domingo, 26 de febrero de 2017



Nunca he podido mantener la atención más allá de los tres minutos. No es falta de respeto ni falta de interés, es mi cerebro, que funciona así. La culpa es de mi madre, por llevarme tanto al cine de pequeño y hacerme enamorar del séptimo arte. Da igual lo que vea o lo que me estés contando, yo, pasados los tres minutos, estoy tratando de hacer en mi cabeza una novela o un guión de ello. Debido a este defecto, o virtud, nunca fui un buen estudiante; no suspendía pero tampoco era de sobresaliente, salvo en historia, claro. Si nuestro sistema educativo se basara en el desarrollo de la creatividad, que, por cierto,  es lo que más valoran las empresas en sus empleados, yo hubiera aprendido a aprender. Consciente de mi problema, me dediqué a preparar los exámenes con dos semanas o más de antelación y, gracias a eso, fui aprobando, que no aprendiendo. Lo mismo me pasa como escritor. En cuanto consigo escribir tres renglones seguidos  me meto a curiosear en Facebook o escucho alguna canción. Imaginaos en qué proceso de creatividad entro cuando estoy viendo una película que me aburre. Es un filón.
Si yo no soy capaz de mantener la atención más de tres minutos seguidos, cómo serán los alumnos ante una clase de historia. Pensando precisamente en mi particular circunstancia supe que, más que profesor, debía de ser un showman de la historia, un monologuista, un cuentacuentos (que no cuentista). Es agotador, y no siempre estoy al cien por cien, pero es gratificante, aunque alguna espinita me queda siempre por no haber podido despertar emociones en todos mis alumnos.

jueves, 23 de febrero de 2017

RETURN TO SENDER (relato)



Julián repartía cartas. Era cartero. Últimamente no mucho. Buscaba una palabra para redefinir su profesión, pero ninguna le gustaba, especialmente facturero, recibero, o multero,  porque eso es básicamente lo que repartía desde que habían llegado para quedarse los tiempos modernos. Por eso, no podía más que sonreír ilusionado cuando, de entre todo ese papeleo oficial, tenía que repartir una carta. Había una dirección que adoraba ir porque siempre le enviaban cartas. Cada vez que le tocaba ir imaginaba la historia que en ella le contaban, convenciéndose de que seguramente serían dos adorables ancianos compartiendo recuerdos.
Un día, al llegar a esa dirección y disponerse a colocar la carta en el buzón, la puerta se abrió apareciendo una joven de aspecto alegre. “Oh, qué bien, qué casualidad, estaba esperándola. Gracias” Julián no pudo responderle. Así de asombrado había quedado. No era una adorable anciana, sino una joven. Tanto pensó en ese encuentro que llegó a obsesionarse. No hacía más que esperar una nueva carta para ella para fijarse, algo celoso,  en el remitente. Hasta que llegó. Le extrañó la dirección. Era en la misma ciudad. También le produjo un mal presentimiento su extraño nombre. No supo por qué pero se preocupó por ella. Entregó la carta, por supuesto, pero, guiado por su mal presentimiento,  decidió darse una vuelta por la casa del remitente al caer la noche. El aspecto de aquella residencia le derrumbó el alma al tiempo que le excitó todavía más su imaginación. Estaba abandonada. Su jardín había sido invadido por las malas hierbas e incluso las ventanas se mostraban tapiadas. Fue a la parte de atrás de  la casa para encontrarse con la terrible tentación de ver su puerta abierta.
Nunca se supo más de Julián. Su familia denunció su desaparición y la policía no pudo hallar ni una sola pista sobre su paradero. En correos le sustituyó uno de sus compañeros, que no pudo menos que alegrarse al ver cómo todavía había alguien en la ciudad que escribía cartas. Eso sí, le llamó mucho la atención el extraño nombre del remitente.

domingo, 19 de febrero de 2017



Lista de sueños que me quedan por cumplir:
Ser padre, a ser posible de una o varias niñas. Gemelas o mellizas, así viene todo de golpe y escribo un libro sobre ello al puro estilo Samanta Villar.
Conocer a Michael Dios Caine.
Ir de crucero, pero sin excursiones. Solos el barco, yo y el bufet.
Hacer surf, pero solo para tocar la pared de la ola cuando esté dentro del tubo y decir “toma, la toqué”. Luego lo dejo.
Tocar la batería, no la del móvil, sino la musical, a ser posible de jazz. A ver, no nivel Buddy Rich, sino saber defenderme y poder vengarme de mi vecino el del reggaetón.
Ser políglota, al menos cuatro idiomas aparte del mío. Ya llevo uno, un medio y otro medio, pero me gusta decir que son tres.
Guionista de cine, y ahorrarme así las descripciones propias de un escritor. Cómo sufro con ellas.
Director de cine, pero no para dirigir mis propios guiones sino los de otros, que seguro serán mejores.
Bailarín de claqué. En serio. Nivel Fred Astaire, a ser posible y si no, pues me conformaría con Ryan Goslin en “La ciudad de las estrellas” Ya sé, es poco conformarme.

