jueves, 18 de mayo de 2017

EL BANCO, DE SENTARSE, Y EL BALCÓN



Había una vez un banco en el que la gente acababa irremediablemente sentada en él. No era el banco en sí, pues su piedra no estimulaba, precisamente, al descanso prolongado; era la vista que ofrecía, la mejor de la isla. Tan bello era el panorama que se hacía difícil encontrarlo vacío, en especial durante el atardecer o bajo la luz de la luna llena. Sobre ese banco habían empezado muchas parejas y también finalizado, el primer beso y el último, cientos de suspiros, reflexiones, discusiones, decisiones habían tenido lugar sobre aquella piedra a lo largo de los años. La vida, en definitiva, que elegía ese banco para detenerse un momento, o para activarse. Todos los que allí se sentaban tenían algo en común, y es que suspiraban de envidia ante el balcón de la vivienda que se hallaba justo detrás del banco. No había excepción, el sentimiento era el mismo: qué suerte la persona propietaria de ese piso, de ese balcón, recreándose permanentemente de lo que nosotros solo podemos disfrutar por un pequeño espacio de tiempo. Cómo nos gustaría vivir ahí. Era un pensamiento colectivo. En efecto, la persona  propietaria en cuestión no solo se maravillaba de la vista que tenía desde su balcón, sino también de todas las historias que se desarrollaban en aquel banco. Lo que no sabían los que suspiraban de envidia, es que esa persona les miraba discretamente tras la cortina deseando con todas sus fuerzas ocupar su lugar.

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