeaban con elegancia una mesa de mármol pentélico situada en el centro geométrico de la habitación. Tres formidables espejos de curvas sinuosas se encargaban de aumentar todavía más la sensación de profusa pesadez de la pieza. Tapices y alfombres la dotaban de calidez pero también la ahogaban de colores difusos y figuras formidables.
            Agobiado por el ornamento, el joven maestro se dirigió a una de las ventanas. La abrió con la ansiedad de quien necesita urgentemente oxígeno, quedando gratamente sorprendido por el paisaje. Recordó entonces que al palacio había llegado inconsciente y que, por lo tanto, poco o nada, podía conocer de la zona. Desde el pequeño balcón donde se asomaba podía divisar un pueblo de canto marrón que se enroscaba entorno al edificio. Tras el entramado de tejados alcanzaba a ver una inmensa llanura salpicada de olivares y encinas e incluso pequeños puntos movedizos que identificó como cerdos. Sin duda, todo aquello que alcanzaba a ver pertenecía al señor de la casa. Juan Barreto borró su sonrisa pues la imagen de su pueblo se le apareció inevitablemente.
            Deprimido, regresó al interior para comprobar que su estancia daba cobijo a otra, gemela suya, aunque más pequeña. Al entrar no supo si sonreír como lo hiciera Colón al llegar a tierra, o lamentar un lujo que se le escapaba de su entendimiento, pues el cuarto de baño había sido incrustado en su totalidad por losetas de mármol blanco. En el centro, una bañera del mismo material le invitaba a sumergirse en ella lo mismo que las sirenas hacían con los marineros perdidos o avariciosos. Los vapores del agua caliente eran argumento suficiente para sucumbir a la tentación y olvidarse de tan despreciada ostentación, al menos por un momento. Se tragó, pues, sus escrúpulos y se desvistió con la impaciencia del osado. La sensación del agua caliente en la piel superó todas las expectativas y pronto su cabeza reposó en el extremo de la bañera fijando los ojos en el papel decorado del techo. También en cada esquina un amorcillo le sonreía. Le pareció curioso que desde la perspectiva del descanso y del relax aquellas pequeñas estatuas infantiles ya no le intimidaran sino todo lo contrario; incluso les devolvía la sonrisa con agrado. Después de jugar con sus miradas, el cansancio le cerró los ojos y se durmió.
            Poco pudo dormir, ya que, de repente, una idea le invadió el subconsciente hasta despertarle. Abrió los ojos asustado ante el nuevo planteamiento. ¿Y si fuera al revés? ¿Y si el sueño consistió en haber vivido en el siglo veinte y la realidad fuera la del dieciocho? Tembló, pues no le pudo negar un porcentaje de posibilidades a aquel pensamiento; mínimo, pero no se lo negó. ¿Y si su pueblo era imaginario?, ¿y si ser profesor no era más que el producto de una misma ilusión? ¿Sería verdad que la muerte de su madre y su hermana por tuberculosis no era más que el recuerdo de un sueño insondable? Eso significaría que no había ido a Madrid becado para estudiar magisterio, que la guerra no era más que ese sueño transformado en pesadilla y que Santiaguito ni le odiaba ni le había disparado; simplemente, no existía.
            En cierto modo se sintió aliviado. Después de todo, no era mala alternativa. ¿Pero entonces por qué no podía recordar la vida que había llevado en el siglo dieciocho? Mientras la temperatura del agua abría pausadamente los poros de su piel sumisa, hilvanó una coartada que justificaba su amnesia. De algún modo, que aún estaba por descubrir, había llegado a la playa; allí habría sufrido un golpe, enigmático también, y en el momento en el que despertó amnésico, se encontró con el pirata don Diego Quintana y Salazar. Le gustaba la idea, pues era menos sufrida que su realidad anterior. La caricia inconsciente de los dedos sobre su pecho arañado hizo tambalear su tesis por momentos. ¿Y el oso, o lo que fuera esa bestia? ¿Por qué le había perseguido? ¿Lo había puesto ahí el diablo en persona para atacarle? No fue su intención pero la imagen de la bestia corriendo tras él fue lo último que recordó antes de volver a ser vencido por el abatimiento.
            La pérdida de calor del agua terminó por despertarle. Abrió los ojos relajado, en paz consigo mismo y quedó sorprendido al ver que los rayos del atardecer se despedían del día lamiendo el techo del baño. Bajo los efectos de aquella luz, las sonrisas de los amorcillos ya no parecían tan acogedoras. Tras secarse vio que sobre los divanes habían colocado ropas nuevas. Al ponérselas y mirarse al espejo, la elegancia del resultado le agradó. De hecho, empezó a jugar haciendo reverencias hasta elegir la más acertada. Los candelabros de su habitación habían sido encendidos lo que le confirmó la profundidad de su descanso. Quizás el hecho de no haber soñado nada era lo que más había contribuido a su extraño estado de felicidad.          
            El reposo prolongado le había activado el organismo y la curiosidad, de modo que salió de su habitación con la intención de explorar el edificio hasta donde el decoro y la prudencia le indicaran. Asomó la cabeza por la puerta para encontrarse con el silencio más absoluto. Los candelabros iluminaban el pasillo pues la noche había cubierto ya al día. Su ánimo acabó por desvanecerse cuando, tras recorrer todos los rincones posibles del edificio, comprobó que se hallaba en una soledad, cuanto menos, inquietante. Concluyó veloz que las costumbres de la casa dictaban un retiro temprano a los respetivos aposentos. Desilusionado, pues le apetecía conversar, encaró de nuevo las escaleras y se dirigió al corredor que conducía a su alcoba.
            Fue entonces cuando reparó en que las paredes habían sido alegradas con distintos retratos que, supuso, serían miembros, vivos o muertos, de la familia del Conde. Sonrió divertido al descubrir que los hombres de esa estirpe eran todos, como mínimo, semejantes al conde en su obesidad y ojos de pez, contrastando con la belleza y elegancia de sus esposas. No había excepción, el patrón se cumplía en todos los retratos, en especial en el del Conde y su difunta mujer, cuya belleza maravilló al maestro. El parecido con Rocío era tan asombroso que empezó a pensar si, en realidad, la retratada no sería ella misma. Como quiera que para pensar retiró la vista de los retratados, sus ojos quisieron caer en un lado del cuadro, activándose una de las pocas manías que llevaba coleccionadas en su corta vida. Las manías, esos pequeños e insignificantes caprichos que condicionan tanto nuestra existencia.
            Juan Barreto no podía ver un cuadro torcido. Desde luego, la desviación de este respecto a la horizontal era mínima, pero suficiente para encenderle sus nervios y hacerle apretar la mandíbula como hacen todos los maniáticos cuando tratan de velar su incomodo. Aunque se sabía en soledad, miró a ambos lados del pasillo y solo entonces colocó el cuadro correctamente, coincidiendo su acción con un ruido corto y seco, como un golpe. Se extrañó pues no veía que hubiera movido o hecho caer nada. Al volverse para seguir camino quedó estancado por la sorpresa. Una puerta había aparecido de la nada en medio del pasillo, justo en frente del retrato del conde. Su corazón se aceleró pues era evidente que había activado el acceso a una estancia secreta. Un pasadizo oculto; qué idea tan deliciosa adentrarse en él. Una tentación indomable. Asomó la cabeza a la apertura, aconsejándole la oscuridad reinante la conveniencia de coger uno de los candelabros. Desterró, pues, de su conciencia aquel decoro y prudencia que se había impuesto al recorrer el palacio.
            El pasadizo era limpio, con un suelo similar al de la parte noble de la casa. El silencio era el único factor que acongojaba su curiosidad. Pronto empezó a distinguir el sonido de unas voces. Aceleró el paso hasta alcanzar a ver una luz tenue. Las voces eran ya distinguibles en número y género, deduciendo que un hombre y una mujer mantenían una conversación distendida. A partir de entonces, fue más ligero y cuidadoso con sus pasos. La mujer rió y Juan Barreto se materializó en estatua pues había identificado a la propietaria de aquella risa. La voz del hombre no terminaba de reconocerla, de modo que avanzó más hasta prácticamente alcanzar la estrecha puerta donde terminaba el pasadizo. Arqueó las cejas al escuchar, ahora sí, con claridad. El capitán Cardosa hablaba con Rocío con una familiaridad que no habían mostrado en público. Juan Barreto pensó que, ya que había llegado hasta allí, bien merecía la pena echar un vistazo. No le juzguemos por ello; ¿quién no hubiera hecho lo mismo?
            Lo primero que se le ocurrió al ver la escena fue el gran disgusto que le  daría al Conde si llegara a tener noticia de lo que su hija hacía a sus espaldas. Cardosa y Rocío yacían en la cama. Sus cuerpos desnudos eran acariciados por el débil albor de las velas que les rodeaban. La piel de la joven reflejaba un tono cobrizo a la luz del fuego, dejando embelesado al maestro fisgón que, atónito, descubría que su conciencia nada podía contra el placer de escuchar una conversación ajena.
            - No vuelvas a escaparte- le pidió el capitán-. Esta vez sí que lograste preocuparme.
            - Soy libre- reivindicó ella con una sonrisa-, me escaparé las veces que lo necesite.
            - Y yo te buscaré.
             -Porque te lo ordena mi padre.
            - Tu padre es un borracho.
            - Pues obedeces a un borracho.
            - Me paga, y bien. Además, esa orden conviene a mis deseos, de modo que no tienes nada que reprocharme- y la besó.
            - Sabes que en cuanto tenga oportunidad volveré a irme. No puedo casarme con quien no amo. Mi destino es ser actriz- sentenció con sentida convicción.
            Cardosa bien sabía por experiencia que no debía hacer la pregunta que le vino a la mente, pero la hizo. La soledad es a veces muy torpe consejera.
            - ¿Me amas a mí?
            El silencio contestó por ella. El capitán dejó de mirarla para concentrar sus ojos en el techo.
            - ¿Por qué me haces esa pregunta? Creí que esto había quedado claro. Nos gustamos, nos reunimos aquí y lo pasamos bien. Yo lo paso bien, ¿tú no?
            - Claro que sí, pero me pudo la curiosidad.
            - Pues que no te pueda. Y te lo advierto: esta vez no me encontrarás.
            Cardosa sonrió.
            - ¿Cómo estás tan segura?
            - Porque cuento con Juan Barreto.
