miércoles, 23 de septiembre de 2015

EL SALTO (relato traumático)

 El azul llenó su mente de recuerdos, la inundó más bien; un azul claro y clorificado, un azul de piscina, de espacio municipal atestado por el rigor veraniego; gritos de alegría, de saltos, chapuzones; y allí está ella, con casi tres años, en el filo de la piscina, con los manguitos colocados en los brazos, dispuesta a dar su primer vuelo del nido, su primer salto. Tiene miedo, pero frente a ella está su padre, en al agua, esperándole con los brazos extendidos, animándola para que salte, pero el miedo la atenaza. Quiere lanzarse, sabe que no hay nada de malo en ello, que el peligro está ausente, pero sus piernas no le obedecen. Entonces comprende que no le teme al agua sino a su padre, que continua con los brazos abiertos, pero sus gritos ya no son de ánimo, sino de impaciencia. No comprende su padre que requiere de más tiempo, que algo tan importante no se puede llevar a cabo con el ritmo que él quiera, sino el que ella necesite. El miedo aumenta porque ya es plenamente consciente de que su padre acabará por acercarse para tirarla al agua. No lo hará por maldad, cree sinceramente que así le ayudará a eliminar el miedo, un miedo que él sabe que se debe al agua. Ella quiere decírselo, que no la toque, que saltará sola, que se lanzará a la piscina, pero cuando ella lo decida, como si le lleva una hora más, pero no tiene recursos, no le salen las palabras, da un paso atrás, agacha su cuerpito ante el frío contacto con la mano de su padre. Ya está en el agua, su padre le sonríe, trata de convencerla de que no ha sido para tanto, que el agua está buena. Ella acepta sus brazos, tullida de frío y le mira, y su mirada ya no será la misma porque su padre no esperó, no tuvo paciencia.

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