jueves, 19 de octubre de 2017



Os pongo en situación: discoteca, sábado noche, recién cumplidos los dieciocho, ávido por adentrarme en las profundidades de la noche y, de pronto, recibir un tortazo (metafórico) que me quita esa sonrisita con la que me había duchado, vestido y perfumado (antes de ser alérgico a los perfumes, que lo soy, pero esa es otra historia). Miro estupefacto al portero de la discoteca que con su voz cascada y su pequeño cuello hundido entre sus hombros me dice que los chicos pagan. Me hago a un lado (me hace a un lado) para que entren las chicas que están esperando y a las que no les hace pagar. La injusticia se refleja en mi rostro, pero no hace mella alguna en las gafas de sol del portero; es que son gafas de marca. Veo la alegría en las chicas que entran gratis, contentas de que, al fin, esta sociedad machista tenga un detalle con ellas. Qué injusto pienso, porque, además, la entrada cuesta una pasta.
¿Os suena, verdad? Tanto si sois mujeres u hombres, lo habéis vivido.
Sigue sucediendo.
Pero no es caballerosidad. No es galantería. Ni el portero ni los dueños del local quieren tener un detalle con las mujeres en esta sociedad machista.
Con los años me fui dando cuenta. No es fácil, ¿no creáis? Es algo tan normalizado, tan terriblemente corriente que no lo vemos, e incluso hay gente, hombres y mujeres que, aun sabiéndolo, no le dan mayor importancia. Ese es el problema, a todos los pequeños gestos, actitudes y acciones que conforman el machismo no les damos mayor importancia; sobre todo si sale de nosotros mismos, porque, no nos engañemos, por mucho que digamos que no somos machistas, hemos sido educados en una sociedad machista y prácticamente todo lo que nos rodea es machismo, camuflado o no.
Por eso, siempre que hablamos del machismo en clase les digo a mis alumnas: no os dejéis engañar cuando os dejan entrar gratis; si no pagáis por el producto, es que sois el producto.

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