domingo, 26 de febrero de 2017



Nunca he podido mantener la atención más allá de los tres minutos. No es falta de respeto ni falta de interés, es mi cerebro, que funciona así. La culpa es de mi madre, por llevarme tanto al cine de pequeño y hacerme enamorar del séptimo arte. Da igual lo que vea o lo que me estés contando, yo, pasados los tres minutos, estoy tratando de hacer en mi cabeza una novela o un guión de ello. Debido a este defecto, o virtud, nunca fui un buen estudiante; no suspendía pero tampoco era de sobresaliente, salvo en historia, claro. Si nuestro sistema educativo se basara en el desarrollo de la creatividad, que, por cierto,  es lo que más valoran las empresas en sus empleados, yo hubiera aprendido a aprender. Consciente de mi problema, me dediqué a preparar los exámenes con dos semanas o más de antelación y, gracias a eso, fui aprobando, que no aprendiendo. Lo mismo me pasa como escritor. En cuanto consigo escribir tres renglones seguidos  me meto a curiosear en Facebook o escucho alguna canción. Imaginaos en qué proceso de creatividad entro cuando estoy viendo una película que me aburre. Es un filón.
Si yo no soy capaz de mantener la atención más de tres minutos seguidos, cómo serán los alumnos ante una clase de historia. Pensando precisamente en mi particular circunstancia supe que, más que profesor, debía de ser un showman de la historia, un monologuista, un cuentacuentos (que no cuentista). Es agotador, y no siempre estoy al cien por cien, pero es gratificante, aunque alguna espinita me queda siempre por no haber podido despertar emociones en todos mis alumnos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario