domingo, 4 de junio de 2017

Un pequeño inconveniente (relato)



A Javier le sorprendió la tormenta en medio del bosque. Su temor a los relámpagos hizo que se apresurara sin fijarse bien en el camino. No tardó en tropezarse con una casa que tenía un amplio y confortable porche. Se refugió en él con la esperanza de no molestar a los habitantes del lugar. La puerta se abrió y un anciano de aspecto bonachón le invitó a entrar. El frío y el viento le convencieron y entró. En el salón, muy hogareño por cierto, el anciano se sentó en una mecedora frente al fuego de la chimenea. Frente a él, en un confortable tresillo, una anciana cosía y una mujer de mediana edad leía. Le sonrieron y le hicieron sitio para que se sentara. Un majestuoso armario de madera tallada completaba el modesto ajuar. La conversación resultó amena aunque no le ofrecieron nada de beber o comer. La tormenta no amainaba, de modo que le dijeron que podría pasar la noche con ellos. Eso sí, le advirtieron de un pequeño inconveniente.
Tal día como aquél, a eso de las diez de la noche, se les venía apareciendo desde hacía cinco años, un fantasma verdaderamente terrorífico. Javier pensó que bromeaban, pero el anciano le volvió a advertir que era muy libre de irse, si así lo deseaba, pero que, si permanecía con ellos esa noche, vería cosas muy desagradables, especialmente si el fantasma les descubría. Prefirió pensar que le tomaban el pelo y se quedó. Aquella tormenta lo valía.
Muy cerca de las diez de la noche, los tres miembros de la familia se levantaron sin decir palabra y se refugiaron en uno de los cuartos. Javier dudó, pero acabó siguiéndoles por no ofenderles.  El anciano se llevó el dedo a la boca pidiéndole que guardara silencio. Oyeron que se abría la puerta de la casa y miraron desde su escondite. Javier quedó impresionado al ver entrar a un hombre fornido protegido con una gabardina oscura. Llevaba una bolsa de supermercado que dejó sobre la mesa. El anciano le articuló en silencio a su invitado que aquel era el fantasma. Javier creía que su corazón acabaría por delatarle. Siguieron mirando. El hombre fornido se quitó la gabardina y se acercó al fuego. Se calentó las manos y luego se dirigió a la mesa. Fue entonces cuando Javier se percató de que la bolsa de supermercado estaba manchada de rojo. El hombre metió la mano en la bolsa y sacó la cabeza cercenada de una mujer. Aun conservaba el dolor en su rostro. Javier se llevó la mano a la boca. Miró a los miembros de la familia. Los tres asintieron resignados. Siguieron mirando. El hombre contempló aquella cabeza como si de un trofeo se tratara. Avanzó hacia el armario y lo abrió. Todas las estanterías estaban llenas de cabezas cortadas metidas cada una en un bote con líquido transparente. Javier creyó estar cercano al infarto. Fue entonces cuando presenció algo todavía más espantoso, pues tres de las cabezas allí guardadas eran las de los tres miembros de la familia que le habían acogido esa noche. El quejido de horror que dejó escapar fue suficiente para que el hombre mirara hacia su escondite.


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