domingo, 12 de noviembre de 2017



Tenía once años cuando vi por primera vez “En busca del arca perdida”. Recuerdo que ese día habían subido el precio de las entradas a 200 pesetas. No sé cómo se me ocurrió lamentarme de lo caras que eran; qué poca visión de futuro demostré tener. Me pasé toda la película con la boca abierta. Era flipante. ¿Dónde había que firmar para ser como Indiana Jones? Y, lo más importante ¿qué había que estudiar? Me informé. Arqueología, of course, empezando por la carrera de historia. Me pasé siete jodidos años esperando para poder entrar en la facultad. Aquí es cuando debería aparecer el típico plano en que el protagonista, que ha llegado al lugar con notables expectativas, se encuentra con un lugar desierto y pasa el típico seto seco impulsado por el viento. La facultad de Historia no es que estuviera desierta pero, madre mía, qué aburrimiento. Con la salvedad de dos o tres profesores, y un puñado de buenos compañeros, fue realmente penoso, como también lo fue mi primer contacto con la arqueología. No por el equipo humano, que era fantástico, ni por sus expectativas, que se ajustaban a la realidad, sino por las mías. Un mes entero cavando con una brocha de pintar a un ritmo de medio centímetro por día y con el cuidado de no tocar ni una piedrita. ¿Dónde estaba mi látigo, dónde mi sombrero, dónde los nazis, dónde la música de John Williams y mis aventuras? Jo, qué desilusión. Esto es lo que tiene la magia del cine. Por fortuna, descubrí otra magia igual de cautivadora que el séptimo arte: la enseñanza.

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