            El maestro a punto estuvo de tirar el candelabro cuando oyó su nombre.
            - Entonces mataré a Juan Barreto.
            - Ni se te ocurra, ¿me oyes?- le dijo con tono severo-, es mi ángel custodio; me lo envió mi virgencita del Rocío.
            - Tú y tu maldita virgencita.
            - No te rías de ella- y le golpeó sin atisbo de violencia-. Siempre ha cuidado de mí y de mi madre.
            -Tu madre, donde quiera que esté es bien feliz. Cualquier lugar menos este. Hablando de virgencitas- señaló Cardosa animándose con el tema-, ¿cómo vas a hacer para que tu prometido no sepa, ni siquiera intuya, que no eres virgen?
            - No tendré que hacer nada porque pienso escapar antes de encontrarme con él.
            - Sabes que como hija de la aristocracia, esa mancha te perseguirá siempre.
            - Entonces dejaré de ser noble.
            Cardosa rió.
            - En el fondo, sigues siendo una niña.
            - Y tú un baturro- protestó ella ofendida.
            - Dime, ¿de verdad estuviste con la vieja noctámbula?
            - Creo que sí, pero no me recuerdes eso.
            - ¿Es cierto lo que dicen de ella, que resucita a los muertos?
            - Si tanto deseas saberlo no tienes más que ir a las ruinas de su castillo y comprobarlo.
            - Puede que lo haga algún día, pero ahora lo que me incumbe es custodiarte hasta Madrid; a ti y a ese enclenque de Juan Barreto- el capitán dejó pasar unos segundos preparándose para la siguiente pregunta-. ¿Te acostaste con él?
            - No- se quejó ella poniendo una mueca de rencor-, no quiso.
            - Lo que yo decía- repuso él complacido con la respuesta-, un enclenque.
            La expresión de la joven giró entonces hacia la ilusión.
            - Si me hubieras visto en la taberna de Cádiz…Soy buena actriz, créeme. Todos pensaron que era una puta.
            - Es que eres una puta- dijo él con una sonrisa.
            - Idiota- y le golpeó con cariño el hombro-. Tengo que ser actriz y lo seré. Sabes que  siempre consigo lo que me propongo. La prueba es que te tengo en mi mano- y en ese momento fue ella quien mostró la sonrisa de la victoria.
            - No me subestimes tanto, anda, que si estoy aquí es por esa bendición de pechos que tienes.
            - Ya, eso dicen todos.
            -¿Qué todos?- preguntó él con desconfianza. En cuanto vio que había caído en una trampa con el comentario de Rocío, empezó a reír-. Eres buena, he de reconocerlo-Cardosa se volvió entonces para mirar el techo, al tiempo que lanzaba un prolongado suspiro- Tu padre está convencido  de que recuperará el favor del rey si le envía la cartera del escribano. Pobre iluso.
            - No uses ese tono con él, te lo ordeno.
            - Vamos, Rocío, si le detestas.
            - Detesto sus decisiones, pero a él le quiero. Es mi padre.
            - Tú lo has dicho: tu padre.
            - Mi padre, siempre mi padre. Basta ya de hablar de él- protestó-. ¿Qué me dices de ti? Le obedeces como perro fiel. Sí, ya sé que te paga, pues te pagaré yo.
            - ¿Tú?, no tienes nada.
            - Te equivocas.
            - ¿Ah sí?, ¿en qué me equivoco? ¿Algún collar o piedra preciosa que has heredado de tu madre? ¿Con eso alcanzarás para pagarme y vivir por tu cuenta?
            - Olvidas a don Diego.
            - ¿El pirata?- preguntó Cardosa con desprecio-¿ese desgraciado?
            - No es un desgraciado. Es rico, muy rico.
            - Pero si no tiene donde caerse muerto.
            - Te digo que es rico y se desvive por mí.
            - Sí, tanto que puso pies en polvorosa en cuanto llegamos a Cádiz la primera vez que te escapaste. Por favor.
            - Escúchame. Sé que oculta un tesoro; no sé dónde; sospecho que en la costa. Puedo convencerle de que me diga su paradero y entonces todo ese dinero sería nuestro. Tuyo y mío.
            Por un momento Cardosa pareció caer en el hechizo de aquellas palabras, pero reaccionó arrugando el rostro.
            - Piratas, tesoros, ¿ves como no has crecido?
            - Como quieras- dijo encogiéndose de hombros-, pero don Diego está ahora en Madrid- añadió con voz melosa.
            - ¿Cómo lo sabes?- preguntó él de nuevo interesado.
            - Me lo confesó antes de huir.
            Cardosa meditó las novedades. Su respiración se agitó por momentos.
            - Basta de conversación. He de irme. Descansa.
            En cuanto Juan Barreto vio que el capitán se incorporaba, corrió con pies de pluma hacia la salida. Para su sorpresa, la puerta de acceso al pasillo se había cerrado y no tenía forma de abrirla. Si el capitán le descubría seguramente le acabaría matando. Tanteaba  desesperado la puerta buscando las bisagras, pero estas estaban bien ocultas. Apagó el candelabro pues oía ya los pasos del capitán. Estaba perdido. Retrocedió aterrorizado tropezando con un mueble.
            - ¿Quién anda ahí?- preguntó enérgico Cardosa.
            El movimiento del mueble activó la puerta y el maestro salió corriendo.
            - Deteneos- gritó el capitán.
            Juan Barreto prefirió jugar la baza de no haber sido reconocido y escapó hacia su dormitorio. Saltó a la cama y se cubrió con las sábanas haciéndose el dormido. Con los ojos entornados vio cómo el capitán abría con sigilo la puerta. Sin moverse del umbral, quedó unos segundos, eternos para el maestro, observando al supuesto dormido. Fue entonces cuando vio sonreír al militar y se sintió perdido. Para su sorpresa, el capitán cerró la puerta y se marchó. Hasta que el último eco de sus pasos no se desvaneció en su propia lejanía no pudo respirar tranquilo. ¿Por qué habría sonreído? Era todo un misterio para él, pero prefirió ignorarlo y tratar de dormir.
La primera sensación que tuvo Juan Barreto al despertarse por la mañana fue la de un miedo punzante en su alma. La imagen del capitán Cardosa atravesándole con su espada había sido la más recurrente en sus sueños, de modo que ahora se derrumbaba pensando en que debía enfrentarse a su mirada en cuanto le viera en palacio. Miró entonces al candelabro viendo en él a un delator. ¿Cómo podía haber sido tan torpe? El candelabro estaba en el origen de la sonrisa enigmática del capitán. Ahora lo comprendía bien: aquella mueca del militar representaba su victoria. Con las prisas y el pavor tras ser descubierto en el pasadizo, había entrado con el candelabro en su estancia y lo había dejado sobre la mesa de noche. Es evidente que el capitán había echado en falta el candelabro en su lugar correcto del pasillo y sonrió al verlo junto a la cama. Estaba perdido.


26


¿Cómo mirar a los ojos de la bella Rocío o a los del hermético Cardosa sin sonrojarse, en el primer caso, o sin temer por su vida, en el segundo? Calificar la situación como embarazosa era ser demasiado generoso. Pensó seriamente en la posibilidad de pasarse por enfermo y permanecer en su estancia todo el día, pero no le agradaba la idea de convivir con esos amorcillos perversos del techo. Además, había despertado con hambre. Una incoherencia como fingirse enfermo y comer al mismo tiempo no se sostenía de ningún modo. Se vistió, pues, preparado para lo que el destino le tuviera reservado ese día y cogió el candelabro con la intención de devolverlo a su sitio. No en pocas ocasiones sentimos al salir de casa que hubiera sido mejor opción quedarnos en la cama. No es algo que pueda razonarse, no hay explicación posible, pues estamos ante el inestable mundo de las sensaciones. Es una sacudida que nos oprime el pecho, que nos provoca un suspiro, quizás un escalofrío y que nos previene de una jornada, como mínimo, cargada de incertidumbre.  En cuanto salió de su habitación y encaró el pasillo, el cuerpo de Juan Barreto se estremeció provocándole el efecto que hemos explicado.
El largo corredor se le antojó tan silencioso que, de inmediato, pensó en una trampa del capitán. Al poco ralentizó su paso pues distinguió a un hombre en el otro extremo del pasillo. Su instinto de ratón de biblioteca le impulsó a ser precavido. Aquella persona le resultó peculiar, como si no encajara en el lujo del edificio. Sus ropas, además, eran de lo más inapropiadas. Pensó si no sería uno de los campesinos del Conde que había conseguido entrar para rogar una limosna. A medida que caminaba hacia él más se convencía de que, sin duda, se trataba de un jornalero. Sin embargo, algo hizo aquella persona que provocó la parálisis del maestro. El intruso, hasta entonces inmóvil, había empezado a andar hacia él lentamente con los brazos extendidos. Juan Barreto sabía perfectamente dónde había visto antes esa forma de caminar. No podía creerlo, no quería creerlo. De nuevo la misma pesadilla. 
Los ojos del resucitado cayeron al fin sobre la triste figura del maestro, que no supo qué hacer. Aquel ser necesitado de carne humana corrió como un salvaje hacia su víctima. Sin tiempo a reaccionar, Juan Barreto se vio muerto. Sin embargo, sin saber bien cómo sucedió, su puño se aferró al candelabro y cuando el resucitado estuvo a la altura descargó todas sus ganas de vivir sobre su rostro purulento. La energía empleada sirvió para que la fiera cayera, pero Juan Barreto continuaba sin hallar qué hacer. En aquel momento, dos resucitados más, atraídos por los gritos de su compañero, aparecieron en el pasillo. En efecto,  los resucitados habían vagado toda la noche desde las ruinas del castillo hasta dar con el pueblo y el palacio del conde.
Corrieron los dos como posesos a por la pitanza fresca. Juan Barreto sabía que no podría con ellos. Tuvo entonces un instante de lucidez pues su mirada había caído en el retrato del Conde y su esposa. Sus ojos se iluminaron de esperanza. Movió el cuadro pero la puerta secreta no se activó. Apenas le quedaba un nuevo intento pues ya los tenía encima. Probó hacia el otro lado y esta vez sí que pudo acceder al pasadizo. Cerró tras él y respiró aliviado, aunque por poco tiempo, pues sintió cómo se abalanzaban contra él y le aplastaban contra la pared.
- ¿Qué son esas cosas?
