domingo, 23 de abril de 2017

EL PRINCIPIO (relato)



-Yo soy el médico y tú la enfermera.
-Ahora yo soy el jefe y tú la secretaria.
Un día Lorena se enfadó y  puso morritos a su hermano.
-Ahora yo soy la jefa y tú el secretario.
-No- protestó su hermano.
-¿Por qué? Siempre eres tú el jefe. Siempre me estás mandando.
-El juego es mío. Yo pongo las reglas.
-Pues no juego-le aclaró Lorena.
-Pues vale.
Esa fue la primera vez que Lorena dijo no. Ya no pararía.


miércoles, 19 de abril de 2017



Hay gente en este país que no acepta que se pueda ser republicano. Entiendo que se pueda rechazar como opción de organización de Estado, pero, aquí, en España, no se trata de eso, sino que hay una tendencia muy mezquina en relacionar ser republicano con ser antidemócrata, ser republicano con ser violento, ser republicano con querer volver a 1936, ser republicano con ser culpable de la Guerra Civil., ser republicano  con no querer cerrar heridas.
No, mira, perdona, ser republicano es una opción más dentro de la organización del Estado. Nadie que sea republicano desea volver a 1936; no tiene nada que ver. Las principales democracias del mundo son repúblicas. ¿Significa eso que son antidemócratas? ¿Verdad que no? ¿Entonces por qué ese empeño en este país en estigmatizar a los republicanos? Y por favor, que no me vengan con que cada vez que hemos tenido República ha terminado en desastre. ¿Y qué? ¿Los franceses no van por la quinta República? Pues eso. Además, no hay dos sin tres.

sábado, 15 de abril de 2017

HISTORIAS DE LA MILI (2)



 Un día, llegó destinado al cuartel el teniente (vamos a llamarle Martín). El teniente Martín era un conjunto de músculos y fibra implantado sobre un esqueleto de acero inoxidable. Yo estaba convencido de que Skynet le había enviado atrás en el tiempo pura y exclusivamente para hacernos la vida imposible en el cuartel, especialmente a mí, el profesor. No en vano le llamábamos Tmil. Hasta se parecía al actor que encarnaba al temido robot, Robert Patrick. También le decíamos “el diez días”, porque arrestaba ese número de días a todo lo que se movía. El teniente Martín era un buen profesional que no terminaba de asumir que mandaba una tropa que era de reemplazo.  Tenía un empeño cansino en ponernos a todos en forma, como si estuviéramos a punto de entrar en combate y nuestras vidas dependieran de su contumaz adiestramiento. Un horror.
Todas las mañanas nos hacía una gimnasia tipo marine de Estados Unidos que nos dejaba asfixiados. Siempre nos preguntaba el número de series que habíamos hecho como buenas máquinas discípulas suyas. El primer día fue muy gracioso. “A ver: ¿quién ha hecho menos de veinte flexiones?” Y lo apuntaba. Eran flexiones de barra, de las que levantas los pies del suelo. Volvía a preguntar rebajando el número de flexiones pero empezando a echarme una mirada de mosqueo porque yo siempre levantaba la mano. “¿Menos de cinco?” levanté la mano “¿Menos de cuatro?” levanté la mano. Su tono era cada vez más de sorpresa mezclada con indignación “¿Menos de tres?” levanté la mano, aunque ya con cierta timidez. “¿Menos de dos?” Me miró fijamente. El silencio cortaba el aire. Por fin, levanté la mano lentamente. “¿Menos de una?”. Preguntó incrédulo. Yo había dejado la mano levantada pues era tontería que la bajara. “Pero Roncerooooo” protestó con indignación y abriendo los brazos. Siempre me río cuando recuerdo cómo arrastró la última sílaba de mi apellido. A partir de aquel día, tuvo como objetivo personal ponerme en forma. Qué empeño, qué espíritu de entrega, qué ánimo inquebrantable, el del teniente, por supuesto. Pobre hombre, mira que perdió el tiempo conmigo.

