jueves, 2 de febrero de 2017

NUNCA COMAS BEICON POR LA NOCHE (relato)



En el mes que estuve en Inglaterra me pasaron varias cosas. La primera fueron mis ganas de suicidarme porque de todo el mes de julio, el sol se dignó a honrarnos con su presencia tres días. Oh, gracias, muchas gracias. La otra versión de este lamentable suceso la tienen las nubes. Luego experimenté mi prueba de iniciación con esa especie de veneno al que llaman café. También quedé como un paleto cuando en un paso de peatones me quedé pasmado mirando al coche que se había parado para darme paso porque lo conducía un fantasma, o tal vez era teledirigido por James Bond. Solo cuando me tocó la pita me di cuenta de que el conductor sí que estaba pero a la derecha. También se me quedó cara de paleto cuando pagué con una moneda de un euro pensando que era una libra. Yo qué sé. Tampoco hacía falta que me pusiera esa cara la dependienta. Pero, sin duda, mi experiencia más escabrosa fue la de comer beicon por la noche, y quien dice por la noche es por decir algo, porque ahí no se hacía de noche ni queriendo.
                Comía con mis alumnos una suculenta cena a base de beicon frito que compensó con creces mi experiencia del día con el café. Porque eso tenemos los adictos, que por muy malo que sea el café, lo tomamos, aunque sea por alzar el dedo meñique cuando nos llevamos la taza a la boca. Luego de esa cena de las seis de la tarde, pero ellos dicen noche, nos tocaba ir a la discoteca. Sesión juvenil, porque nuestros alumnos eran de doce años. Todo muy controlado por los organizadores y para los chicos siempre que tocaba discoteca era como un mundo inexplorado lleno de fanta y cocacola. Ahí estábamos mi compañera de andanzas viajeras y yo en plan cámaras de Matrix vigilando el patio cuando mi estómago, literalmente, crujió. El crack del 29 no fue nada comparado con aquello. La deposición era inminente. Le señalé que iba un momento al servicio. Bueno, lo del servicio es mucho decir porque yo no he visto en mi vida algo tan hediondo como aquellos urinarios. Hice de tripas corazón (nunca mejor dicho) y me adentré en aquel averno pestilente. Había tres baños individuales con sus puertas, pero mira tú por dónde, se les había olvidado el pequeño detalle de ponerles fechillo. ¿Y si entraba un alumno en ese momento y me veía cagando? Uff. La bomba de relojería seguía su curso hacia la inevitable explosión y yo tenía que tomar una decisión. ¿Cable rojo o cable azul?. ¿Cagar ahí o subir a la superficie y buscar algún establecimiento con baño? Elegí el cable azul y, previo anuncio preceptivo a mi colega, subí. Lo primero que hice al llegar a la calle fue respirar. ¿Así que eso era el oxígeno? Me gustó y me hubiera quedado más tiempo respirando pero tenía una prioridad mucho más importante en aquel momento. Ahí iba yo calle arriba corriendo a  pasitos cortos en plan C3PO en busca de algún bar o restaurante con un servicio que se correspondiera con mi concepto de servicio.
                Encontré un restaurante chino. Crucé los dedos y entré. Me atendió una camarera oriental que me dijo “¿Mesa para uno?” Yo le dije que no, que si podía ir al baño. No sé si me entiendo porque dijo “¿Mesa para uno?” A mí me quedaban pocos segundos para la deflagración. Me incliné en una reverencia, arrugué todo mi rostro para conseguir la máxima expresión de súplica y le dije “¡Por favooooooooooooooooooooooooooooooooor!”. O sea, “PLLLLLLLLLiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiissssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss!”
Creo recordar que incluso me salió una lagrimita. Debí darle la suficiente lástima porque me señaló unas escaleras que bajaban vete tú a saber dónde. Fui corriendo. Las escaleras estaban mal alumbradas y llenas de cajas por los lados. Pensé que me había entendido mal y me había señalado al garito de apuestas. Yo ya me veía metido en un lío de la mafia, en prisión, o algo así. Mi descomposición pudo con todo eso y abrí la puerta. Fue como si sonara el Aleluya de Haendel. En mi vida había visto yo un servicio tan bonito y limpio como aquél. Sin tiempo para sacar moralejas sobre no dejarse llevar por las apariencias o primeras impresiones, me senté al fin en el wáter. Qué sensación de felicidad, dios mío, y todo tan limpio…Fue emocionante. Cuando salí y subí las escaleras, me despedí de la camarera inclinándome una y mil veces en señal de agradecimiento. Lo curioso es que ella también se inclinaba dándome las gracias. La cultura oriental es fascinante. Bueno, y desde entonces no he vuelto a comer beicon por la noche si tengo pensado salir de casa.  Y de resto, todo muy bien en Inglaterra, salvo por lo de las gaviotas, pero eso es otra historia que vosotros mismos os la podéis imaginar sin que yo os la cuente.


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