La pregunta la había hecho el capitán Cardosa. Estaba tan furioso como los resucitados.
- Vamos, responded- insistió golpeando el cuerpo del maestro contra la puerta-Rocío, es decir, la hija del Conde, ha dicho que vos lo sabéis.
Juan Barreto no sabía quién le provocaba más miedo, si el capitán o los monstruos de los que se ocultaba.
- Son resucitados. Es obra de la vieja-  contestó asustado.
- ¿De la vieja noctámbula?- el maestro asintió- Vive dios. ¿Y cómo demonios se matan? He disparado a dos de ellos y han seguido andando como si nada. Vamos, reaccionad, ¿cómo se matan?
- No, no lo sé –gritó nervioso-  Probad cortándoles la cabeza.
El capitán meditó unos segundos con los rugidos de los resucitados como música de fondo.
- Tiene sentido- dijo al fin-. Sí, tiene sentido. Probaremos cortándoles la cabeza.
- ¿Cómo que probaremos?- preguntó temiéndose lo peor.
El capitán apretó el pecho del maestro hasta la asfixia.
- Escuchadme bien, maldito enclenque. Sé que nos espiasteis anoche. Ese mismo candelabro que lleváis en la mano os delata- el maestro soltó de inmediato el candelabro como si con ese gesto pudiera exculparse- Me desayuno todos los días a tres como vos y esta mañana me he quedado con hambre, así que no me andéis importunando con vuestros miedos. Si seguís con vida es porque Rocío así lo ha decidido, porque si fuera por mí os hubiera cortado el gaznate mientras dormíais. Ella ha ido junto al conde, pero desconozco dónde pueden estar, no los encuentro, de modo que tomaréis una de mis espadas y defenderéis la vida de quien ha salvado la vuestra, ¿estamos?
Era justo, pero la justicia no lo logró calmar al maestro y menos cuando Cardosa le entregó una de sus espadas. La mano le temblaba por el peso y el temor proporcionalmente.
- ¿Estáis dispuesto?- preguntó el capitán a punto de arrimar el mueble que activaba la puerta.
- No-  contestó a modo de ruego.
El capitán movió el mueble y la puerta se abrió. La embestida fue brutal y, ni que decir tiene, Juan Barreto retrocedió lo suficiente para no participar en ella. No podía distinguir quién era más salvaje, si los resucitados o el militar. El acceso estrecho al pasadizo jugaba a favor de Cardosa, pues los atacantes entraban de uno en uno, eso sí, con la fuerza propia de las bestias llegadas del infierno. El capitán solo tenía que clavar su espada con mano firme en sus cuellos y girar a izquierda o derecha para cercenar las cabezas.
- Muy inteligentes no parecen, en verdad- señaló el capitán una vez que las tres cabezas cayeron a sus pies-. ¿Cuántos de estos desgraciados visteis en esas ruinas? Juan Barreto, haced el favor de reaccionar y decidme cuántos visteis.
- No lo sé, quince, quizás veinte.
- Santo Dios, veinte de estas criaturas. Vamos, no debemos perder tiempo.
Los dos salieron al pasillo. Juan Barreto caminaba a resuello del oficial deseando contagiarse de un poco de su coraje.
- Lo primero es reunir en la sala de armas a la servidumbre que quede y a mis hombres.
- ¿Y Rocío y su padre?
- Rocío es lista y el conde un cobarde, cualidades ambas para sobrevivir un tiempo. Por eso no podemos demorarnos. ¡Cuidado!
Justo al final del pasillo les sorprendió una criatura que iba directa a Juan Barreto. La espada del capitán le cortó la cabeza a tiempo.
- Ese ha estado cerca- dijo como si le hubiera molestado un mosquito. El maestro quiso preguntarle cuál no había estado cerca hasta ahora pero no lo hizo.
Cuando alcanzaron la baranda desde la que se veía el salón de entrada quedaron desolados. Cinco resucitados se repartían los restos de la guardia del capitán.
- Santo Dios- murmuró el capitán- ¡Mis hombres! ¿Estáis seguro de que esa maldita bruja ha muerto?
-Sí, ellos la mataron- le contestó señalando a los antropófagos.
-Bien- aprobó el capitán complacido-. Ahora, a por ellos. Bajad con sigilo. Están demasiado concentrados en la comida. Honremos a los muertos, a los de verdad.
En efecto, la carne humana causaba una especie de hipnosis en los resucitados, de tal modo que ninguno ofreció resistencia a perder la cabeza. El último a punto estuvo de reaccionar pues el maestro, agobiado por la indecisión, se tomó  su tiempo para dar el golpe de gracia. Cuando los ojos del monstruo se iluminaron y se disponía a saltar sobre su cuello, Cardosa apareció con su espada.
- Por Dios, en verdad que me resulta un misterio lo que  ha visto Rocío para respetar vuestra vida.
En la cocina dieron cuenta de dos resucitados que devoraban los cuerpos de las cocineras.
- Con estos dos me suman once de estas criaturas del demonio- señaló el capitán.
- Quizás no lleguen a veinte- comentó con cierta timidez el maestro, quien a continuación narró la batalla entre los resucitados y la banda de la vieja.
- Bueno, pues, en efecto, quizás sean menos.
Justo en ese instante unos gritos humanos llamaron su atención.
- ¡El Conde!- exclamó el capitán-. Sus gritos vienen del exterior.
Las voces de auxilio del noble eran cada vez más intensos y orientaban al capitán hacia las caballerizas. Justamente, allí hallaron a don Juan siendo atacado por uno de los resucitados que se esforzaba por morderle en el cuello. El capitán le cogió por el pelo y tiró de él hacia atrás. Con la energía de aquel gesto, la criatura golpeó con su puño la barbilla del militar. Era la primera vez que uno de ellos le tocaba, provocando que se enfureciera. Su movimiento de espada fue tan raudo que Juan Barreto solo pudo ver cómo la cabeza rodaba por el suelo.
-Socorro, socorro- gritaba el noble protegiéndose la cara con las manos. Cardosa hacía cuanto podía por calmarlo-. ¡Un exorcista, un exorcista!- clamaba. No fue hasta que el capitán le golpeó la mejilla con la mano abierta que el conde enmudeció. Sus ojos atónitos miraban al capitán.
- ¿Cómo os atrevéis?- exclamó el conde con la dignidad que no había tenido hasta ese instante.
- Lo consideré necesario- explicó el capitán con decisión- Decidme, ¿dónde está vuestra hija?
- ¿Qué son estas cosas?- dijo señalando al cadáver-, están por todas partes.
- Conde, por favor, vuestra hija.
- Teníais que haberles visto atacar a la servidumbre.
-Conde, os lo suplico- alzó la voz el capitán-, ¿dónde está vuestra hija?
- Mi hija- empezó confuso-. Ha huido. Ha ido al bosque.
- ¿A caballo?- inquirió Cardosa.
- Sí.
El capitán dedicó a la inteligencia de Rocío una amplia sonrisa. Luego miró al maestro.
- Señor Barreto, parece que nuestro viaje empieza con un día de antelación.
- ¿Qué queréis decir?
- Que nos vamos. Elegid un caballo.
- Esperad, esperad- intervino el Conde asustado-. ¿No iréis a abandonarme así?
- Creo que hemos acabado con todos aquí. ¿Persiguió alguno de estos demonios a vuestra hija?
- Dos, creo, pero, insisto: no podéis iros.
- Conde, con todos los respetos: Rocío no huye de estos monstruos; huye de vos.
El noble reaccionó ante aquella deducción inapelable. El miedo se desvaneció.
- Esperad aquí. Señor Barreto, venid conmigo.
- ¿A dónde?-preguntó el maestro nervioso.
- A por la cartera, por supuesto. No podéis iros sin ella.
- Estaré en la puerta principal con dos caballos. Apresuraos o partiré solo.
Noble y maestro corrieron torpemente hacia la casa. Don Juan se santiguó espantado ante el grotesco escenario de cadáveres y sangre que hallaron en la entrada.
-Vamos, señor Conde, que hay prisa- le espetó Juan Barreto cogiéndole del brazo.
Subieron las escaleras y llegaron al despacho del aristócrata, quien, de inmediato, empezó a remover la montaña de papeles y sobres que descansaban con desorden sobre la mesa.
- ¿Dónde está?, ¿dónde demonios está?- se decía don Juan ansioso. De pronto, una sonrisa apareció en su rostro-. Ah, la he encontrado- y levantó la cartera del escribano como si se tratara del premio de un feriante-. Vámonos.
En cuanto se volvieron para enfilar la puerta quedaron plantados por el terror. Un resucitado se hallaba frente a ellos examinándoles. Sus ojos estaban incendiados de hambre, lo que significaba que la acometida no tardaría en producirse. El pequeño gemido que exhalaba fruto de su excitación era casi tan horroroso como su propia figura ensangrentada. Juan Barreto no podía darse cuenta, pero el conde le hacía a la criatura indicaciones con los ojos para que atacara al maestro. Sin embargo, el sobrepeso del noble fue razón más que suficiente para que el elegido fuera él. Dando un grito espantoso, el resucitado se abalanzó contra don Juan. El noble le acompañó en el grito y se cubrió la cara con la cartera. No obstante esperar a una muerte segura, se extrañó de no haber recibido la embestida. Al bajar lentamente la cartera de su vista, vio cómo Juan Barreto había ensartado su espada por la mejilla del salvaje. Hallábase pues como si hubiera pescado un esturión: el resucitado por zafarse y Juan Barreto sorprendido de su propia destreza y valentía. Tanto empujó el maestro que acabó atravesándole la cabeza. Un jeito certero hacia la derecha y el monstruo cayó a sus pies decapitado.
- Oh, qué horror- se quejó asqueado el noble apartándose del cadáver.
- Conde, la cartera, la cartera.
- Oh, sí- antes de dársela se detuvo-. Don Juan Barreto- señaló emocionado como si dictara sentencia-, salvasteis la vida de mi hija y ahora habéis salvado la mía. Os estaré eternamente agradecido- y le entregó la cartera-. Id con Dios y encontrad a mi hijita- le gritó mientras el maestro salía corriendo de la habitación.
Mientras se acercaba a la puerta principal, Juan Barreto cayó en la cuenta de que jamás había montado a caballo.
- Por dios, señor Barreto, que estáis por agotar mi paciencia. Montad.
Juan Barreto le miró suplicante.
- Es que no sé.