domingo, 9 de abril de 2017



Ayer vi algo que puede definir muy bien la sociedad  occidental de hoy en día.
Resulta que vivo en  un pueblo costero y, claro, ¿qué pueblo costero no tiene su playita y su paseo marítimo lleno de mierda de perro? Pues nada, que andaba yo esquivando la minas fecales caninas, por aquello de dedicarle un hora a la hipertensión que mi padre me dejó en herencia, cuando vi a dos chicas en bikini dispuestas a meterse en el agua. Sería todo normal de no ser porque ya eran las siete y media de la tarde y soplaba una brisa marina que te erizaba la piel aunque llevaras un suéter. Me quedé observándolas mientras estuvieron en mi arco de visión. Caminaban hacia la orilla como si fueran al patíbulo, haciéndose pequeñitas por el frío y cogidas del brazo para compartir el poco calor que debían tener sus cuerpos. Yo me dije que no serían capaces de meterse en el agua. Cuando sus pies entraron en contacto con la primera olita echaron tal grito que pensé que acababan de ver a David Bisbal. De ahí no pasan, me dije. Dieron un paso más. Con el agua en las rodillas se dieron media vuelta dejando el mar a su espalda. Entonces, una de ellas colocó el móvil para hacerse un selfie. Cómo les cambió la cara. Todo eran sonrisas. Se sacaron varias, todas con la misma actitud de felicidad. Cuando terminaron la sesión salieron corriendo del agua con el mismo rostro de penitencia con el que habían entrado y corriendo fueron a ponerse la ropa.
Pues sí, en eso nos hemos convertido. Que se vea bien clarito en las redes lo bien que lo estamos pasando.
Por supuesto, tras reírme de lo que había visto, me di cuenta de que había pisado una mierda de perro.

jueves, 6 de abril de 2017

HISTORIAS DE LA MILI (1)



¿Habéis sentido alguna vez que todos los que te rodean te odian? Yo sí y fue acojonante.
Os lo cuento.
Vaya por delante que me declaro inocente de los hechos que voy a describir.
Sucedió en mi servicio militar. Claro, ¿dónde si no? Yo fui de los últimos (gilipollas) en hacer la mili en España, y eso que podía haber elegido la prestación social sustitutoria. Craso error. Mira que a lo largo de mi vida he perdido el tiempo de mil modos distintos, pero nada ha superado todavía a esos nueves meses en el cuartel de ingenieros.
Yo era el profesor ahí dentro. Ayudé a muchos a sacarse el graduado escolar, pero, claro, imaginaos lo que significa ser el profesor en un cuartel de ingenieros. Qué manía me tenían los mandos. Vaya, aquí acabo de usar el argumento de los alumnos cuando suspenden. El capitán, que era el comandante en el cuartel, me tenía como su perrito faldero. Allí donde iba él, tenía que ir yo. Un coñazo. Mi madre no lo veía así. Para ella era un orgullo que fuera como el secretario del capitán. Era la única que estaba feliz porque yo estuviera haciendo la mili. Quizás elegí hacer el servicio militar por eso, por hacerla feliz.
Un día nos tocó desfilar ante la plana mayor. Desfilar e ir de maniobras. No hacíamos otra cosa. Para ese desfile, el capitán nos quería impolutos, algo complicado de conseguir en un cuartel de ingenieros, pero bueno, por probar que no quede. Mi madre lavó el uniforme y limpió las botas, a pesar de mi ofrecimiento e insistencia para hacerlo yo mismo, que conste.  Cuando llegó el día, el capitán nos formó antes de subir a los camiones. Yo iba en el Jeep. Mira, algo bueno tenía ser el perrito faldero del capitán.
Nos examinó a todos uno por uno. He de reconocer que el tío acojonaba. Después de darnos un speech sobre la hombría que debíamos desplegar en nuestro desfile, haciendo especial hincapié en mí, me ordenó que fuera a dejar el banderín (porque encima yo llevaba la bandera del cuartel, que no pesa si la llevas un par de minutos, pero sí cuando estás en un desfile). No llevaba ni diez pasos corriendo cuando oigo “Ronceroooooooooo” El capitán me llamaba con su grito huracanado. Mientras regresaba pensé qué podía haber yo mal esta vez para que me gritara de ese modo. “A sus órdenes, mi capitán”
Me miró y miró a la tropa. No sé, yo esperaba que me caerían diez días de arresto o algo así. Entonces, el capitán habló a la tropa en su tono más amenazante y se desveló el misterio: “quiero las botas de todo el mundo como las de Roncero”
No puedo describiros el nivel de brillo que había alcanzado mi madre limpiando las botas. Decir que eran un espejo es quedarme corto. El capitán añadió “Y tenéis diez minutos”
Pues sí, así es como conseguí que trescientos tíos me odiaran al mismo tiempo. La Lluvia de insultos,  amenazas y miradas furibundas que me cayó encima fue torrencial. Fue un odio pasajero, pues yo, después de todo, era la llave para que muchos accedieran al graduado escolar, algo que siempre me agradecieron. Todavía hoy, pasados más de veinte años, sigo pensando que al capitán le importaba muy poco el brillo de las botas; el tío lo hizo por joderme. Esa sonrisita que me brindó cuando subimos al jeep sigue  siendo una prueba irrefutable.