jueves, 19 de enero de 2017

LA ESCALERA DE INCENDIOS (relato autobiográfico)


 
Fui el otro día a un centro comercial de cuyo nombre no quiero acordarme. En realidad no a comprar, sino solo a aparcar; imperdonable, pero aun así no se lo digáis a nadie.  Aparqué, después de dar mil vueltas buscando, iluso de mí, los carteles que me indicaran el camino, que, a ver, estar están los cartelitos, pero mi sentido de la orientación no alcanza como para hacerme, al mismo tiempo que conduzco, un mapa mental de ese bosque de columnas y números. Aparqué en el tercer piso, ese que llega casi al infierno. Nadie. Tres coches aparcados y yo. Qué mal rollo, esa es la primera sensación que me vino. Normal que nadie baje hasta ahí a aparcar.
Lo mismo que las indicaciones para los coches es lo que me esperaba ahora que me había reconvertido en peatón.  Al mal rollo añadí la sensación de que yo era lo suficientemente gilipollas como para no encontrar una puerta que me llevara a la calle. Las que encontraba indicaban que eran escaleras de incendios, y, como buenas escaleras de incendio, estaban cerradas. Empezaba a sentirme como José Luis López Vázquez en “La cabina”, solo que algo más holgado. Después de mucho tantear, siempre pegadito a la pared, que es como puedo controlar mejor un posible ataque de zombis,  encontré al fin una escalera de incendios que estaba abierta. La pinta de la escalera te invitaba a no usarla incluso si un incendio te estaba persiguiendo. Cemento puro, ladrillo desnudo, luz de tubo de neón parpadeante, presupuesto agotado o casi. Suspiré de puro acojono y dudé. Pensé que si iba a elegir subir por ahí debía, por lo menos, echar un preceptivo vistazo al hueco de la escalera. Desesperanzador. Decidí que no, que ahí no me metía ni loco. Di media vuelta y pasó lo que le tenía que pasar a un ignorante como yo. Puerta de metal, pesada como su puta madre, que retrasa la entrada de incendios. En efecto, la inercia la cerró justo cuando me di la vuelta. Mi carita congelada, incapaz de reaccionar porque, como bien dicen que cada día se aprende algo nuevo, en ese momento aprendí que las puertas de las escaleras de incendio, si son para acceder a ella, no tienen pomo para volver a abrirla desde dentro.
Mi primer movimiento, raudo como un pistolero del oeste, aunque con menos pulso, fue sacar mi móvil del bolsillo. Tan típico como cierto, no tenía cobertura. Corazón de cero a cien en dos segundos. Inmediatamente dejé paso libre a mi principal pensamiento en aquellos momentos: zombis, zombis y más zombis, pero no los lentos, sino esos desgraciados que corren como cabrones enloquecidos. No me quedaba otra que subir con mis piernas temblorosas tres interminables pisos de cemento y ladrillo. ¿De verdad que no les quedaban unos eurillos para darle una pintadita, aunque sea de blanco mate?
 Pisaba suavito suavito para poder escuchar las pisadas de los zombis que me seguáin en mi imaginación. Cuando llegué al último piso se me vino el alma al suelo, creo que hasta hizo ruido. La puerta de la salida estaba llena de escombros. Tampoco el presupuesto les había dado para retirarlos. No podía ser, no tenía sentido, pero teniendo en cuenta que me sucedía en España, me determiné a no hacerme preguntas con sentido y no echar la culpa a nadie sino al gobierno.
Me resigné y seguí subiendo por si podía apartar los escombros. Solo cuando llegué al último escalón me di cuenta de que los escombros no tapaban la puerta y que podía empujarla. Empecé a repetir que esté abierta, por favor, que esté abierta, por favor, como unas mil veces en dos pasos antes de empujar hacia abajo las barras de la puerta. Consideré que el factor educacional podía ser importante para que se escucharan mis plegarias y por eso añadí lo de por favor. Tiré con todas mis fuerzas y la puerta se abrió enseñándome una calle llena de luz, de tráfico, de humo, de gente, de ruido, de mierda de perro. Casi mejor me daba media vuelta y me quedaba en la escalera, pero como tenía cita con el dentista o, más bien, con su instrumental quirúrgico y si no iba, que por querer no quería, me daría cita para el próximo cambio de siglo, opté por marcharme, silbando y mirando hacia arriba, que es como, todo el mundo sabe,  se disimula mejor. A los pocos metros, me detuve, di media vuelta y corrí a cerrar la puerta.


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