Cardosa se cubrió desesperado la cara con la mano.
- Que me aspen si entiendo  por qué demonios seguís con vida. Escuchadme, no tenemos tiempo. Montad y agarraos bien. Tened presente que si caéis no me detendré a socorreros.
Intentaba subir a la bestia el maestro cuando oyeron un grito de desesperación. Ambos se volvieron en busca de su origen y vieron a un hombre corriendo hacia ellos tan veloz como su avanzada edad le permitía. Juan Barreto empuñó decidido su espada.
-¿Pero qué hacéis, señor Barreto?- preguntó alarmado el capitán-, ¿no veis que es uno de los aldeanos?
Aguzó la vista el maestro para reconocer avergonzado su error.
- Señor, Cardosa, capitán, capitán- gritaba el campesino-. Protegednos, señor. Una maldición, una catástrofe, unos salvajes atacan el pueblo.
- Nada puedo hacer por vosotros esta vez. Mis hombres han caído y he de partir.
- ¿Pero qué podemos hacer?- preguntó con angustia.
- Sed valientes y atacadles. Solo caerán si les cortáis la cabeza- el capitán espoleó al caballo y este salió al galope-, y aseguraos que no quede ni uno de ellos en pie- alcanzó a gritar.
Juan Barreto miró impotente al campesino y le ofreció su espada. Este la cogió agradecido.
- Yo también he de irme- dijo el maestro con timidez. A la tercera subió al caballo pero la bestia permaneció inmóvil. Únicamente movía la mandíbula para rumiar. El jinete sonreía al jornalero mientras le daba palmadas al caballo para que reaccionara sin ningún éxito. De pronto, un fuerte silbido proveniente de los labios del militar activó al caballo que se encabritó para salir a toda velocidad- ¡Ay, Dios!-, pudo clamar el maestro mientras se aferraba al cuello del animal.
El capitán observaba malhumorado desde el bosque la carrera del caballo.
- ¿Cómo se para esto?- le gritó Juan Barreto al pasar a su lado  como una saeta. El Capitán se rindió ante semejante despliegue de ineptitud y sonrió. Fustigó a su caballo y galopó como el viento para alcanzar al maestro, que no cesaba de suplicar al caballo para que aminorara su carrera. Adentrado ya en el bosque vio que un hombre permanecía inmóvil de espaldas a él. Comenzó a gritarle para que se apartara, pero el hombre solo alcanzó a volverse. Justo antes de que el caballo le embistiera tuvo la sensación de que se trataba de uno de los resucitados que debían estar persiguiendo a Rocío. Giró la cabeza para ver la reacción del capitán y quedó más aliviado al ver cómo Cardosa le cortaba la cabeza al pasar a su lado.
Cuando el capitán le alcanzó, pudo coger sus riendas y calmar al caballo.
- ¿Estás bien?- le preguntó el militar.
- Sí.
- Le preguntaba al caballo- dijo con seriedad.
El maestro prefirió ignorar aquella respuesta hiriente.
- ¿Ese hombre era uno de ellos?
Cardosa asintió con la cabeza.
- Ya solo nos queda uno- dijo el oficial.
- ¿Dónde podrá estar?
- Persiguiendo a Rocío, eso seguro. Sigamos.
Continuaron los dos jinetes hasta hallar un caballo sin dueño junto al puente de un río de corto caudal y aspecto profundo. Cardosa puso mala cara al comprobar la marca sobre el lomo del animal.
- Es del Conde. Me temo que rocío haya desmontado.
- ¡Rocío!- gritó el maestro al bosque.
- ¿Qué hacéis?- protestó el capitán-. Sois más bestia que esos salvajes. Callaos.
Desmontó el capitán y el maestro le imitó torpemente. Cardosa pronto se inclinó buscando algún rastro.
- Huellas- dijo al fin- de dos personas, parece ser- justo en el momento en que levantaba la cabeza una resucitada se abalanzó sobre la espalda del maestro.
- ¡Dios mío, quitádmela, ayudadme- gritaba el maestro sin dejar de moverse- ¡me muerde, me muerde!
-Pero estaos quieto, hombre de dios.
- ¡No puedo, no puedo!
Tanto giró Juan Barreto sobre sí mismo que la mujer acabó soltándose para ir a caer al río. Militar y maestro quedaron observando cómo se hundía.
- ¡Jum!- Soltó con orgullo Juan Barreto-, así aprenderá.
El capitán le miró incrédulo ante aquel comentario.
- Juan Barreto, eso de ahí ya está muerto. No se va a ahogar.

Asimilaba el maestro la lógica aplastante de esa información cuando una mano emergió del río para cogerle el pie y arrastrarle hasta el agua. Compaginaba Juan Barreto las ahogaduras que le causaba la resucitada en sus intentos por morderle la yugular con gritos de auxilio. Cardosa suspiró resignado, se descalzó con calma, se desvistió con parsimonia las prendas que no deseaba que se mojaran, volvió a suspirar y, finalmente, se lanzó al agua espada en mano.




27

            Dedicaron toda la tarde a buscar a Rocío. Exhaustos por el hambre y el cansancio de tan agitado día, maestro y capitán hubieron de reconocer su derrota. Con el frío en el cuerpo y las ropas todavía húmedas, el capitán encendió un fuego con el que se abrigaron hasta que llegó la noche. Dos liebres cazadas por el militar hicieron los honores de la cena. Cardosa masticaba en silencio y claramente contrariado por el nulo éxito de la exploración. Sus ojos se debatían entre aceptar unos recursos para la supervivencia que en Rocío desconocía tan certeros o empezar a aceptar su fallecimiento. Reconocer esto último estaba aún lejos de su intención por lo que no le quedaba más remedio que admitir la inteligencia de su amante; y eso le escocía.
            Por extraño que pudiera parecer, Juan Barreto se sentía bien en la intemperie. Veía en la figura de Cardosa una especie de protector infalible al que, no obstante, era aconsejable no soliviantar. A pesar de su amenaza de muerte y consciente de que no despertaba ninguna simpatía al capitán, había concluido por admirarle. A sus ojos, las destrezas del militar parecían inagotables. Curiosamente, Cardosa pensaba lo mismo de su compañero pero justo a la inversa.
            - Decidme, Juan Barreto- empezó diciendo el capitán rompiendo el silencio de la cena campestre y buscando distraer con ello su pensamiento de la joven andaluza- ¿Vos cómo sois tan torpe?- el maestro dejó de masticar sorprendido por semejante cuestión-. Sí, no me miréis así, no había conocido un mostrenco como vos en toda mi vida. ¿Es algo natural en vos?, ¿lo tenéis de nacimiento o es algo que habéis ido adquiriendo tras muchos años de esfuerzo?
            De no ser por las sombras que la hoguera proyectaba sobre sus rostros, Cardosa hubiera visto el sonrojo del maestro en toda su inmensidad.
            - No sabéis usar la espada, no sabéis montar, ni cazar, ni encender un fuego. ¿En serio fuisteis vos quien salvó a Rocío de la vieja noctámbula? Y lo más importante, lo que me causa más curiosidad: ¿cómo habéis sobrevivido hasta hoy?
            - Olvidáis que soy un maestro- dijo recomponiéndose al fin Juan Barreto.
            - Habéis pasado demasiado tiempo entre libros, ¿y de qué os ha servido?-preguntó con la retórica de quien se sabe superior-, a la vista está que para nada.
            Reflexionó unos segundos Juan Barreto sobre el ataque frontal que estaba recibiendo. No cuestionó si era injusto o no, eso fue lo más sorprendente, sino la veracidad de tal afirmación. ¿Habría pasado demasiado tiempo entre libros? ¿Estos le habían permitido aprovechar la vida o habían supuesto un obstáculo a largo plazo? Viendo la agilidad del capitán para salir con solvencia de cualquier aprieto, concluyó rápidamente que, efectivamente, quizás las cuatro paredes de su escuela le habían impedido desenvolverse mejor en los aspectos que realmente importaban de la existencia.
            - Pero no os desaniméis, maestro- continuó el capitán con afecto-, mientras yo esté cerca no os pasará nada- y sonrió-. Ah, lo que daría por un buen trago de vino.
            - ¿Y qué me decís de vos?- preguntó animado.
            -Yo no os tengo que decir nada de mí- protestó Cardosa-. Además, seguro que anoche supisteis lo suficiente observándonos- Juan Barreto avergonzado bajó la cabeza-. Venga, venga, que os azoráis por nada. Preguntad.
            El maestro levantó la vista animado por el consentimiento dado.
            - ¿Cómo es que sois tan... ágil?
            Cardosa arqueó las cejas extrañado.
            - No lo soy tanto. ¿Lo creéis así?
            - Oh, ya lo creo que sí, ni en todas las pelícu…-hubo de cortar esa palabra en seco-, quiero decir que ni en todos los libros que he leído he conocido un personaje como vos.
            - Ja, entonces no habéis leído tanto como yo pensaba. No, Juan Barreto, si yo fuera tan diestro como vos os empeñáis en asverar habría encontrado ya a Rocío.
            Tan fascinado estaba Juan Barreto por la figura del capitán que había olvidado por completo a la lozana andaluza.
            - ¿Teméis que le haya sucedido algo?
            Cardosa miró a los lados como si quisiera encontrarla entre las sombras. Finalmente, suspiró contrariado.
            - Rocío es una superviviente nata, ya habéis tenido ocasión de comprobarlo. Creo que ha conseguido salir de este bosque.
            - ¿Sin el caballo?
            - Sin el caballo- repitió pensativo.
            Como no podía ser de otra manera en un bosque, la mañana fue saludada por un sinfín de pajarillos. Para Juan Barreto resultó un dulce despertar semejante música, no así para el capitán Cardosa, quien refunfuñaba mientras recogía sus cosas y ensillaba el caballo.
            - ¿Qué sucede?- preguntó Juan Barreto con lógica confusión.
            - He sido un necio, Juan Barreto. Tanto que alababais mis destrezas anoche y no he sido más que un principiante ignorante a manos de esa mocosa insolente, maldita la hora en que la conocí.
            - ¿Pero qué ha sucedido?
            - El caballo sin jinete no era más que una treta, un vulgar señuelo, y he picado, vaya si he picado, como un auténtico merluzo. Ella ha ido por el río, por eso no encontramos rastro alguno. Di por sentado que le habría asaltado uno de esos resucitados del infierno, el caballo se habría encabritado haciéndola caer. ¿Pero y si cayó al río? Vamos, ya hemos perdido bastante tiempo. He supuesto que no sabíais ensillar un caballo, así que ya he preparado el vuestro.