Lista de lo que ya es imposible
Jugador de futbol profesional y meterle cinco goles al Madrid. Cinco. Lo recreo en mi cabeza todas las noches antes de dormirme. Sustituye a contar ovejas.

Lista de lo que soy hasta ahora  y que no cambio por nada.
Amado. Gracias, mi vida.
Profesor. Gracias, alumnos.
Escritor, a pesar de las jodidas descripciones. Gracias, lectores.
Perseguidor de seños. Gracias, mamá.


jueves, 16 de febrero de 2017

LA OBRA DE ARTE CON GAFAS (relato)




Matilda cuidaba un museo. En concreto una sala. La misma sala durante cinco años. La silla incómoda que asignan los museos a sus cuidadores se había amoldado a su trasero. Por mucho que le gustara el arte, después de la primera semana en esa sala su trabajo se le hizo un mundo invadido por el tedio, aunque lleno de color. Lo que hacía era, básicamente, fijarse en los visitantes de su sala y se imaginaba sus vidas. Un día, no pudo imaginar la vida de un visitante, básicamente porque se había enamorado de él a primera vista. Cuánta tristeza cuando, después de un buen rato sentado frente a una de las obras expuestas, abandonó su sala. Y qué alegría cuando a la semana siguiente volvió a aparecer, y la siguiente semana, y la otra…Así, indefinidamente, los martes por la tarde, a las seis, puntual como un reloj y se iba a las seis y media. Treinta minutos en los que Matilda se recreaba en aquella obra de arte con gafas; eso sí, con mucho disimulo.
Un día aciago, nefasto, terrible, Matilda fue trasladada de sala. Se lo tomaban con calma en el museo porque habían tardado cinco años en decidir aquella variante. Ya no vería a su obra de arte con gafas. La nueva sala la desechaba todo el mundo. Pintores holandeses del siglo XIII. ¿A quién demonios podía interesarle algo así? Pues a la obra de arte con gafas, porque apareció el martes a las seis de la tarde y se sentó frente a un paisaje mal pintado. Matilda, tras asimilar una emoción así, empezó a imaginarse la vida del visitante. No lo había hecho antes porque no quería torturarse con su propia imaginación. Pero ahora sí, se desbocó e incluso se lo imaginó en la cama con ella.
Otro día aciago, después de permanecer dos años en aquella sala insípida, a Matilda la trasladaron no a otra sala, sino a otro museo y en otra ciudad. Su vida solitaria, aderezada únicamente por las visitas de su obra de arte con gafas, se le desplomaba a los pies. Nueva ciudad, nuevo museo, nueva sala, nueva silla incómoda dispuesta a amoldarse a un nuevo trasero.  Triste, incapaz de entender cómo habían expuesto en la sala un urinario al que le habían añadido la palabra fuente, se colocó los auriculares para aislarse de un mundo que no podía comprender. Entonces apareció. Nuestra obra de arte con gafas entró en su sala y se sentó frente a un caniche hecho con globos de cristal. Matilda no podía albergar tanta felicidad. Quiso imaginarse de nuevo su vida con él pero algo más poderoso que la imaginación se lo impidió, la realidad. Llevaba enamorada de ese hombre misterioso cerca de diez años. Basta de imaginación. Se quitó las gafas y guardó los auriculares. Se aclaró la garganta y llamó la atención del hombre cuando estaba a punto de salir, después de permanecer en la sala sus preceptivos treinta minutos. Sin añadir palabra, Matilda se lanzó a su boca y le besó. Fue correspondida y el beso se convirtió en pasión. Hubo quien apartó la mirada, hubo quien los grabó con su móvil olvidándose del urinario y del caniche. Matilda perdió su trabajo pero, a cambio, ya no tuvo que imaginar nada.


domingo, 12 de febrero de 2017



¿Sabéis esos cubiertos que combinan una especie de acero y plástico y que son muy monos? ¿Cuánto os duran sin romperse en medio de una intervención quirúrgica sobre un bistec? A mí, unas pocas semanas. ¿Y qué hacemos después? Ir  a la ferretería con la cabeza gacha y el sombrero cogido con las dos manos bien apretadito sobre el pecho y comprar cubiertos de acero puro de Kriptón cien por cien indestructibles, y más caros, claro. ¿Cuántas veces hemos comprado el mismo artículo? ¿Hemos ahorrado como pretendíamos astutamente al comprar el cubierto barato? Pues así con todo. Si lo queréis ver por el lado positivo, gracias a nuestra ingenuidad el sistema funciona. Vaya si funciona.