            Ambos jinetes empezaron a avanzar uno a cada vera del río. El oficial había atado a su silla las riendas del caballo de Rocío.
            - Aunque no creo que seáis capaz de advertir nada, estad atento a cualquier anomalía del terreno.
            - Pero, capitán, este río es profundo, ayer tuvimos ocasión de comprobarlo. ¿De verdad pensáis que Rocío lo nadó hasta hallarse a salvo?
            - Hay partes no tan profundas donde habrá podido caminar sin esfuerzo. Por eso os ruego que os fijéis.
            A mediodía hicieron un alto, no por descanso, sino porque algo había llamado la atención del militar. Le indicó con su índice que no hiciera ruido y descendió. Tras unos pasos, se inclinó en la orilla.
            - Aquí, ¿veis? Unos pasos y parecen ligeros. Por aquí salió. ¿Qué os había dicho?- añadió animado-. Vamos, desmontad. Caminaremos.
            Juan Barreto obedeció y siguió los pasos del capitán temeroso de estropear alguna pista con sus pisadas. Observaba atentamente cada uno de sus gestos, incluso el del olfato.
            - ¿No lo notáis? Huele a quemado.
            - Supongo que ella también sabe hacer una hoguera- comentó Juan Barreto temiendo que el capitán se le adelantara con una chanza sobre el tema.
            - No os subestiméis tanto, Juan Barreto, olvidáis que Rocío es hija de noble. Os aseguro que no ha hecho nada por sí misma en toda su vida.
            - Pero se ha escapado varias veces de su padre.
            - Bueno, digamos que para eso tiene otras habilidades- dijo sonriendo ante la forma que había encontrado para definir las destrezas de la joven-. Sigamos.
            Al poco llegaron a un pequeño descampado en cuyo centro agonizaban las cenizas de lo que parecía haber sido un gran fuego. El capitán permaneció unos segundos rodeando los restos de la hoguera.
            - Ha tenido suerte- dijo con una sonrisa-, esa maldita ha tenido suerte.
            - ¿Qué queréis decir?
            - ¿Es que no lo veis, por dios santo? Pisadas, decenas de pisadas. Juraría que hasta ha habido un baile aquí esta noche. Gitanos, seguramente. No muy lejos hay una población y los vendedores ambulantes y feriantes son numerosos. Me juego mi puesto a que los gitanos acogieron a nuestra presa.
            - O quizás la hayan agredido- añadió Juan Barreto.
            - Eso jamás- sentenció el capitán al borde de la ofensa-. Los gitanos siempre acogen a los desamparados y a Rocío no le habrá costado mucho hacerse pasar por uno.
            Cabalgaron poniendo paso vivo rumbo al pueblo cercano. Ganaba confianza en sí mismo, y en el caballo, el maestro con el paso del tiempo, llegando incluso a abandonar el cuello del animal para depender únicamente de las riendas. En cuanto aparecieron las primeras casas, Cardosa aminoró el ritmo.
            - ¿Puedo haceros una pregunta?- se atrevió a solicitar Juan Barreto.
            Cardosa lo miró con la sonrisa de la suspicacia.
            - Adelante- dijo al fin-, aunque sospecho cuál es vuestra intriga.
            - ¿Por qué no servís en el ejército?
            - No erré en mi intuición- comentó satisfecho de sí mismo-. Es una larga historia, señor Barreto. Si os hacéis digno merecedor de ella, os la contaré; si no, os cortaré la lengua si volvéis a preguntarlo, podéis estar seguro.
            Juan Barreto dedujo que aún no era merecedor del pasado de Cardosa, de modo que optó por continuar en silencio.
            - Esperad aquí- le dijo cuando llegaron a un pequeño espacio abierto que hacía las veces de plaza.
            Cardosa desmontó y se acercó a un grupo de hombres que veían pasar el tiempo sentados en un banco de madera. El aspecto famélico de aquellas personas golpeó severamente el ánimo del maestro, pues le recordó amargamente la situación de muchos de los jornaleros de su pueblo. Las mujeres que pasaban lo miraban con la avidez que genera el hambre. Los niños desnutridos no tenían motivos para sonreír. El maestro bajó la vista hasta que retornó el capitán.
            - Estuvieron aquí los gitanos. Me hablan incluso de una joven hermosa que no parecía de esa familia.
            - Acertasteis- le señaló con admiración.
            - Yo no acierto, Juan Barreto. Yo aseguro- Cardosa montó el caballo con gesto de pocos amigos-. Los gitanos al comprobar que aquí poco podían vender, siguieron camino.
            - ¿Os dijeron hacia dónde?
            - Hacia Toledo- contestó agrio.
            La mera mención de esa ciudad impresionó al joven  maestro. Toledo.
            - ¿Iremos ahí?
            - Por supuesto- contestó empezando a avanzar.
            - Pero no parecéis muy contento con la idea.
            - Habláis demasiado, Juan Barreto. Mala cualidad para acompañar a un militar.
            Cardosa ordenó galopar a su caballo. Cuando el maestro quiso darse cuenta, ya había desaparecido de su vista. Un silbido prolongado de origen lejano precipitó a su caballo haciéndole correr veloz tras su amo.



28

            La intención de Cardosa de alcanzar a la familia gitana antes de que llegaran a Toledo se saldó en fracaso. Una tormenta eléctrica, de esas que nos brindan las tardes de verano, espantó al caballo que montara Rocío y que llevaba el maestro, obligando a emplear al militar un tiempo que no tenía en su búsqueda.  Había, pues, que añadir a sus planes frustrados la pérdida de uno de los tres equinos. Sintiéndose responsable del desastre, Juan Barreto había optado por no abrir la boca en lo que restara de camino, sabia decisión, teniendo en cuenta el rostro impenetrable del oficial. Forzada una noche más de lo previsto al raso, llegaron a su objetivo al despuntar la segunda mañana de la persecución.
            Cuando la ciudad de Toledo apareció ante los ojos de Juan Barreto, creyó estar inmerso en un cuento de hadas, tal era el hechizo que la urbe había provocado siempre en su ánimo. En su época de estudiante gustaba de visitarla cada vez que surgía la ocasión. Le fascinaban sus calles estrechas y laberínticas enrocadas sobre sí mismas, las plazas escondidas, su sabor a historia, la piedra viva, las tabernas tertulianas, sus bocadillos de pimiento, el reguero artesano disperso por doquier, su cálida repostería, y su imponente catedral, la forja de sus espadas. Quedaba pasmado y con la boca abierta ante tan majestuoso edifico encajonado en la ciudad con pericia de cirujano. Él nunca había sido especialmente religioso. La visión del párroco de su pueblo compartiendo con frecuencia la mesa del terrateniente le había ido alejando de la justicia divina, pasando a ser una especie de creyente desencantado por tales incoherencias. Sin embargo, debía proclamar sin complejos que la visión del templo toledano despertaba invariablemente en él un estremecimiento profundo que siempre había atribuido a su fe perdida abriéndose paso en su alma. Ahora, encarando ya la loma sobre la que se había enraizado la ciudad,  temblaba ante la oportunidad de ver de nuevo el magnífico templo.
            A medida que remontaban la ciudad, observaba Juan Barreto que Cardosa no solo  mantenía su hermetismo sino que su rostro se iba arrugando como una pasa en una clara mueca de desprecio y odio. De hecho, se percató de que algunos toledanos le miraban como si le reconocieran, coincidiendo todos ellos en ocultarse en sus casas tras su paso.
            Llegando a la plaza del Zocodover un algarabío creciente les llamó la atención. En efecto, justo en el centro de la plaza una mujer de raza gitana no paraba de porfiar algo sobre una injusticia. Intuyendo que en aquella mujer podía hallar una pista, Cardosa se acercó a ella.
En un castellano casi ininteligible pedía la mujer con desesperación que alguien le ayudara. El gentío reunido la miraba con cierto interés, pero sin ningún ánimo de auxiliarla, como si sus quejas fueran en sí un espectáculo que les entretuviera la mañana. Cardosa desmontó indicándole al maestro con un gesto que le aguardara.
            - Cálmate, buena, mujer, que parece que se te haya llevado el demonio- le pidió el capitán al tenerla delante.
            - El demonio no, la guardia, la guardia, que no sé que es peor- le dijo a una velocidad casi inaudible.
            - Cuéntame lo que te ha pasado y veré si puedo ayudarte.
            La gitana al oír que Cardosa mencionaba un posible socorro, se arrojó a sus pies agradeciéndoselo.
            - Pero que aun no sé si puedo hacer algo por ti- le espetó el militar- Anda, levanta y cuéntamelo.
            Después de continuar agradeciéndoselo unas veinte veces, alcanzó a contar la gitana que había llegado con su familia a la ciudad la noche anterior.
            - ¿Acaso venía con vosotros una paya?
            La mujer tornó su mirada en desconfianza, como si hubiera descubierto en los ojos del militar un brujo escondido.
            - ¿Cómo lo sabéis?
            - De modo que venía con vosotros una paya.
            - Apartaos de mí, ¿quién sois?- y retrocedió unos pasos.
            - Alguien que puede ayudarte, maldita sea- le dijo cogiéndola por el brazo para que no huyera-. Dime qué demonios te ha ocurrido para que vayas asustando a los niños con tus gritos de gata encelada-. Le espetó remarcando ahora su impaciencia.
            Tras respirar profundamente, y echarse a la espalda su larga cabellera gris, la mujer relató cómo, nada más llegar por la mañana a esa misma plaza, habían decidido montar un pequeño espectáculo de baile. La paya a la que habían acogido en el bosque se había prestado de buen ánimo a protagonizar la danza.
            - Teníais que haberla visto bailar- comentó la mujer con admiración interrumpiendo un instante su relato.
            - Me lo puedo imaginar- contestó Cardosa con un sarcasmo que, como es obvio, la gitana no pudo detectar-. Continua.
            Atraída por el sensual movimiento de la bella muchacha, una marabunta no había tardado en rodearles, haciendo pensar a la familia que con ella se harían de oro en la plaza.
            - Pero algo ocurrió, ¿no es así?
            - Lo mismo que un cuervo grande y negro llegó un joven acompañado de la guardia. Luego supe que era el hijo del gobernador.
            - El gobernador- lamentó el militar cerrando los ojos.
            La llegada del joven animó a Rocío a marcar aún más el movimiento turbador de su cuerpo. Disfrutaba viendo cómo se encendían los ojos del nuevo admirador. Sin embargo, este, quizás acostumbrado a arrebatarlo todo a su antojo, la agarró por la cintura interrumpiendo su feliz baile. En vista de que no la soltaba, la joven le escupió desafiante en la cara. De inmediato, y ante las risas de la concurrencia, ordenó a la guardia que le acompañaba que la apresaran a ella y a la familia gitana.
            - Yo pude escabullirme entre la muchedumbre y desde entonces no he parado de suplicar ayuda. ¿Me ayudaréis? Vos parecéis un buen payo.
            - No te guíes por las apariencias- le dijo desviando la vista-. Veré lo que puedo hacer.
            La gitana se arrojó de nuevo a sus pies para besárselos. Luego de mucho batallar, el capitán pudo quitársela de encima y llegar junto a Juan Barreto.
            - ¿Y qué le puede ocurrir?- preguntó inquieto el maestro una vez que Cardosa le narró lo sucedido.
            - Ha caído en las peores manos posibles. El gobernador no es muy razonable, que digamos.
            - ¿Le conocéis?
            - Por desgracia, sí.
            - Entonces lo tenemos más fácil.
            - No lo creáis así. Será todo menos fácil.
            De camino al palacio del gobernador, Juan Barreto no podía menos que asombrarse del bullicio de las calles. Todos los estamentos sociales se mezclaban en un sinfín de puestos ambulantes, tabernas y tiendas. Aunque era perfectamente consciente de que su pensamiento debía formularlo al revés, le fue del todo imposible evitar pensar que la ciudad no había cambiado en lo más mínimo desde la última vez que la había visitado. Sonrió. Aquello era como si la ciudad lo hubiera visitado a él y no al contrario. Se sentía como un observador privilegiado contemplando a una galaxia tan inocente como distraída.
            - ¿Hay motivos acaso para sonreír?- le preguntó seco el capitán sacando la cabeza de su encierro emocional.
            - Esta ciudad siempre me ha gustado.
            - No sabía que la conocierais.
            - De mi época de estudiante.
            - Entonces no os será ajena la fama de intolerable que se gasta el gobernador.
            - Algo oí, sí- confirmó el maestro sin querer contrariar a su acompañante.
            El palacio del gobernador se levantaba esplendoroso frente a la catedral. Junto a la entrada dejaron a los caballos.
            - ¿Os espero aquí?-preguntó Juan Barreto escondiendo sus ansias de entrar en la catedral.
            - No, vos venís conmigo.
            Un lacayo elegantemente uniformado y de porte escuchimizado fue el primer obstáculo que tuvieron que sortear.
            - Avisa al secretario de su excelencia que el capitán Cardosa ha venido y quiere verle- El criado observó de arriba a abajo el aspecto sucio y desaliñado del militar-. Insolente- le gritó - ¿Cómo osas insultarme con esa mirada? Ve rápido antes de que te ensarte como a un pollo- le amenazó llevándose la mano a la espada. Cardosa se percató del impacto que aquella reacción había provocado en el maestro-. Tenéis que haceros respetar, Juan Barreto. Este mundo al que no hemos pedido nacer nos obliga a ello.
            Con cada gesto y palabra que le dedicaba Cardosa, Juan Barreto se veía más como un alumno que como un maestro. Quiso agradecerle el comentario con una sonrisa, pero la llegada del secretario se lo impidió.
            - Si no supiera que estos son mis ojos los acusaría de embusteros- señaló emocionado el secretario- ¡Cardosa!- ambos se dieron un prolongado abrazo que hizo suponer a Juan Barreto que la liberación de Rocío sería más rápida de lo temido-. Pero si habías jurado no volver a pisar esta ciudad.
           - Ah, Alejandro, no hay juramento que valga contra el destino. Te presento: este es mi ayudante, Juan Barreto.
            El secretario sonrió cortés. Su elegancia iba pareja a su físico, siendo el rostro afilado y su sonrisa sincera, aunque lo que más llamó la atención al maestro fue su largo cabello negro caído sobre los hombros, figurándose en él la viva imagen de Descartes en sus años mozos.
            - Extraño nombre, pero os declaro amigo mío igualmente, Juan Barreto, puesto que lo sois de este gran hombre. Venid, subamos. Y dime, cuéntame qué es eso tan importante que te ha hecho romper tu juramento- le pidió al capitán mientras subían las escaleras. Juan Barreto miraba encandilado el lujo de aquella vivienda.
            - Una mujer llamado Rocío.
            - Ah- exclamó alegre acusándole con su índice.
            - No, me temo que no es lo que tú piensas- se apresuró a aclarar-, a esta la detuvieron por escupir al hijo del gobernador.
            Alejandro se detuvo.
            - ¿La que bailaba con los gitanos?- preguntó llevándose la mano a la boca.
            - Sí, es preciso que pueda hablar con su excelencia.
            - Pues en verdad que es una cuestión espinosa, mi viejo amigo.
            -En nombre de nuestra amistad, te pido una audiencia con él.
            - No, no me has entendido. En eso no tendré mayor contratiempo pues don Arturo confía en mí. El problema es su hijo, Arturito. No sabes los apuros por los que me hace pasar él y el vicio que padece por las mujeres.
            - Ese vicio es el responsable de que la mujer que busco esté ahora en prisión.
            - Sí, junto con toda la familia gitana.
            - ¿Qué les pasará?- se atrevió a interrumpir Juan Barreto.
            Los tres encaraban ya el ancho pasillo que conducía al despacho del secretario.
            - Pinta mal, la verdad, el dichoso Arturito es muy orgulloso, como no podía ser de otra manera-, comentó en un murmullo cansado el secretario- y su padre le ha consentido siempre todo. He hecho lo posible porque estas irregularidades lleguen al rey, ya sabes que es el único que puede amonestarles, pero hasta ahora no he tenido éxito, he de confesarlo con gran pesar- les abrió las puertas de sus dependencias-. Ahora espera aquí, buen amigo. Veré lo que puedo hacer.
            Cardosa permaneció mirando fijamente a Juan Barreto.
            -No digáis ni una palabra. Permaneced junto a mí cuando estemos en presencia del gobernador y no abráis la boca ni para respirar- dijo y se señaló la nariz-. Respirad por la nariz.





29

Oficial y maestro entraron en la admirable, aunque algo estrecha, sala de audiencias del gobernador. Los tapices encandilaron a Juan Barreto. El secretario, dos pasos por delante, anunció, con una ligera reverencia los nombres de los visitantes. El gobernador portaba un traje oficial con una peluca de tono castaño que le rebasaba los hombros. A su lado, con una pose tan amanerada como forzada, se hallaba una réplica más joven de él, pelo postizo incluido. Juan Barreto supuso que se trataría de Arturito. Quiso reír el maestro ante tan ridícula postura y, por supuesto, de sus pelucas. La escena le resultó de lo más anacrónica, incluso para ese siglo, recordándole las afectadas reproducciones que había visto de Luis XIV en los libros de historia.
            - Capitán Cardosa- empezó el gobernador con fingida pompa-, mi secretario, aquí presente, se ha librado de una buena reprimenda, pues de entrada no le he creído cuando me ha anunciado tu visita. Capitán es un rango que se te queda algo corto, teniendo en cuenta tu pasado, ¿no lo crees así?
            - Excelencia- saludó Cardosa con una pronunciada reverencia, aunque conteniendo su ira con una siempre eficaz presión de su mandíbula. Al ver que Juan Barreto no se inclinaba le golpeó con el puño en el estómago, forzando así su reverencia, si no por educación,  por falta de aire. El gobernador se dio por satisfecho.
            - Por lo visto estás aquí para reclamar la liberación de una joven.
            - Reclamar nunca, excelencia; apelar a  vuestra generosidad y sentido de la justicia, en todo caso.
            - Veo que no has perdido las formas, Cardosa- dijo sonriendo el gobernador-. Eso me place- miró entonces a su hijo, que continuaba con el aire altanero que le caracterizaba-. Verás, parece ser que esa joven ha tenido un comportamiento más que ofensivo con mi hijo. Le ha escupido, nada menos, cuando ella ejercía su profesión de meretriz.
            - Os aseguro que la joven en cuestión no ejerce tal profesión, excelencia. Doy fe de ello pues es mi protegida.
            - Ah- exclamó con sorpresa-, ahora haces de niñera- y rió provocando una pequeña, aguda e insolente carcajada en su hijo-. ¿Y para quién?, si puede saberse.
            - Para don Juan Santana Sánchez.
            El gobernador hizo un gesto parecido al que genera la grima.
            - ¿El Conde de Cerronegro? Por dios, si no es más que un gordo y borracho caído en desgracia en la corte. Difícil me lo pones, la verdad, Cardosa. Vamos a ver- y se llevó la mano a la barbilla en clara y desmedida señal de que pensaba-. Ah, sí, resulta que mi hijo nos ha bendecido con una solución a tan delicado problema.
           Cardosa procuró disfrazar la desconfianza que le provocó tal anuncio y desvió la vista a su amigo el secretario, quien arqueó las cejas para indicarle que de tales palabras se podían recoger grandes tempestades.
            - Es bien sencilla, capitán- continuó el gobernador-. La grave afrenta consiste en que esa pu…la hija del Conde, quiero decir, escupió a mi hijo en la cara y delante de todos,  cuando ella bailaba voluptuosamente frente a él. Es lógico imaginar, y supongo que estarás de acuerdo conmigo en esto, que ante semejantes insinuaciones de la carne, se le despertaran sus pasiones. Pasiones que no han sido satisfechas- recalcó alzando la voz- todavía- y sonrió.
            - ¿Vais a proponerme…
            - Silencio, capitán, No te atrevas a interrumpirme, ¿o es que acaso esas tierras andaluzas te han barbarizado?- el gobernador respiró hondo para tranquilizarse-. Como decía, la solución es bien sencilla: la joven será liberada si accede a tener un encuentro con mi hijo que le desfogue sus pasiones. Encuentro, en el que, por supuesto, deberá quedar totalmente satisfecho- y posó con delicadeza su mano sobre el hombro de su retoño-¿Qué os parece?
            Cardosa meditó, no para buscar una respuesta, sino para hallar las palabras que usaría al planteárselo a Rocío. No olvidó tampoco la promesa que había hecho antes de acudir al gobernador.
-          De acuerdo, ella quedará libre y la familia gitana también.
            Padre e hijo hicieron un gesto de repulsa al mismo tiempo.
            - ¿Desde cuándo te preocupa esa chusma?- preguntó el gobernador como si tuviera delante a los gitanos.
            - Desde ahora.
            El gobernador buscó con la mirada la aprobación de su hijo.
            - Sea pues. Trae tú mismo a la prisionera, capitán, y, te lo advierto, alecciónala bien para el encuentro.
            - Descuidad, excelencia. En nombre del Conde de Cerronegro os estoy eternamente agradecido y pido humildemente perdón por la afrenta cometida por mi protegida- y se inclinó. Esta vez no le fue necesario golpear al maestro para que le imitara, solo amenazarle con un ligero amago del puño.
            Juan Barreto esperó a estar en el exterior del edificio para empezar a hablar.
            - ¿Creéis de veras que Rocío aceptará el trato?- preguntó expectante.
            - Más le vale. Ya habéis visto cómo se las gasta el gobernador y ese petulante de hijo que tiene. Y os lo advierto- le dijo deteniéndose y colocándose frente a él-, si queréis conservar vuestra vida, no me preguntéis por qué juré no volver a pisar esta maldita ciudad. ¿Estamos?
            La prisión no estaba lejos, pero llegar a la celda donde se hallaba la hija del conde llevó más tiempo de lo deseado por lo enrevesado y oscuro del lugar. Cardosa no pudo menos que maravillarse ante la joven pues incluso bajo esas circunstancias era capaz de mostrar toda su sensualidad.
            - ¿En serio me estás diciendo que ese es el precio de mi libertad?- le preguntó Rocío sin apenas alterarse y soplándose el flequillo- ¿Y la familia de los gitanos quedará libre también?
            - Forma parte del trato- le aclaró Cardosa, quien no tardó en recelar de la mirada de la prisionera-. Te lo advierto: no trames nada.
            - ¿Pero cómo te atreves?
            - Te conozco. Salgamos en paz de esta ciudad.
            - ¿Y ese cerdo por qué no me viola aquí mismo? ¿Quién se lo impide?
            Cardosa se encogió de hombros.
            - Supongo que tu consentimiento forma parte del castigo.
            Rocío guardó silencio y meditó su respuesta sin apartar los ojos de los de su amante.
            - Está bien- dijo con orgullo-, pero primero debo ver la familia liberada.
            - Rocío- señaló con cansancio el capitán-, ¿de verdad crees que estás en posición de exigir nada?
            - Esas son mis condiciones. De lo contrario, me verás pudrirme aquí y no habrás cumplido con tu cometido. A ver cómo se lo explicas a mi padre y a mi virgencita querida- y se sopló el flequillo.
            Cardosa emitió un pequeño rugido a modo de refunfuño.
            - Terca como una mula, vive dios- exclamó al fin para dar media vuelta y marcharse. En aquel momento, Rocío le mostró su sonrisa más pícara a Juan Barreto, quien no supo cómo reaccionar y se apresuró a alcanzar al militar.
            No pasó mucho tiempo hasta que trasladaron a Rocío frente a la puerta del palacio. Allí, junto a Cardosa y a Juan Barreto, esperó la llegada de la familia gitana. Por fin, asomó una patrulla al final de la calle que marchaba a paso vivo custodiando un grupo de personas. Cuando llegaron frente al edificio, militar y maestro no pudieron menos que sorprenderse pues la familia la formaban cerca de veinte miembros.
            - Vaya, habrán necesitado un ejército para encarcelarlos- exclamó para sí el capitán.
            Rocío, que llevaba las manos atadas, se acercó al patriarca de la familia, quien tenía la gratitud escrita en el rostro. La joven le sonrió con cariño y le besó la  mejilla, momento que aprovechó para decirle unas palabras al oído.
            - Trama algo- susurró Cardosa al ver ese gesto-. Estad atento - le pidió al maestro.
            El patriarca asintió agradecido e inmediatamente empezó a meter prisa a los suyos para que se fueran de aquel lugar. Rocío tuvo tiempo de brindarle una sonrisa de victoria a Cardosa antes de entrar en el palacio.
            - Ya no me cabe duda: trama algo.
            En aquel momento, una mujer se abalanzó muy efusiva sobre el capitán. Era la gitana de edad incierta a la que Cardosa había prometido ayudar. Se arrojó de inmediato a los pies del militar repitiendo una y otra vez sus alabanzas por su gesta. Cardosa, incómodo con la situación, trató con torpeza y algo de brutalidad a la mujer, quien no se rendía.
            - Dejadme al menos que os lea la mano y os adivine el porvenir- le pidió tratando de cogerle la mano.
            - Mi porvenir es la muerte, como el de todo el mundo- ladró.
            - Pero querréis al menos saber cómo os irá mientras viváis.
            - No, maldita sea- miró entonces al maestro y se le iluminó el rostro- léesela a este de aquí- y le señaló al maestro-, gitana testaruda y a mí déjame en paz. Él también ayudó a poner en libertad a tu extensa prole.
            - Como gustéis- señaló la gitana feliz con la opción ofrecida por el militar.
Juan Barreto se dejó coger la mano. Los ojos de la mujer iban y venían por sus líneas hasta que, improvisamente, se detuvieron. Sin soltar la mano, dio un paso atrás sobresaltada ante lo que acababa de ver. Miró a los ojos de Juan Barreto y luego a la palma de su mano, repitiéndolo varias veces como si quisiera verificar algo. Incluso logró llamar la atención del capitán.
- Santo Dios- exclamó al fin casi sin voz-. Vos…vos…- y le señalaba-, vos salvaréis el mundo. Vos…- y se arrojó a sus pies para besárselos.
- Este salvar al mundo- replicó Cardosa con sorna para luego reír.
Juan Barreto no sabía cómo reaccionar. Se miraba la palma de su mano incapaz de apreciar nada en ella salvo las marcas de las riendas y algo de roña. En aquel momento, el marido de la gitana se le acercó para reprocharle su tardanza, teniendo que tirar de ella para poder llevársela.
- Gracias señor, gracias, gracias- repitió la mujer hasta perderse de su vista. El maestro miró extrañado a Cardosa, quien no tardó en volver a reír.
Pasaron los minutos y la tediosa espera obligó a los dos a sentarse en los escalones de la entrada. Solo un guardia, impertérrito al fogoso calor, permanecía guardando la puerta. Cardosa apoyaba pesadamente la cabeza en su mano, mientras Juan Barreto pensaba en la escena de la gitana. Primero, el diablo le condena por querer destruir su obra, y ahora una gitana le anunciaba como salvador del mundo. Suspiró y colocó la cabeza en la mano imitando la postura del militar. Sus ojos se posaron desconsolados en la catedral, que con sus arcos le animaba a sumergirse en ella. Los caballos permanecían junto a ellos indiferentes a las intrigas humanas.
En medio del sopor del día y la espera interminable,  un grito terrorífico recorrió el palacio hasta escaparse por la puerta. Imposible para el capitán determinar si el origen se ubicaba en cuerdas vocales femeninas o masculinas. Como el grito se convirtió en un alarido interminable, militar y maestro se pusieron en pie y junto al guardia entraron alarmados en el edificio. Allí pudieron observar una escena difícil de calificar, aunque todo apuntaba hacia el patetismo. En la parte alta, el hijo del gobernador apareció desnudo cubriéndose la entrepierna con las manos mientras berreaba inconsolable. Sus gritos de dolor se perdieron con él al otro lado del pasillo. 
- Me parece que el vicio de ese muchacho ha sido cortado por lo sano- señaló estupefacto Juan Barreto.
En aquel momento llegó Rocío presurosa por bajar la escalera. Iba en ropa interior y portaba en las manos su vestido y los zapatos. Los tres espectadores no daban crédito a sus ojos, aunque el capitán empezaba a comprender la barbaridad que había cometido la joven andaluza, en especial cuando le pudo distinguir restos de sangre en torno  a la boca.
Entró entonces en escena el gobernador preso de furia en lo alto de la escalera.
- Detenedla, detened a esa puta- gritó encolerizado.
El guardia corrió al pie de la escalera pero Cardosa fue más rápido poniéndole la zancadilla para hacerle caer. Desenvainó su espada y la colocó en el cuello del guardia inmovilizándole.
- Muévete y estás muerto.
El soldado obedeció pávido. Rocío pasó entonces junto al capitán.
- Corre- le pidió ella con su sonrisa más artera.
El capitán suspiró cansado y pateó la cabeza del soldado para dejarlo inconsciente, tras lo cual corrió a por su amante. Juan Barreto miraba aquella acción incapaz de reaccionar. Rocío había montado ya el caballo del capitán. Éste saltó a la grupa con una habilidad impropia de su edad.
- Juan Barreto- gritó impaciente el militar-, despertad de una vez.
El maestro reaccionó, pero más por ver a la guardia bajando las escaleras que por el alarido del capitán. Salió del edificio y montó con desmaño su animal. Solo entonces espoleó Cardosa a su caballo. Pasados unos metros no tuvo otro remedio que silbar con fuerza para que la montura del maestro escapara con ellos. Pudo dedicar una última mirada a su añorada catedral, emplazando con un suspiro un futuro reencuentro.
Las calles de la ciudad se tornaron más estrechas aún a aquella velocidad, llegando a temer seriamente Juan Barreto lo irremediable de un accidente. Por suerte para los fugitivos, las personas se apartaban a tiempo en cuanto oía los cascos de los caballos.
- Para, para, para- le pidió con energía Rocío.
- ¿Cómo?,  ¿ahora?, ¿estás loca?- preguntó con sorpresa Cardosa.
- Para te digo- y le cogió las riendas para frenar al caballo.
Descendió veloz y corrió hacia la fuente que había visto desde que encararan la plaza. Con las manos empezó a enjuagarse la boca y  a escupir con asco.
-¿Comprendes ahora?- le recriminó la joven al capitán lavándose la sangre de la cara.



30

            Huir de Toledo resultó más fácil de lo esperado. Los fugitivos orientaron su carrera hacia el norte, hacia la gran capital.  Después de dos horas galopando se imponía un descanso, a menos que quisieran reventar a los caballos de agotamiento, ocultándose en una arboleda frondosa alejada del camino.
            - Estás loca-exclamó el capitán al desmontar. Ayudó a bajar a su amante del animal cogiéndola en brazos-, loca de atar - repitió con la más abyecta admiración. Juan Barreto fue consciente, por primera vez, del amor que sentía Cardosa por tan sediciosa muchacha-. ¿En serio has…?- ni él pudo terminar la pregunta.
            - Por supuesto- contestó con orgullo-. Se lo merecía; eso y más- sentenció soplándose el flequillo. Tornó entonces sus facciones hacia la dulzura al ver desmontar al maestro-. ¿Y vos, Juan Barreto?, ¿también creéis que estoy loca?- le preguntó acercándose a él. Su presencia en ropa interior le causó el mismo azoramiento que cuando lo bañara en la taberna de Cádiz-. Tranquilo, no me respondáis, no sea que el capitán os atraviese con su espada.
            - No puedo- intervino feliz el capitán-, mataría al salvador del mundo, a nuestro mesías. Un mesías del que no puedo esperar que encienda un fuego.
            - Puedo ir a por leña- sugirió herido por aquel comentario.
            - Pues no es mala idea, no- confirmó el militar sentándose junto a un árbol- id, ya que os habéis ofrecido, pronto anochecerá. ¿Sabréis distinguir la madera verde de la seca?- añadió con retintín.
            - No te consiento que le hables así- intervino Rocío con vehemencia mientras terminaba de vestirse-. Si no fuera por él, no me tendrías, que no se te olvide. Ala, vamos, Juan Barreto, busquemos la leña juntos.
            - Idos los dos al demonio- se quejó con indiferencia el capitán acomodando su espalda en el árbol.
            Rocío avanzó por el bosque cogiéndose del brazo del maestro, quien, huelga decirlo, se sintió cohibido. No solo era la sensualidad palpable de la andaluza, o el brillo de su cuello sudoroso aún por la carrera, o el campo gravitatorio de sus pechos, era su coraje, su arrojo, su falta de escrúpulos, su sentido de la justicia lo que le hacía verse insignificante a su lado.
            - No le hagáis caso. El capitán es un buen hombre- empezó a decir la hija del conde.
            - Está enamorado de vos.
            Rocío se detuvo mostrando alarma en sus ojos.
            - No digáis eso, por dios, no lo digáis. Me aterra no poder corresponderle. Como os digo, es un buen hombre y no lo merece.
            - ¿Vos no lo estáis de él, entonces?- preguntó confundido el maestro.
            Rocío suspiró buscando las palabras más apropiadas.
            - Veréis, Juan Barreto- y continuó andando. El maestro se agachaba cada vez que veía una rama caída aparentemente seca- no soy como esperan los demás que debo ser. Creo que no debí nacer en esta época sino en otra muy posterior donde no tuviera que someterme en todo a un hombre- y sopló su flequillo- Un padre, un marido, un hermano, un cura, lo que sea, pero hombre, al fin y al cabo. No sé si me explico.
            - Os explicáis muy bien- confirmó el maestro brindándole una sonrisa llena de comprensión.
            - ¿En serio?, ¿y lo aprobáis?- le preguntó deteniéndose.
            - Sí- contestó con naturalidad al tiempo que se encogía de hombros.
            Los ojos de Rocío se dilataron rebosantes de asombro.
            - ¿Y no pensáis que soy una libertina?
            - ¿Por qué iba a pensar algo así?
            - Vaya- y sonrió-, vos tampoco sois como los demás hombres- señaló con asombro, aunque pronto su imaginación se echó a volar-. Veréis, yo no quiero encadenarme a nada, quiero ser libre, viajar, ver, decidir por mí misma, yacer con quien quiera; sí, como suena y os ruego que me perdonéis si os escandaliza mi franqueza. Quiero ignorar los dimes y diretes, los rumores, caminar con la cabeza bien alta por querer ser como soy y por serlo, sin vergüenza alguna y con mucho orgullo. Qué mejor que ser actriz para conseguirlo- y sonrió-. ¿Conocéis alguna otra profesión que no incluya todas esas virtudes?- Rocío no le dejó contestar-. Ay, Virgencita, por eso me aterra la idea de que el capitán se enamore de mí- y ensombreció su rostro de congoja para, de inmediato, iluminarlo de ilusión-. ¿Sabéis el único que, por un breve instante, consiguió encandilarme de verdad? Os vais a reír: don Diego.
            Juan Barreto no se rió, sino que mostró su mayor gesto de incredulidad.
            - ¿Don Diego, el pirata?
            - ¿Verdad que es gracioso?
            Lo cierto es que al joven maestro le resultaba harto dificultoso poder juzgar a Rocío. Resultaba tan natural, tan sincera y desinhibida… Sin embargo, no tardó en recordar el comentario que hiciera la andaluza al capitán sobre el tesoro de don Diego. ¿Estaría utilizando al pirata y al militar para conseguir sus fines de independencia? ¿Llegaría a utilizarle a él también?, ¿o ya lo estaba haciendo al mostrarse tan cercana en aquella conversación? Resolvió que Rocío era uno de los mayores misterios a los que se había enfrentado en su vida; y terminó por concluir que los misterios no se juzgan.
            - Pues Diego me enseñó muchos trucos para sobrevivir o salirme con la mía.
            - No lo pongo en duda.
            - Vaya- se lamentó-, empezáis a hablar ya como el capitán.
            - Lo he dicho en serio: he visto a don Diego hacer uso de sus recursos, creedme.
            - El capitán no soporta que le hable de él- le confesó en un susurro.
            - Una prueba más de que está enamorado.
            - La virgencita no lo quiera. No se da cuenta de que si damos con el tesoro de don Diego podremos hacer la vida que queramos.
            Juan Barreto procuró no alarmarse ante la desfachatez con la que Rocío desvelaba sus planes de robar a una persona a la que admiraba hasta el encandilamiento.
            - ¿A vos no os habrá dicho dónde lo tiene, verdad?- le preguntó con la voz de una gatita melosa.
            Así que se trataba de eso. Acompañarlo a coger madera no había sido más que otra artimaña de las suyas, esta vez para sonsacarle información. Qué astuta era y qué hábil, pensó el maestro. Por un momento había estado a punto de caer en su telaraña. Sin embargo, no podía entender ese extraño vínculo de lealtad que sentía él mismo por el pirata.
            - No, claro que no.
            - Si vierais lo bien que habló de vos en la taberna. Su salvador, decía que erais. Como lo fuisteis conmigo- y le volvió a sonreír- Mencionó que os había encontrado en la playa, que habías salido de la nada. ¿Es cierto, Juan Barreto?, ¿salisteis de la nada?
            Nunca antes había vivido el maestro tal turbación. Sentía que le temblaban las piernas y se le bloqueaba la garganta ante aquella voz y esos ojos tan fascinantes que se anclaban en él, tanto que la madera que había recogido se le resbalo de las manos hasta precipitarse al suelo. Excusa perfecta para romper el hechizo al que estaba siendo sometido.
            - Creo que ya tenemos suficiente madera- pudo decir al fin y, tras coger velozmente la leña, se apresuró a volver donde habían dejado al capitán.
            La noche llegó y con ella la cena: dos perdices cazadas, como no podía ser de otra manera, por Cardosa, quien, sin embargo, apenas probó bocado. Rocío comía sin complejos, saboreando cada uno de los huesos de las desdichadas aves. Juan Barreto se hundía en sus pensamientos  con el  crepitar de la madera al fuego como música de ambiente; pensamientos que fueron interrumpidos por la lección de pesimismo que Cardosa estaba a punto de regalarles.
            - Creo que de esta difícilmente podamos salir airosos- dijo sin atisbo de inquietud- Aunque hayamos podido despistar a la guardia, a estas alturas ya se nos habrá denunciado en la corte. Pero yo cumpliré mi cometido y te llevaré a la casa de ese maldito pintor. Dios, ¿quién puede pensar ahora en un retrato de matrimonio? ¿Cómo presentarnos a él con este aspecto? No tenemos equipaje, no tenemos dinero, no tenemos nada.
            Una incoherencia más en ese laberinto que representaba la personalidad del capitán. Juan Barreto no podía entender el sufrimiento de un hombre enamorado cuya misión era proteger al objeto de su amor hasta el día de su boda; un enlace que, por descontado, no sería con él; y, no obstante, pudiendo raptarla o, mucho más coherente, pudiendo ayudarla a escapar, no lo hacía. Su deber y su palabra estaban en primer lugar. Observaba el maestro al capitán mientras este hablaba y no podía menos que admirar la entereza con la que soportaba el dolor de la contradicción que le había tocado vivir. Reflexionó algo más Juan Barreto preguntándose si toda esa lealtad del capitán y esa protección sumisa hacia Rocío no serían más que una estrategia para ganar tiempo y conseguir que la joven se enamorara de él. Triste condición en ambos casos, pensó, pero al menos esta segunda opción podía entenderla mejor.
            - ¿Sabes la ventaja que tiene un pelo como el mío?- preguntó Rocío a su amante con una sonrisa al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza. A Juan Barreto le resultó familiar la pregunta pero no pudo determinar su origen-. Pues que cuando te encarcelan a nadie se le ocurre registrártelo.
            El maestro sonrió. Aquello no podía ser sino uno de los recursos que le enseñara don Diego, pues ahora recordaba perfectamente cómo había sacado de su barba aquella aguja abre-cerrojos. En efecto, a poco que Rocío escarbó en su cabello, emergió un pequeño brazalete que, de inmediato, empezó a brillar en la oscuridad.
            - Válgame Cristo- exclamó Cardosa olvidando repentinamente su decaimiento-. ¿De dónde has sacado eso?- preguntó mirando precavido a todos lados.
            - De palacio, por supuesto- explicó ella mirando su joya con cariño.
            - Pero si el conde está arruinado.
            - ¿Quién ha dicho que sea de mi padre? Me lo dio mi madre antes de morir. Es el único recuerdo que guardo de ella- y lo miró como si en su reflejo viera a su progenitora.
            - ¿Y piensas deshacerte de él?
            - Bueno, me dijo que lo usara cómo y cuándo yo estimara oportuno- respondió ella olvidando toda su anterior ternura hacia aquellas piedras preciosas-, y creo que esta situación requiere de su uso. ¿No estáis de acuerdo los dos?




















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